El
efecto devastador de los medios sobre la opinión pública pone
inevitablemente a la la clase política del “sistema” a la
defensiva y es de temer que esto se convierta en una situación
normal. Se ha encanallado la atmósfera pública hasta el punto que
cualquier razonamiento mínimamente realista irradia sobre quien lo
hace la sospecha de ser un esbirro de “los poderosos”y “los
ricos”. Todo lo que no sea manifestar indignación contra un orden
social y político que estaría podrido hasta las cachas y en el que
la miseria y la injusticia sería la regla al por mayor es merecedor
del reproche de insensibilidad social y de complicidad abyecta.
Pero
no es que el discurso haya calado entre las víctimas o los más
desfavorecidos, lo que sería normal, sino entre sectores favorecidos
que ven complacida su vida pero que odian el mundo y la sociedad de
la que esta vida depende y que la hace posible, con todas las
dificultades y contradicciones que se quiera. No voy a tratar esta
suculenta paradoja, este estado de mala conciencia, que parece signo
de las sociedades opulentas en la globalización y por lo que parece
tiene a España en la vanguardia.
La
presencia constante de los podemitas e “indignados” en los medios
es sólo la espuma de un caldo de cultivo más profundo, la figura
del paisaje. Porque su influencia quedaría muy reducida sino fuera
el colofón de una práctica sistemática permanente por parte de la
línea de los programadores, de denuncias de injusticias,
corrupciones, desahucios, recortes, de eso y sólo de eso, que
generan la imagen de una realidad atroz, de un país esencialmente
indecente, pleno de gentuza a la caza del prójimo y de la gente.
Naturalmente tal estado de encanallamiento impide separar el grano de
la paja y esclarecer las responsabilidades y la gravedad de los
problemas, así como todos los factores y condicionantes que tienen
que ver con las soluciones factibles y las mejoras necesarias. Sólo
quien más denuncia a lo bestia tiene razón y es depositario de
crédito. Y por supuesto sólo este tiene la llave de las soluciones.
Claro
que esto no significa que la mayoría de la gente piense así,
seguramente por los resultados electorales y por mínima que sea la
coherencia social la mayoría cree que hay mucho que arreglar y no
digamos que mejorar, incluso mucho que castigar y escarmentar en
quienes han tenido las responsabilidades y el poder, pero no cree que
estemos en el infierno o en Somalia, o que seamos simplemente una
sociedad de m***da, con perdón.
El
problema es la instalación de un discurso infernal que marca las
reglas de lo correcto, lo conveniente y lo aceptable. Así sucedió
en el País Vasco con el terrorismo y en Cataluña con la pertinaz
actividad independentista. Claro está que la abulia de quienes debieran contestarlo y enfrentarlo ha convertido lo que en términos normales se quedaría en mascota en verdadero monstruo. Pero dejémoslo estar.
Por
suerte o por desgracia el centro y los margenes sobre los que se
mueve la opinión pública y se crean los estados de opinión no es
el resultado de la simple suma de las opiniones de todos y cada uno.
No voy a caer en el ridículo de decir cuales son esos cauces y
mecanismos, que desconozco y creo que nunca voy a conocer, pero
parece obvio que en unas sociedades atomizadas, de experiencias
inagotables pero fragmentadas y descontextualizadas, la gente sigue
las opiniones que cree que sintonizan con su vida pero también las
que conectan sin saberlo con los miedos y frustraciones colectivas.
Buen campo de trabajo para los demagogos, que suelen ser los mejores
sociólogos sin necesidad de teoría.
Más
obvio es todavía que la conjunción de las élites activas,
dispuestas a pescar en el río revuelto de las susodicahas
frustraciones, temores y complejos, con la voracidad de los medios
por acaparar audiencia determina en gran medida aquello sobre lo que
la gente tiene que pensar. En esto lo importante no son las ideas a
las que se induce, que sólo influyen en una parte, sino los temas y
asuntos que deben preocupar, que afecta a todos. Es notorio que por
ejemplo en el mandato de Suarez dos semanas de agitación televisiva,
cuando dirigía TVE el señor Castedo, sobre el paro que sufrían las
poblaciones más desamparadas, removió de tal manera la opinión
pública que llevó a la picota al gobierno de UCD. , multiplicando
su descomposición. Naturalmente cuando subió al gobierno Felipe
Gonzalez no se volvió a ver nada del tema.
