“Ni liberales ni conservadores” Esta amenaza de excomunión fue
uno de los pocos arranques de sinceridad de Mariano Rajoy para el
recuerdo. No explicó su alternativa a este “ni-ni” porque en
realidad no hacía falta, cuando consiste esta alternativa en que no hay que tener alternativa. Pero los réprobos no gozan de una posición
simétrica. En la práctica de la mayoría de la Europa a la que
pertenecemos conservadurismo y liberalismo se solapan y hacen unos
las veces del otro según el caso. Una de las peculiaridades de
España es la postración y el vilipendio social del liberalismo, por
supuesto por la izquierda y a su manera en la derecha. En general
esta tiende a ser conservadora in pectore, cualquiera que esto
signifique, si con ello entendemos la defensa del orden constituido y
la estabilidad social.
Ahora eso significa
la unidad de España, la Constitución, la ley y el orden. Por eso
la fustigación marianista tuvo por objeto realmente al liberalismo
empaquetado con el subterfugio del conservadurismo. De paso como la
imagen del conservadurismo tiene connotaciones de la vieja España y
del franquismo podía permitirse el lujo de hacer un guiño a la
modernez desde una exquisita neutralidad ideológica.
Tamaño cambalache
mental toma prestada la proverbial desavenencia entre el liberalismo
y la sociedad española, desavenencia para nada actual sino de hondo
calado histórico. Casi está en nuestras entrañas político
culturales. Es especialmente paradójico al venir la nueva España
bautizada por la mítica Constitución de Cadiz bajo los auspicios
liberales.
¿Qué fue de
aquello? Una historia procelosa, una nación rebotada contra sí
misma. ¿Por culpa del liberalismo incipiente? Sin necesidad de
escarbar en la historia basta señalar que la victoria sobre el
absolutismo carlista se hizo a costa de una desnaturalización del
liberalismo y la consiguiente desembocadura en dos versiones
viciosas. El liberalismo popular derivó en federalismo y anarquismo,
mientras que el liberalismo gobernante y oligárquico se apalancó en
la maquinaria del Estado. Quedó al liberalismo residual pero
intelectualmente prominente el papel de principal protagonista de la
tragedia de la tercera España.
El hecho es que el
liberalismo debió su atractivo popular a una condición meramente
negativa y reactiva, el rechazo de la España asociada con el Antiguo
Régimen, y empezó a perderlo cuando el socialismo y el anarquismo
se apoderaron de esa bandera vindicta. Fue un periodo en el que el
liberalismo sólo sobrevivió en su condición de contrapunto y a su
manera de coartada democrática de la pasión totalitaria del
revolucionarismo proletario.
La parte compleja de
la historia es el recelo de la España convencionalmente
conservadora, la base social de la Restauración, hacia el
liberalismo. Y cabe preguntarse ¿existía suficiente base social?
¿existía la imprescindible cultura cívico política? El incipiente
experimento de la CEDA no pudo ser más que una improvisada sacudida
de debilidades.
Tras la II GM,
mientras el liberalismo, cualquiera que fuera su expresión política,
iba embridando a la socialdemocracia, y viceversa si se quiere,
Franco lo culpabilizaba de cómplice de la revolución y enemigo de
España. Careta de la conspiración judeomasónica.En la Europa
democrática liberal fue la principal alternativa social a la
socialdemocracia y a las tentaciones revolucionarias, aportando la
reinstauración del Estado de Derecho. En España el franquismo
apuntalaba su repudio social al asociarlo con los desmanes de la
experiencia republicana.
Pero hay que hacer notar que mientras en el
sistema nazi-fascista el aplastamiento del liberalismo era uno de los
motivos estrella de la movilización totalitaria de las masas, en la
Dictadura de Franco la denuncia del liberalismo consagraba la desmovilización política y el apoliticismo colectivo,
verdadera alma de la España franquista. “Hagan como yo, no se
ocupen de política”.
Coincide así con el
tiempo en nuestra democracia la izquierda y la derecha social en el
desprecio que le ofrece el liberalismo, aunque con diferentes
significados y motivos. Porque para la izquierda es camuflaje
franquista, “argumento” al que le viene a cuenta el báculo de la
condena universal del “neoliberalismo” imperialista yanqui. Esta
equiparación entre liberalismo y “neoliberalismo”, cajón de
sastre de los males imaginarios o reales del capitalismo, se tradujo
en el desprendimiento de la raíz liberal de la democracia y del
Estado de derecho, en binomio inseparable.
La guerra fría y
su secuela en los años 60 han dejado esta impronta de condena y
confusión. Su reflejo en la políticamente inculta derecha social ha
sido contundente, tanto como para ver en el liberalismo lo repelente
de la politiquería vigente.
La hostilidad desde
la ultrapolitización izquierdista y la reticencia desde el
apoliticismo de la derecha. Una cultura secular muy retorcida mueve a
esta pareja de sentimientos tan opuestos ante la política, un lastre
de todo tipo de prejuicios contra la actividad privada y el beneficio
económico en nombre de la solidaridad con los menesterosos. En la
transición se tradujo en que, según la izquierda, hay que consentir el capitalismo porque
“no hay más remedio”. Cosa que la derecha interpretó en los términos de "dejemos el capitalismo en paz y la libertad igual para todos".
La retracción de la
derecha o de la no izquierda a hacer “ guerra cultural”,
eufemismo de moda de la propaganda política de siempre,<por aquí
tan pulcros se dice también a explicar las propias ideas hacer
“pedagogía”> ha sido en parte una concesión a la izquierda
de quien esperaba recíproca confianza mutua en la lealtad y
convicción democrática. Pero no menos decisiva fue la ausencia de
cultura liberal en la derecha española, empezando por sus élites.
Es decir convicciones sobre lo que se tiene que decir aunque duela.
El acomodamiento en el franquismo desligó a estas élites
de la renovación de la cultura liberal que tuvo lugar en la vieja
Europa.
A duras penas pudo
levantar cabeza Aznar, pero fue suficiente para que peligrara la
pretensión de la izquierda de monopolizar la sinceridad democrática.
Los reveses de Aznar sirvieron a Don Mariano para recapitular. Su
conclusión coincidía con lo que le pedía el cuerpo: no estaba el
horno para bollos ni para sanar la precariedad ideológica. Su
confianza en que lo mejor es no molestar no hace sino reproducir el
vicio original de las élites apalancadas. La idea de que el mejor
remedio contra la hiperpolitización de la izquierda es la
despolitización de la sociedad, “vaya yo caliente y ríase la
gente”, pretende ser el aval de una alternativa de tecnocracia
especializada en las cosas de comer.
Tal vez tengan
razón. Puede que la derecha social esté hecha de tal manera que
como mejor funciona es parada y que moverse le produce vértigo. Son
demasiados años y siglos a la espalda. Es como una masa que por
mucho que se le golpee absorbe todos los golpes. Pero esto vale para
un mundo estable y bien reconfortado. La experiencia en España es
inquietante. En el País Vasco y Cataluña la derecha esta casi
extinta.
Ahora cuando ya
estamos metidos en la tormenta perfecta de una crisis liberticida es
cuando más se hecha en falta la ausencia de una cultura genuinamente
liberal, esa que desde su origen fundamenta el binomio de democracia
y Estado de derecho. Y se nota especialmente en la torpeza y la
ausencia de reflejos de las élites denostadas de liberales, a su
pesar, y de “fachas” en consecuencia.