La
revolución mundial no consiste ahora en la liberación del
proletariado de sus cadenas, y ni siquiera de la liberación de las
colonias. Persigue evitar el fin del mundo y de paso liberar a la
humanidad de su mala conciencia. Aunque sea a costa de expandirla
hasta el último rincón. Veamos.
La
vergüenza y el horror por la tragedia del s. XX (las dos Guerras, el
Holocausto, el Gulag, la bomba atómica, la Guerra Fría...) es tan
poderosa como la necesidad colectiva de liberarse de esa pesadumbre.
Es el sino de nuestro tiempo. Pasada esa insufrible tribulación la
humanidad parecía exánime de fuste moral. Queda de ello en el
subsuelo la mezcla corrosiva de la perdida de fe en la humanidad, y
el temor ante la desaparición física de la humanidad. Es una mezcla
opaca en sus componentes y efectos. El edificio del bienestar y del
desarrollo tecnológico obra como un manto exorcista, habida cuenta
que los interrogantes no tienen respuesta, ni que sea posible
tenerlas.
El
temor de la Guerra Fría era algo palpable y tenía protagonistas
identificables. Era una guerra de sistemas, que podía desencadenar
la ruina inminente de la humanidad de un sólo golpe. Los temores
asociados a la crisis ecológica no tienen por destinatario más que
la marcha de la humanidad. Apuntan a una responsabilidad anónima que
encarna "Occidente", "El Sistema".
En
el fondo de estos temores subyace la impronta de la catástrofe moral
de la deshumanización programada a escala masiva. Lo que queda del
Holocausto, el Gulag y los horrores de las destrucciones masivas, es
la superficialidad de lo humano. La Guerra Fría aportó el temor a la
inmediata destrucción del planeta. La caída del Muro y del sistema
soviético pareció inocentemente balsámica, pero la incertidumbre
minaba el subsuelo moral.
La
crisis ecológica abrió la nueva página del miedo cosmopolita. Los
temores anteriores parecían desaparecidos, pero el miedo al colapso
planetario los renovaba dándoles un nuevo sentido. La angustia por
la catástrofe atómica estuvo asociada a la caída en la inhumanidad
general; la angustia por la crisis ecológica está asociada al
sentimiento de caída en la despersonalización, la zozobra de no ser uno mismo
más que un número o una cifra y de estar desasistido.
La
evidencia de que la promesa paradisíaca comunista de llevar a cabo tal alarde
productivo, que cada cual tendría satisfechas todas sus necesidades
para siempre sólo ha llegado a erigir el Gulag. Pero hasta de esta vergüenza se ha recuperado el
afán revolucionario de los sacerdotes de las Ideas supremas. Únicamente
cambia que éste afán se ha desparramado en múltiples micromundos rebosantes de agravio. La implicación de la prosperidad
capitalista en la crisis ecológica ha resucitado la denuncia
romántica contra la producción masiva y su fruto supuesto: la
despersonalización del ser humano. El término "sistema"
ya no tiene otras connotaciones, sin que aborrezca la inclusión honorífica de la democracia liberal y el Estado de Derecho en el "sistema".
La
conciencia actual está presa del miedo por la crisis ecológica y
por el síndrome de la despersonalización ante el sofocante
uniformismo de la sociedad de masas. Reemplazan en la mente colectiva
la horripilante visión de la tragedia del totalitarismo, pero su
nexo con los temores más opacos es indiscutible. Paradójicamente
estos a la vez se elevan sobre una prosperidad masiva, tan deseada como denostada, y un disfrute
de la libertad aparentemente irrenunciable.
En
la práctica la afortunada simbiosis del Estado del bienestar y del
Estado de Derecho cercenó la vuelta a los totalitarismos. Pero eso
no protege ya del temor apocalíptico sobre el fin de la humanidad.La resaca era muy profunda. A
diferencia del temor de la Guerra Fría, la crisis ecológica irradia
un temor final indefinido, con el que han de vivir generaciones y
generaciones. Es un temor atmosférico pero siempre presente y
renovado a través de todo tipo de verdades, medias verdades y
sugestiones. Incluso supersticiones. La época del síndrome del fin
del mundo está llamada a perpetuarse indefinidamente.
El
síndrome apocalíptico moviliza en gran parte la depresión moral de
Occidente y la justifica. Occidente vive en un clima atmosférico de
MALA CONCIENCIA emparejado a la atmósfera apocalíptica. Sobrecogido y comprometido externamente a
sus elevados ideales humanísticos, Occidente se culpa de que estos
no triunfen y se cumplan en el mundo. Los
Adanes de la sobrevenida moral universal responsabilizan a Occidente
de que esos grandes ideales no eran más que la máscara del egoísmo
explotador y conquistador. Como buen tiempo milenario, quienes creen
en un mundo sin egoísmos piden ajustar cuentas y buscan culpables.
Pero, más allá de quienes se creen legitimados, dueños de su
limpia conciencia, el ambiente social respira de mala conciencia a la
vista de cualquier noticia sobre la marcha del mundo.
Que
los hombres sólo confiemos, a duras penas, en uno mismo viene de prestado de la ausencia de fe en la
humanidad. Este humus de la despersonalización y de anulación
entre la masa, virtual o real, acaba siendo indistinguible del humus
en que germina el síndrome apocalíptico. Curiosamente en una
sociedad educada para las seguridades, el nihilismo residual de la
mala conciencia suministra las únicas presuntas certezas. Las que avalan la
presión atmosférica global de la ruina apocalíptica.
La
mala conciencia no sólo sufre las contradicciones y las
incertidumbres morales que la aplastan. Quienes señalan la culpa
planetaria se sienten exculpados y , por ello, con derecho a juzgar y a
distinguir la verdadera de la falsa humanidad. Dictan que la
libertad sin conciencia de la ruina del mundo, es una
libertad incorrecta e injusta, así como por supuesto cómplice de la ruina universal.
Para
las élites Supramorales, su supuesta y exclusiva sensibilidad ante
la ruina del mundo les otorga el monopolio de la sensibilidad por la
humanidad. Tal privilegio requiere convalidarse mediante una
identidad solidaria y sensible. Como la consigna del "Gran salto adelante" de Mao, la primera
revolución cultural, "que florezcan cien flores" es el caso
hora "que florezcan infinitas identidades". Los nuevos
nichos identitarios ya son los tribunales morales que tramitan la
irremediable llegada de la justicia universal.
Desde
el punto de vista neorrevolucionario la marcha implacable hacia la
alienación mundial y la ruina del planeta, mientras tenga vigor el Sistema, tiene su talón de Aquiles en la mala conciencia que agobia al mismo Sistema. Por su parte quienes sufren la omnímoda mala conciencia, sin
exculparse, están condenados a una vivencia esquizofrénica.
La larga marcha hacia la fatalidad y la alienación universal ya no son una idea
literaria, sino el fantasma nuestro de cada día servido en la mesa mediática, cuando se tratan los "asuntos serios". Quien no hace
justicia indignado, ora, resignado, por sí mismo y la humanidad: "He
ganado mi prosperidad personal por mis méritos, la tengo a pesar de
la maldad de la sociedad y de que el sistema me priva de derechos;
hago todo lo posible para que el mundo se arregle, pero apenas cuento
para nada; siempre mi dificultad es señal de la corrupción social,
sólo mi correcto vivir alumbra una chispa de esperanza".