Ante
estas prácticas, si bien la inmensa mayoría no es propensa a
dejarse llevar por el catastrofismo de golpe y porrazo, es decir de
golpe y pantallazo, está expuesta a quedar en estado de suspensión
mental, tanto más cuanto sus líderes naturales no son capaces de
enhebrar un discurso alternativo que dilucide las súbitas
perplejidades que a todos atormentan.
La
excitación por los medios de una forma sistemática y hasta sus
últimas consecuencias, es decir hasta donde haga falta, de las más
bajas pasiones, agravios y sentimientos de culpa y de venganza
colectivos que yacen en lo más profundo de la vida social no tiene
vuelta atrás y parece ser un fenómeno que se extiende globalmente.
La facilidad con la que la sociedad española ha sido presa de este
delirio expresa, más allá de la crisis, la profunda endeblez moral
en la que transitamos, como si bajo un terreno aparentemente sólido
y bien cimentado se abriese de repente un foso de aguas pantanosas.
Nuestras élites no han querido creer que el cainismo estuviese al
acecho en lo más profundo del alma colectiva. Los socialistas por
beneficiarse de sus consecuencias, las derechas para no alarmar como
el avestruz. Lo mismo que ante el separatismo. Incluso ahora el
fandango entre Rajoy e Iglesias, como si frivolizar con los
patrocinadores del encanallamiento expresara sentido del humor,
indica que para gran parte de la derecha el orden social y el Estado
de derecho marcha tan intocable y seguro como el sistema planetario.
Además
de la quiebra del mapa político tradicional y de la creación de una
atmósfera ideológica canallesca, la demagogia mediática está
afectando a las condiciones de la acción política en un punto
neurálgico. La opinión televisada como expresión de la miseria
televisada, -habría que distinguir entre la miseria social y la
miseria televisada-, ha abrumado a la opinión pública sobre las
élites políticas tradicionales. Estas no sólo se han quedado sin
discurso ni proyecto más allá de la palabrería, sino que quedan
expuestas en carne viva a las demandas más demagógicas ante las que
no tienen respuesta alguna.
Los
partidos políticos tradicionales, convertidos en búnkeres
endogámicos que han vivido de las rentas de la infantilización
política de la sociedad, se encuentran con que no funcionan las
válvulas de escape y las compuertas que permiten mantener su
capacidad de maniobra y enderezar el rumbo ante las agitaciones más
extremas de la opinión pública.
Como
no podía ser de otra manera el PSOE demuestra ser el eslabón débil
del “sistema”, el más propenso a sufrir las consecuencias de
este embate. Sin élites que asuman la realidad del país en el que
viven, los militantes, ya huérfanos declarados, se han cansado de
hacer de monaguillos pegacarteles y creen que el destino les
pertenece mientras se dan el gusto de tener a los dirigentes a sus
pies. Toman por ideología y principios lo que no es más que el eco
de la putrefacción mediática, de la que son maestros y catedráticos
los podemitas, quienes al paso que vamos serán pronto “sus
mayores”.
¿Hasta
cuando el público televisual se cansará de complacerse en la
miseria televisada? Hasta ahora la exclusiva de la basura era cosa
del “corazón”, ya lo comparte “la telepolítica” o lo que
sea. De marchar al compás esto puede ser endémico. Pero veamos lo bueno. Como que pueda motivarse una mayor sinceridad entre las élites y el público,
así como la continencia de los que hacen de la política un negocio
particular. Habrá que esperar pues a que la demagogia escampe, lo que es
mucho esperar, para que esto sea posible. Igual entonces resulta que
la “telepolítica” tiene efectos positivos sobre la calidad de la
política. ¿Tendría sentido entonces la “telepolítica” para
sus programadores?