Vivimos en vilo por si el sectarismo cainita del PSOE es irreversible
o cabe un saneamiento. La entrevista de A. Guerra es significativa no
sólo por lo que omite, la responsabilidad de la élite que refundó
el PSOE y lideró a la sociedad española en la presente degradación
ideológica y moral de su partido y de la izquierda en general, sino
por la sorpresa y alarma que le produce algo que aparentemente nace
de la nada. Hay que alabar esta preocupación, no sólo por lo que
tiene de advertencia de la deriva al sectarismo sino por sus
chispazos bien intencionados. Pero es una reflexión que arrastra
prejuicios inveterados que las mentes más lúcidas del socialismo no
se han atrevido a abordar. Así la cuestión clave, que es la idea de
la nación y de España en particular. Únicamente “comprende” el
distanciamiento (debiera decirse asco a mi parecer), de la progresía
por la idea de España, debido a la apropiación franquista de la
idea de nación. Pero las dictaduras y regímenes totalitarios
conocidos han manipulado indignamente el sentimiento nacional y no
por ello la izquierda ha renegado de la idea de nación y menos aún
ha vilipendiado a su nación, como si fuera una artilugio totalitario
y cavernícola. Por el contrario quien más quien menos ha
reivindicado para sí el verdadero patriotismo.
Aquí pasa algo
raro.
La izquierda
española arrastra desde la transición el descuelgue que sufrió,
contra su voluntad por supuesto, de la experiencia socialdemócrata
reformista occidental. No se ha reformado asumiendo la gestión
socialista del capitalismo en toda su amplitud y con todas sus
consecuencias. Lo ha asumido mejor o peor en lo económico y social,
pero con reservas en el orden político y sobre todo en el discurso
ideológico, en gran parte todavía una mitología decimonónica.
Pese a liderar meritoriamente el progreso social y la homologación
con el resto de Europa se han enturbiado las ideas y creencias
colectivas.
En los años
gloriosos del felipismo el PSOE fió la medula de su identidad a la
condición de ser el único partido verdaderamente democrático para
todo “el Estado”. El PSOE no resistió la tentación de asociar
su necesario liderazgo modernizador con la reclamación de la
exclusividad de la sinceridad democrática, extendiendo sobre
cualquiera que apareciese a su derecha la sospecha cuando no el
estigma de ser herederos del franquismo con diversos grados de
simpatía. La falacia se reforzó al incentivar el prejuicio
histórico típico de la izquierda española de que "los ricos" son un oprobio para la sociedad y la democracia.
Cuando la derecha se
hizo competitiva y se desfondó este discurso supremacista, el
posfelipismo se dejó llevar por las peores pulsiones de la izquierda hispana, esas que Felipe
Gonzalez soterró pero no erradicó: el cainismo y la
confraternización con el nacionalismo. Pulsiones que no hay que
confundir ni en su naturaleza ni origen pero que se alimentan
mutuamente.
Así es de notar que de la desgraciada e ilegítima guerra sucia de los GAL los dirigentes socialistas extrajeran la enseñanza de que no se podía confiar en la derecha, en lugar de reivindicar la necesidad de la unidad de las fuerzas nacionales para, por el camino de la ley, erradicar el terrorismo y garantizar la unidad nacional.
Así es de notar que de la desgraciada e ilegítima guerra sucia de los GAL los dirigentes socialistas extrajeran la enseñanza de que no se podía confiar en la derecha, en lugar de reivindicar la necesidad de la unidad de las fuerzas nacionales para, por el camino de la ley, erradicar el terrorismo y garantizar la unidad nacional.
La nueva generación zapateril está a punto de llevar hasta el límite las peores
pulsiones del socialismo de las que algunos se pueden honrar de
haberse querido desembarazar pero que mantuvieron larvadas por la
indefinición y el oportunismo. Bien podría decir A. Guerra que “al
PSOE no lo conoce ni la madre que lo parió”. Si gran parte de las
bases y del discurso socialista se ha podemizado, no se debe a una
pájara momentánea sino a disposiciones profundas y a la ausencia de
una cultura de responsabilidad en el seno de esta constelación
política.
El nexo entre el
cainismo y la confraternidad con el nacionalismo funciona sin duda
por motivos cortoplacistas. La preferencia por el nacionalismo obliga
a demonizar a la derecha, es decir a lo que no es izquierda, máxime
cuando el nacionalismo ya se ha desbocado. Pero el socialismo no se
ha atrevido a combatir el mito inaugural de la transición de que el
nacionalismo es una fuerza democrática, no sólo porque estaría
dispuesta a jugar en el marco constitucional, presumiblemente, sino
porque sería el antimodelo de la España de alpargata, pandereta y
sambenito. Modelo en suma de progresistas. Como tampoco ha aceptado
lealmente que la misma sinceridad democrática podía existir en las
fuerzas de izquierda y derecha, por no decir del conjunto de la
población, fueran cuales fueran sus inclinaciones y sensibilidades
políticas.
Por encima de estas
cuitas episódicas, pero no menos trascendentales, el socialismo
sufre el lastre histórico de lo mal que se ha llevado con la idea de
España, pese a titularse “español”. Se tendría que comprender
desde nuestra azarosa y contradictoria historia, pero es menos
comprensible que los líderes que podían ser más conscientes no
emprendieran “la revolución cultural” de que la izquierda
asumiera con normalidad la idea de nación y los símbolos
nacionales, en lugar de legitimar su autoridad en el supremacismo
moral, y el derecho moral proveniente de las autonomías, que no de
la nación en su conjunto. Porque el problema de fondo de las
autonomías no es tanto su viabilidad funcional sino la tendencia a
constituirlas en la verdadera fuente de legitimidad política,
mientras que la legitimidad proveniente del pasado republicano
aguardaría para su momento.
La tendencia natural
del socialpodemismo, con independencia de su configuración, es el
desbordamiento de la Constitución, pero el origen de esta marea
sigue siendo el antiguo PSOE. Su sectarismo está en el límite, en
el que o bien sobrevive arrastrando a la nación hacia la
fragmentación o bien desaparece como el resto de socialdemocracias
europeas. Sólo que mientras en Europa esa desaparición apenas
significa una reconfiguración del marco política, en España pone
en juego la supervivencia de la nación y su constitución. Por
desgracia parece como si el PSOE y la izquierda en general pusiera su
destino en manos de lo que ofrezca de sí la siembra de
insensibilidad nacional, de ausencia de patriotismo, que
conscientemente pero sobre todo con inconsciente oportunismo tanto se
ha alentado.