LA DICTADURA MORAL
La politología seria, por supuesto no
me refiero a la lo que se imparte en las universidades podemitas,
debe tener muchas dificultades para comprender la existencia de u
fenómeno como el silencio clamoroso de al menos la mitad de la
sociedad catalana y la dictadura mental que lo provoca y lo acompaña.
Una notoria tertuliana respondía, a quienes señalaban el silencio
de la mitad al menos de la población no independentista y el miedo
que los atenaza, que eso no tenía razón de ser alguna, pues nada
les impide hacer uso de su libertad. No negaba que eso ocurriera,
sino que daba a entender que, de serlo, es pura responsabilidad de
quienes no ejercen su derecho. Y esto es verdad en parte, incluso
si hacemos abstracción de sucesos tan corrientes y para nada
anecdóticos como el amedrentamiento y escarnio que sufre quien se
atreve a solicitar algo de enseñanza en español para sus hijos,
rotular en español o hablar según donde, de que las resoluciones
del constitucional y el supremo se incumplen por sistema sino son
favorables a la administración catalana, el desprecio y la mancilla
de los símbolos y referencias españolas...etc. Pero debiera
sorprender que una parte prácticamente mayoritaria de la población
se acostumbre a dar por bueno un estado de cosas que les perjudica
gravemente. Es esencialmente un fenómeno colectivo y no meramente de
la suma de responsabilidades personales, aunque esto cuenta y mucho a
partir de un punto. Algo tan elemental no se tiene en cuenta y se
tratan de explicar las cosas como si fuera un asunto de psicología
individual y de en democracia cada uno puede hacer lo que quiera.
Veamos el hecho colectivo. Es obvio que
la presión abrumadora de los medios nacionalistas, la sectaria e
impositiva política institucional, el control de los nudos que
conforman los poderes fácticos, produce un impacto demoledor, pero
considero que es más correcto tratar estos hechos como parte del
problema y no como el origen del mismo.
Es preciso dejar claro de inicio que
una cosa es que en una sociedad democrática predomine o incluso
domine una determinada opción, incluso de forma duradera como la
historia demuestre, y otra distinta que se convierta que una doctrina
o ideología que no sea el respeto a la democracia, la ley y el
Estado de derecho alcance la categoría de dogma y se imponga como
criterio de ortodoxia, prácticamente obligatoria, convirtiendo en
traidor al hereje disidente. En las sociedades autoritarias esto es
consustancial y es un instrumento del régimen impuesto. Pero en las
sociedades democráticas, la ortocracia, perdón por la
palabra pero ayuda a entender lo que es esta dictadura moral que
tiene su centro en la opinión pública, es el estado en el que la
lógica de la calle, de la opinión ortodoxa ejerce su imperio de
forma previa e implacable, sin admitir contestación. Normalmente
todos los procesos que han conducido a dictaduras, han tenido en su
origen, y luego han madurado, esta dogmatización de la opinión
publica, para que, al triunfar el régimen totalitario, las masas
pasen a ser carne de adhesión permanente y explícito a disposición
y conveniencia de la dictadura. En Cataluña puede existir ese
proceso que derivaría en dictadura material e institucional, pero se
sustentaría en una situación duradera, prácticamente treinta años,
de dictadura moral perfectamente implantada que es ya parte de la
idiosincrasia de la vida social y que se ha hecho uña y carne con el
imperio nacionalista.
La ortocracia es fundamentalmente un
estado de ánimo ambiental plenamente cosificado. La experiencia del
País vasco era elocuente, aunque en este caso aparecían grietas,
que no viene al caso detallar. El que se identifica con la verdad
ortodoxa cuenta con que, de defender sus ideas en cualquier sitio por
muy desconocidos que sean los que lo rodean, se encontrará con la
simpatía, o como mucho un silencio huidizo, pero nunca con respuesta
opuesta alguna. Mientras que el no comulgante cuenta que, de defender
lo que piensa, hay muchas posibilidades de recibir desprecio e
incluso algún tipo de perjuicio y daño. Y que si además hubiera
alguien que estuviera de acuerdo se callaría o se evaporaría.
Naturalmente lo primero espolea al comulgante a creer más en su
verdad y no sólo a defenderla con más ahinco, mientras el segundo
se ve presa de un extraño desasosiego. Aún estando convencido de su
verdad, empieza a tener la sensación de que no sabe por qué es
verdad. Cree, pero sin narración que lo acoja y esto en política es
terrible porque el hogar del ciudadano, en cuanto que agente
político, es la narración que hace suya. Por desgracia, muy pocos
son capaces de hacerse su propia narración con mínima coherencia,
es más en el fondo es imposible. Las narraciones, o si se quiere
incluso las ideologías, son productos simples resultantes de
procesos extremadamente complejos de años y años, forman parte de
la tradición y cabe poco lugar a la improvisación en este caso.
Como he indicado lo que precipita esta
situación no son las consecuencias que la acrecientan y fijan, como
el dominio de los medios, las instituciones y los nudos del poder
fáctico. Creo que hay algunas condiciones elementales que están en
el origen, conforme la experiencia que demuestran el caso catalán,
el vasco o incluso indicios en el conjunto de España, por no ir más
lejos.
En primer lugar la ausencia de un
consenso general entre las posibles opciones fundamentales, y lo que
es más importante un consenso reconocido como tal. Porque de facto
puede existir un consenso en torno a los valores y el sistema
democrático pero una parte de la sociedad no reconoce que otra parte
de la sociedad asuma esos valores, por lo que se considera la única
legitimada para hablar en su nombre.
