Un conspicuo
tertuliano de acreditada experiencia política y seguro que de nobles
virtudes personales y sociales suele ponerse como un basilisco cuando
se habla del asunto catalán y con acre vehemencia se enardece: “que
ya está bien”, “que nunca se van a independizar” “que esto
me importa una...” o algo parecido y lo espeta repetida y
clamorosamente hasta que se deja de hablar del tema. Desconozco si lo
cree por alguna razón, por ejemplo que el Estado español y Europa
nunca lo permitirían o porque suscribe eso de que “no quieren la
independencia sino el independentismo”, o simplemente por un
palpito que no precisa explicación, como que ,por ejemplo, todos
sabemos que moriremos sin necesidad de demostración, porque en el
fondo es tan cierto como indemostrable.
Vale el caso como
ejemplo de lo que han pensado la mayoría de los españoles hasta el
discurso de Felpie VI de hace un año al cabo del golpe de Estado. Y
es que, contra lo que sería deseable, no es claro que pasado lo más
traumático no retorne la mentalidad de siempre, o al menos sus
reflejos. A sabiendas de que en esto siempre han contado los matices.
Los digamos más a la derecha han despachado los alardes
nacionalistas como mera picaresca para engordar la cartera, los más
a la izquierda siguen viendo en ello un movimiento por más
democracia y autogobierno, capaz de excederse, eso sí, aunque
normalmente por reacción a la incomprensión centralista.
El discurso real
enervó a los separatistas no tanto porque reclamara la defensa de la
Constitución y el ejercicio de la Ley, que por supuesto, sino porque
presentaba como un peligro real lo que en el resto de España se ha
tenido por una mera mascarada. Y es que los separatistas siempre han
contado con que en España, y especialmente la clase política, no
los iba a tomar en serio y que iba a evitar a toda costa que la
población se lo tomara de esa manera. Y se daba a sí la paradoja de
que el contentamiento de los nacionalistas en este perpetuo dar y
conceder tenía por objeto no sólo poder gobernar sino evitar que la
población se mosquease sobre la existencia de pretensiones
independentistas de verdad.
Para sonrojo de los
partidos llamados constitucionales el discurso real venía a
despertar a una España adormecida por el éxito de la transición y
la pachorra de su clase política. De esta forma la sociedad española
ha vivido en la ilusión de que la democracia es un estado natural,
invulnerable a las amenazas porque estas en realidad no podrían
existir. Ni siquiera llego a verse al terrorismo etarra como una
amenaza a la democracia cuando se le veía, con toda razón, como
una agresión pura y simple a los principios elementales de lo
humano.
Desde el discurso
real ya nada puede ser igual en cuanto a mentalidad colectiva pero
eso no significa que esto se traslade mecánicamente al juego de
fuerzas de la política. Las inercias históricas son muy poderosas.
Se admite de la realidad del peligro, pero esto ha abierto un nuevo
escenario dialéctico entre desmontarlo por el diálogo o por la
aplicación de la Constitución. No hace falta justificar que la
apelación de los sanchistas y podemitas al diálogo es un
desmontaje, una vuelta al estado previo a ese discurso. Pero por muy escandaloso que resulte cuenta con la adhesión de una base social
podemizada, dispuesta a admitir que cualquier arreglo que no fuera la
independencia pura y dura es bueno, aunque sea por un tiempo y para
salir del paso.
Pero el encaje de
una solución política adquiere una renovada trascendencia. Es
dudoso que se pueda reeditar sin más un nuevo tripartito sólo en
torno a un estatuto especial de preIndependencia. Satisfacer a las
masas rebeldes que han aupado los separatistas “pragmáticos”
(ahora figura como tal Eskerra e incluso Bildu) y neutralizar a los
fundamentalistas (ahora los Puigdemont y Torra) requiere alguna
compensación visible y manifiesta, alguna pieza de caza con la que
alardear. Pero además el Podemismo no desconoce que tiene una
oportunidad histórica a la vista de la complacencia socialista . El
tribunado en puertas de Rufián, Pedro y Pablo ( en cualquier orden)
sólo puede encontrar estabilidad si se enfila contra la monarquía y
la Constitución, no tanto porque así se programe explícitamente
sino porque no puede haber otra dinámica una vez se dé el paso
inicial. Al fin y al cabo este tribunado sólo admite dos
alternativas para implantarse: o se admite primero el “derecho de
autodeterminación” y se acaba luego con la Constitución o se
liquida primero la Constitución para “implementar” el citado
“derecho”. La incógnita es de nuevo la actitud de los
socialistas, si sólo pretenden consentir a ver lo que pasa o si se
proponen ser los artífices de una de estas alternativas.
En cualquier caso
ya entramos en el período propicio para quienes están prestos a
invocar los imposibles. Ya tardan quienes cuenten que el jaque a la
Corona y la Constitución es imposible de toda imposibilidad, pase lo
que pase y menos aún el jaque mate.