De
los tres afluentes que nutren el río separatista catalán, el
suprematismo urbanita de toda la vida, el criptocarlismo pagés
quintaesencial y el de los revolucionarios autodeterministas, este
último es el más reciente pero fluye repleto de aguas bravas, con
las que se revitaliza, tal como hacían las bandas de la porra, lo
que parecía definitivamente caduco. Adorna además al
independentismo con la patina más preciada de los Shares mediáticos,
la rebeldía antisistémica de los “incorruptibles” y
“desheredados”. Pero no ha surgido de repente.
En
una charleta cercana Tardá y Rufián afirmaban que la independencia
de Cataluña no era un fin en sí mismo sino que era un medio para
alcanzar la República y la igualdad social. Pero además no
pretendía sólo el beneficio de Cataluña, sino salvar a España de
Rajoy …y de paso de sí misma <me atrevo a apostillar>.
Tan
peregrina idea no merece en sí misma mucho comentario, pero lo
merece por lo que tiene de escasamente original, por lo que nos
retrotrae a los tiempos lejanos de los estertores de la lucha
antifranquista e incluso de mucho más lejos por supuesto.
Era
común a la única oposición activa existente contra la Dictadura,
el PCE y la dispar familia de grupos y grupúsculos comunistas, el
cuidado de “la cuestión nacional”, es decir los nacionalismos
reales o imaginarios. Predominaba la doctrina leninista/stalinista
según la que la revolución socialista o popular conllevaría el
ejercicio de tal supuesto derecho. Pero eso sí ejercido una vez
realizada la revolución, con lo que ya se sabe por descontado cual
sería el resultado. En teoría bien a través de una República
“burguesa” como sostenía el PCE o bien ya en el marco del
régimen revolucionario como sostenía otros, el resultado sería la
restauración de los estatutos de autonomía de la II República y
aquí paz y después gloria.
Se
pretendía con el señuelo de la autodeterminación ganarse a las
burguesías nacionalistas vasca y catalana, a quienes se les otorgaba
sin mucha advertencia crítica la condición de impecables demócratas
y progresistas. Seguro que además se alegrarían sobre manera al ver
satisfechos sus derechos dentro de una República española
democrática. Pero también y sobre todo se pretendía legitimar de
esta manera el imaginario régimen alternativo, más tarde o temprano
revolucionario, en el pasado de la II República.
Con
la apuesta en favor de la transición el derecho de autodeterminación
se adaptó al derecho a la autonomía. El PCE y otros como la ORT o
Bandera Roja interpretaron que el derecho de autodeterminación tenía
su satisfacción práctica con las autonomías y que, establecidas
estas, ya quedaba amortizado.
Una
excepción fueron algunos grupos extremosos, MCE, PTE, Trotkistas
varios no digamos el FRA...etc, irrelevantes a escala general pero
muy influyentes en ambientes muy sensibles como las universidades,
algunos núcleos fabriles y el campo andaluz, por ejemplo. Imposible
la ruptura y la revolución directa, confiaron en el banderín de
enganche del derecho a la autodeterminación para iniciar un proceso
revolucionario. Ya no sería un “derecho” ejercido al hacerse la
revolución, sino una reivindicación que, o bien podía incendiar la
chispa de la revolución o bien mantener encendida su llama.
Animaba
a esta corrección estratégica la eclosión de movimientos
nacionalistas y localistas de todo tipo en las diversas regiones. Se
evidenciaba que las banderas disgregacionistas tenían mucho mayor
empuje que los envejecidos slogans revolucionarios y que incluso
resultaba lo más atractivo y movilizador. La apuesta por iniciar un
proceso revolucionario nació muerta cuando la inmensa mayoría de la
nación demostró su voluntad, pero la extrema izquierda inició un
proceso de batasunización que contagió a su medula ideológica y
que ha derivado en las más variadas manifestaciones y “mareas”
al sostenerse en el tiempo, debido sobre todo a la cobertura que ha
ofrecido el vigor de HB.