En segundo lugar la existencia de una
parte de la sociedad propensa al activismo y a la pasividad en otra,
como parte consustancial de la narración que los mueve. Normalmente
la parte pasiva vive la política privadamente, suele identificarse
con el status quo, las reglas del juego, y cuenta que este se respeta
automáticamente en lo fundamental o que incluso los activistas
están dispuestos siempre a respetar las reglas del juego. Por contra
lo que mueve a otra parte de la sociedad al activismo suele ser la
creencia de que su causa o no cabe en las reglas del juego o que
tiene un valor que excede el respeto a las reglas del juego.
En tercer lugar, y es lo decisivo, el
descabezamiento ideológico de una de las partes, la parte
alternativa ala dominante, cuestión especialmente grave cuanto mayor
es la vinculación entre los seguidores y las élites dirigentes de
esta parte descabezada. La argamasa de esta vinculación es un
discurso compartido y la seguridad de que la acción práctica y sus
propuestas se ha de mover en los márgenes que este discurso
comprende. Por supuesto el fruto del descabezamiento es la orfandad
moral e ideológica de los seguidores.
El descabezamiento puede consistir en
la simple decapitación, tal como en los regímenes totalitarios o
los procesos que llevan al mismo, o al cambio de chaqueta ideológico
de las élites, que asumen las claves del discurso que en parte o
totalmente debieran combatir en coherencia con el discurso que los
une a sus seguidores.
En lo fundamental esto es lo que
explica el proceso previo al Procés y que lo ha hecho
posible, no siendo este más que la peor consecuencia de un estado de
cosas ya aparentemente irreversible. Cómo ha sido esto posible, es
asunto de mucha enjundia y merece una reflexión aparte. En este
punto sólo quisiera llamar la atención sobre la inmensa
responsabilidad, (en algunos casos como el de Cataluña, esta
responsabilidad llega a ser decisiva), de la élites dirigentes en la
respuesta y la actitud política de sus seguidores, máxime cuando el
discurso que los une a estos y sostiene a estos en política es muy
rígido y admite pocas adaptaciones o pasos a discursos alternativos.
Así la masa socialista que se ha visto confundida prefiere quedarse
en casa que alimentar opciones prácticas más útiles pero
contradictorias con sus valores mas queridos. Lo que une la élite
con los seguidores es la médula del discurso, los valores
compartidos y exaltados en ese discurso. Estas narrativas no tienen
por qué dar relevancia a los valores que sostienen el orden
democrático y las reglas del juego en general, normalmente dan
relevancia a los valores tras los que una parte de la sociedad
pretende singularizarse frente al resto. Por ejemplo, para las masas
socialistas o de izquierda, la solidaridad y la justicia social son
valores expresos. Para las masas socialistas catalanas esto
significaba además la solidaridad con toda España. Pero tal valor
pasó de ser algo expreso a algo impreso o sobreentendido, para luego
ir convirtiéndose en algo vergonzoso o sospechoso que debía
desaparecer de su expresión pública. Tal deriva es el hilo de
Ariadna que guía el descabezamiento ideológico de las masas
socialistas y de izquierda.
En el lado opuesto las élites
nacionalistas “moderadas” no han tenido especiales problemas para
llevar del ronzal por el abismo del Procés a sus seguidores, contra
las optimistas previsiones de quienes pensaban que gente tan
pragmática como los burgueses catalanes no iban a permitir que se
les pusiera en riesgo. Sin entrar en el detalle de la influencia del
juego político, parece claro que tal docilidad se sigue del hecho de
que con este salto las élites han reforzado el peso de los valores
primigenios que dan sentido a la narración que los une a sus
seguidores. Este reforzamiento, esta capacidad de convencer a los
suyos de que estos valores están en peligro, ha puesto a los
seguidores en la tesitura de que la unidad está por encima de todo,
incluso de los peligros y de la vergüenza de tener que tragar sapos
como la corrupción. Insisto en que tal capacidad de convencimiento
es consecuencia fundamentalmente del juego político y sólo
secundariamente y como refuerzo de la ventaja en los medios y del
dominio de los resortes del poder.
Se ve en general que los lazos entre
las élites y los seguidores se refuerzan si existe la expectativa
del poder, logro que los seguidores suelen interpretar como prueba de
la verdad de sus sentimientos y creencias. Pero también el disfrute
del poder suele disculpar los actos que contradicen el orden de
valores primigenio que los seguidores tienen por suyos, hasta que
estos dan por bueno todo lo que emane del poder si es de los suyos y
no está en abierta contradicción con el discurso de sus élites. En
el caso de los socialistas catalanes, muchas de sus gentes vivieron
el fenómeno de la Generalitat de izquierdas como un acto de
reafirmación de sus creencias, aun cuando estas habrían sufrido la
metamorfosis al nacionalismo. Tendían a concebir esta reconversión
como un catalanismo solidario en continuidad con sus valores
primigenios. El desafío secesionista los ha puesto ante la realidad,
aunque sus élites, catalanas y españolas, sigan porfiando por
mantenerlos en la confusión. De pronto se enfrentan al hecho de que,
si antes del Procés podían hablar, era porque hablaban de prestado
y que, aunque no se comulgase con los sentimientos de los
prestamistas nacionalistas, la confraternidad contra la derecha y el
“centralismo” les daba derecho a ser ciudadanos de primera en
Cataluña.
Si existe una asimetría de verdad es
la que se da entre la lógica que rige el conglomerado
élites/seguidores de los nacionalistas y el de las élites
socialistas y de izquierda y sus gentes, ya españoles con vergüenza
o avant la lettre. Entre la soberbia de los ganadores y la humildad
de los huérfanos. Algunos no han resistido la vergüenza y han sido
presas del síndrome de Estocolmo, otros sueñan que todo es sueño y
algún día se despertarán. En esas estamos.