jueves, 3 de octubre de 2024

UNA ORACIÓN DE LA MALA CONCIENCIA "ANTE EL FIN DEL MUNDO"

 

La revolución mundial no consiste ahora en la liberación del proletariado de sus cadenas, y ni siquiera de la liberación de las colonias. Persigue evitar el fin del mundo y de paso liberar a la humanidad de su mala conciencia. Aunque sea a costa de expandirla hasta el último rincón. Veamos.

La vergüenza y el horror por la tragedia del s. XX (las dos Guerras, el Holocausto, el Gulag, la bomba atómica, la Guerra Fría...) es tan poderosa como la necesidad colectiva de liberarse de esa pesadumbre. Es el sino de nuestro tiempo. Pasada esa insufrible tribulación la humanidad parecía exánime de fuste moral. Queda de ello en el subsuelo la mezcla corrosiva de la perdida de fe en la humanidad, y el temor ante la desaparición física de la humanidad. Es una mezcla opaca en sus componentes y efectos. El edificio del bienestar y del desarrollo tecnológico obra como un manto exorcista, habida cuenta que los interrogantes no tienen respuesta, ni que sea posible tenerlas.

El temor de la Guerra Fría era algo palpable y tenía protagonistas identificables. Era una guerra de sistemas, que podía desencadenar la ruina inminente de la humanidad de un sólo golpe. Los temores asociados a la crisis ecológica no tienen por destinatario más que la marcha de la humanidad. Apuntan a una responsabilidad anónima que encarna "Occidente", "El Sistema".

En el fondo de estos temores subyace la impronta de la catástrofe moral de la deshumanización programada a escala masiva. Lo que queda del Holocausto, el Gulag y los horrores de las destrucciones masivas, es la superficialidad de lo humano. La Guerra Fría aportó el temor a la inmediata destrucción del planeta. La caída del Muro y del sistema soviético pareció inocentemente balsámica, pero la incertidumbre minaba el subsuelo moral.

La crisis ecológica abrió la nueva página del miedo cosmopolita. Los temores anteriores parecían desaparecidos, pero el miedo al colapso planetario los renovaba dándoles un nuevo sentido. La angustia por la catástrofe atómica estuvo asociada a la caída en la inhumanidad general; la angustia por la crisis ecológica está asociada al sentimiento de caída en la despersonalización, la zozobra de no ser uno mismo más que un número o una cifra y de estar desasistido.

La evidencia de que la promesa paradisíaca comunista de llevar a cabo tal alarde productivo, que cada cual tendría satisfechas todas sus necesidades para siempre sólo ha llegado a erigir el Gulag. Pero hasta de esta vergüenza se ha recuperado el afán revolucionario de los sacerdotes de las Ideas supremas. Únicamente cambia que éste afán se ha desparramado en múltiples micromundos rebosantes de agravio. La implicación de la prosperidad capitalista en la crisis ecológica ha resucitado la denuncia romántica contra la producción masiva y su fruto supuesto: la despersonalización del ser humano. El término "sistema" ya no tiene otras connotaciones, sin que aborrezca la inclusión honorífica de la democracia liberal y el Estado de Derecho en el "sistema".

La conciencia actual está presa del miedo por la crisis ecológica y por el síndrome de la despersonalización ante el sofocante uniformismo de la sociedad de masas. Reemplazan en la mente colectiva la horripilante visión de la tragedia del totalitarismo, pero su nexo con los temores más opacos es indiscutible. Paradójicamente estos a la vez se elevan sobre una prosperidad masiva, tan deseada como denostada,  y un disfrute de la libertad aparentemente irrenunciable.

En la práctica la afortunada simbiosis del Estado del bienestar y del Estado de Derecho cercenó la vuelta a los totalitarismos. Pero eso no protege ya del temor apocalíptico sobre el fin de la humanidad.La resaca era muy profunda.  A diferencia del temor de la Guerra Fría, la crisis ecológica irradia un temor final indefinido, con el que han de vivir generaciones y generaciones. Es un temor atmosférico pero siempre presente y renovado a través de todo tipo de verdades, medias verdades y sugestiones. Incluso supersticiones. La época del síndrome del fin del mundo está llamada a perpetuarse indefinidamente.

El síndrome apocalíptico moviliza en gran parte la depresión moral de Occidente y la justifica. Occidente vive en un clima atmosférico de MALA CONCIENCIA emparejado a la atmósfera apocalíptica. Sobrecogido y comprometido externamente a sus elevados ideales humanísticos, Occidente se culpa de que estos no triunfen y se cumplan en el mundo. Los Adanes de la sobrevenida moral universal responsabilizan a Occidente de que esos grandes ideales no eran más que la máscara del egoísmo explotador y conquistador. Como buen tiempo milenario, quienes creen en un mundo sin egoísmos piden ajustar cuentas y buscan culpables. Pero, más allá de quienes se creen legitimados, dueños de su limpia conciencia, el ambiente social respira de mala conciencia a la vista de cualquier noticia sobre la marcha del mundo. 

Que los hombres sólo confiemos, a duras penas, en uno mismo viene de prestado de la ausencia de fe en la humanidad. Este humus de la despersonalización y de anulación entre la masa, virtual o real, acaba siendo indistinguible del humus en que germina el síndrome apocalíptico. Curiosamente en una sociedad educada para las seguridades, el nihilismo residual de la mala conciencia suministra las únicas presuntas certezas. Las que avalan la presión atmosférica global de la ruina apocalíptica.

La mala conciencia no sólo sufre las contradicciones y las incertidumbres morales que la aplastan. Quienes señalan la culpa planetaria se sienten exculpados y , por ello, con derecho a juzgar y a distinguir la verdadera de la falsa humanidad. Dictan que la libertad sin conciencia de la ruina del mundo, es una libertad incorrecta e injusta, así como por supuesto cómplice de la ruina universal.

Para las élites Supramorales, su supuesta y exclusiva sensibilidad ante la ruina del mundo les otorga el monopolio de la sensibilidad por la humanidad. Tal privilegio requiere convalidarse mediante una identidad solidaria y sensible. Como la consigna del "Gran salto adelante"  de Mao, la primera revolución cultural, "que florezcan cien flores" es el caso hora "que florezcan infinitas identidades". Los nuevos nichos identitarios ya son los tribunales morales que tramitan la irremediable llegada de la justicia universal.

Desde el punto de vista neorrevolucionario la marcha implacable hacia la alienación mundial y la ruina del planeta, mientras tenga vigor el Sistema, tiene su talón de Aquiles en la mala conciencia que agobia al mismo Sistema. Por su parte quienes sufren la omnímoda mala conciencia, sin exculparse, están condenados a una vivencia esquizofrénica.

La larga marcha hacia la fatalidad y la alienación universal ya no son una idea literaria, sino el fantasma nuestro de cada día servido en la mesa mediática, cuando se tratan los "asuntos serios". Quien no hace justicia indignado, ora, resignado, por sí mismo y la humanidad: "He ganado mi prosperidad personal por mis méritos, la tengo a pesar de la maldad de la sociedad y de que el sistema me priva de derechos; hago todo lo posible para que el mundo se arregle, pero apenas cuento para nada; siempre mi dificultad es señal de la corrupción social, sólo mi correcto vivir alumbra una chispa de esperanza".


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