Por
su parte la izquierda ya asentada en el sistema se vio expuesta a una
imperceptible transformación ideológica de más profundo calado. Ya
con el PSOE a la cabeza, del corazón socialista no pudo disiparse el
prejuicio de que la única fuente de legitimidad posible de un
régimen democrático era la II República. Así asumió racional y
pragmáticamente, la transición y la Constitución, pero con el
corazón partido. Esta esquizofrenia se moderó con el éxito de F.
Gonzalez y la promesa de una victoria permanente sobre la derecha,
pero no curó las heridas del corazón, es decir la nostalgia de una
II República mas imaginaria que real. Porque cuanto más
identificaba a la derecha con la herencia franquista más excitaba en
el inconsciente de los suyos las ganas de saldar cuentas.
Las
autonomías resultaron una válvula de escape hasta cierto punto
inesperada. Al menos distraía, en principio, de la melancolía. Por
supuesto no por lo que significaban de solución al problema que
planteaban las reclamaciones insaciables de los nacionalistas, ni
como solución administrativa más o menos eficaz, sino como fuentes
de adhesión emocional alternativa a la sospechosa idea de España.
Por extensión la clase política constitucionalista aprendió a
fidelizar a la población a través de la lealtad prioritaria a
propia autonomía evitando complicarse la vida con la defensa expresa
de la, repito, incómoda idea de España.
Una
deriva no menos influyente fue la que encabezó el PSUC, cuando
interpretó la doctrina eurocomunista de acceso democrático al
gobierno de la mano de la derecha democrática, el “Compromiso
Histórico”, como medio para la creación de una hegemonía social
y cultural de izquierdas en los términos de una estrategia para
alcanzar un régimen de izquierdas en Cataluña. Lo relevante es que
esto implicaba la apuesta por su plena catalanización en términos
políticos e ideológicos. Pero en el sentido estricto de la palabra
y no como mero reclamo retórica: Se instauraba la doctrina de que la
única lealtad debida de los trabajadores catalanes es la nación
catalana, mientras que la solidaridad y “fraternidad” con los
demás “pueblos de España” es cosa de generosidad o
conveniencia. El PSUC quedó marginado, pues corrió demasiado, pero
señaló el camino al futuro PSC.
De
estos retales se ha ido cosiendo el traje de la ideología
pronacionalista de la izquierda en general, en un proceso que, por
contradictorio y esquizofrénico en su raíz, es incurable y no puede
tener fin. En especial la interpretación, que en esta domina, de
que la pluralidad de España significa que España no es más que un
conglomerado ocasional de pueblos cada uno hijo de su padre y su
madre, una forma de unidad más o menos oportuna pero en el fondo
extraña cuando no estrafalaria.
Ahora
el procés resucita el viejo sueño de “a la revolución por la
autodeterminación”. Mientras unos revolucionarios irredentos
aspiran a la libertad de “su pueblo” los podemitas aspiran a la
“libertad de los pueblos” mediante la conquista conjunta del
Estado “centralista”. Se supone que P.I. es perfectamente
consciente de que no puede quemar sus naves fiando la revolución al
éxito de la independencia catalana. Su estrategia de aprovechar este
empuje para legalizar de alguna forma el derecho de autodeterminación
para “todos los pueblos de España”, carecería de sentido si se
demuestra su complicidad con la sedición. Por eso ha de esperar
hasta donde llega la rebelión sin parecer que la reprueba o que la
acompaña, pero dejando clara la simpatía. Porque Sanchez va a
dejarse querer en lo fundamental, mareado como está entre la nación
y las naciones. Que para ser querido se ha mareado tanto.
Son episodios tácticos de la avanzada metamorfosis de la tradición
marxista de toda la vida en multinacionalismo revolucionario y
“fraterno” de nuevo tipo. Y ninguna experiencia como la del
Procés para acelerar la deriva natural que sufre el revolucionarismo
marxista. Su influjo convulsiona el ADN ideológico del nuevo
marxismo, como ocurrió con los progres basatunizados. “¡Naciones
del mundo desuníos!” Pero, dicho en su honor, conservando el
espíritu esencial: se trata de hacer la revolución como sea y donde
sea y en nombre de lo que sea. Para tal fin ha de servir y estar bien
afinada la intuición infalible del buen revolucionario y del “hombre
nuevo” de toda la vida, ante los vientos cambiantes de la historia.