La baladronada de que “más
mata el machismo que el coronavirus” resume el estado alucinatorio
que sufre una buena parte de la sociedad y que caracteriza a los
principales movimientos políticos empeñados en que “Esos molinos
que veis son en realidad gigantes”. Semejante salvajada se puede
atribuir a un súbito calentón por la ocasión, pero se parece más
a la ebullición que sigue a un progresivo hervido.
Lo
malo de las alucinaciones políticas es que dejan inermes las
defensas naturales de la sociedad y en especial la elemental
capacidad de contrastar los discursos redentores con la propia
experiencia, la capacidad de distinguir entre propaganda, demagogia,
intoxicación e información.
El
estado alucinatorio se hace fuerte al confabularse en su interior la
mala fe y la necedad. El fanático cree sinceramente en su delirio
negando la evidencia. Primero porque su maquinaria mental, es decir
ideológica, sólo está presta a admitir aquella evidencia que lo
confirma y segundo porque sólo esta dispuesto a admitir la realidad
de aquellos problemas que mueven su causa. Ante la tempestad que la
desborda la tortuga aduce “no hay más mundo que mi caparazón”.
En este aciago asunto un proceso epidémico no consta en la agenda de
los portadores del “nuevo mundo”.
Los
movimientos sociales pasan normalmente por un ciclo discernible. Me
refiero a los que irrumpen frecuentemente con causas justas como una
reivindicación particular que la sociedad debe acoger, y progresan
luego ante la resistencia para reclamar un nuevo tipo de sociedad que
la acoja. En este punto crítico las sociedades quedan emplazadas a
asumir moralmente las reivindicaciones, y al hacerlo < siempre con
diferente grado de claridad o confusión, hipocresía o sinceridad>,
queda abierta la realización efectiva de una forma necesariamente
polémica. Así ha sucedido con los derechos de los trabajadores, las
mujeres, los gays y lesbianas, ecologismo..etc.
Hay así una adaptación mutua que moderniza y humaniza la sociedad e incorpora a esos movimientos… a no ser que la resistencia conservadora predomine o que los movimientos reivindicativos radicalicen su vocación absolutista.
Lo curioso es que esta no emerge necesariamente como reacción a la resistencia conservadora sino más bien cuando la disposición social es propicia a acoger las reivindicaciones o las incorpora a la agenda de lo necesario. Por que entonces viene el miedo a la “integración”, y a la presunta extinción. ¿Qué sentido tiene un movimiento antiesclavista en una sociedad que ha dejado atrás cualquier resto de esclavitud y abomina de ella?.
Hay así una adaptación mutua que moderniza y humaniza la sociedad e incorpora a esos movimientos… a no ser que la resistencia conservadora predomine o que los movimientos reivindicativos radicalicen su vocación absolutista.
Lo curioso es que esta no emerge necesariamente como reacción a la resistencia conservadora sino más bien cuando la disposición social es propicia a acoger las reivindicaciones o las incorpora a la agenda de lo necesario. Por que entonces viene el miedo a la “integración”, y a la presunta extinción. ¿Qué sentido tiene un movimiento antiesclavista en una sociedad que ha dejado atrás cualquier resto de esclavitud y abomina de ella?.
Porque
todo movimiento que se presume emancipador tiene por dilema o bien el compromiso práctico o bien dejarse llevar por el ramalazo identitarista por el
que lo “diferente” de su diferencia sería el embrión de la
humanidad liberada. Es el salto que va de la defensa de las causas
justas a la reverencia incondicional por “La Causa”, con el
consiguiente derecho sacerdotal a acreditar y "empoderar."
La
exaltación absolutista propia de esta fase de cumplimiento no es
tanto una reacción a la derrota sino más bien al miedo a que el
éxito precipite la desnaturalización. Así los estudiantes
reaccionaron en el 68 para liberar a los obreros del aburguesamiento,
ahora el “neofeminismo” sospecha que el ejercicio de la libertad
y la igualdad que hacen las mujeres sea coartada para dar la espalda
a la misión histórica de abatir el molino de viento omnipatriarcal.
Esta
exaltación tiende a aflorar en el ambiguo interregno que media entre
la asunción moral de la sociedad de la legitimidad de las
reclamaciones y la persistencia de las inercias que retardan el logro
de esas reivindicaciones. Parte de ello es la dificultad de discernir
lo que hay de justo o de impostado en la realidad concreta y en cada
caso concreto, así como hasta donde estas reivindicaciones son
fuente de derecho. Este escenario conflictivo y contradictorio,
propio de una sociedad abierta y plural, permite la vigencia
expansiva de las reivindicaciones, la tendencia a generalizarlas a
todos los aspectos de la vida. Pero en la misma medida también
empuja a la defensa de la fortaleza de las esencias y a la creación
de enemigos ad hoc. Cuando lo que está en juego es el derecho a
empoderar nada es mas detestable que el pragmatismo “Pase lo que
pase que la realidad no refute La causa”.
En
vísperas del 8M ha sido frecuente debatir qué ideología distingue
el feminismo tradicional y el “nuevo feminismo”. El planteamiento
rebosaba de ingenuidad. No hay que buscar la respuesta en las ideas
sino en el valor que se asigna a las ideas, a la teoría, en
el proceso de reconversión del movimiento de fuerza reivindicativa
en instrumento de poder.
La
persistencia del movimiento requiere del convencimiento de que se es
portador de una concepción integral y alternativa del mundo. Basta
esa fe para que sea homologable la vacuidad del dogma, siempre que
esté sostenido por el principio sesentayochomayista: “sed
realistas, pedid lo imposible”.
En
España ya no es lo autoproclamado “emancipador”, o mejor
“empoderador”, sólo fuerza de poder sino fuerza del
poder. Ambas aplicaciones, el poder real y el movimiento
autoemancipador, han confluido en la negación de la evidencia del
peligro de la pandemia y en el sostenimiento de la endogámica
autopromoción. Los alucinados se han promocionado alertando contra
“el alarmismo” de quienes quieren parar la marcha de la historia
por una simple “gripecilla” en una macabra perfomance
pseudoquijotesca: la del enajenado que tiene por misión desencantar
el mundo.
No
debiera pasarse por alto el efecto letal de la perdida de la
confianza colectiva que esta política inmisericorde trae consigo. Es
como si la peor pesadilla de las sociedades de masas del Estado del
bienestar se hubiera apoderado de la tarima y de la pantalla. Para
salvar su porte el Gobierno se encomienda a los “expertos”. Los
que a ello se avienen saben lo que el Gobierno, por no decir el
Poder, poder público y en nuestro caso poder publicado a la vez,
quiere que se diga y lo que al pueblo le gustaría oír. Cuando ambos
términos coinciden basta esta pinza para que las inevitables dudas y
evidencias se tapen debajo de la alfombra y con ello también la
capacidad de sacar consecuencias de la objetividad de los datos y
hacer honor al deber profesional.
En
este política comunicativa de tierra quemada, se está calcinando a
uno de los baluartes ideales de las sociedades modernas, ensalzado
por M. Weber: el funcionario objetivo, imparcial y estrictamente
comprometido con la verdad capaz de mantener a flote con su recta
moralidad la nave del Estado ante las veleidades de los políticos
oportunistas. La opinión pública es demasiado opinión pública y
el poder publicitado demasiado poder como para que nadie se la
juegue heroicamente o simplemente se resista a oficiar de brujo de la
tribu cuando le ofrecen la ocasión, aunque acabe en simple monigote.
Sufrimos
los españoles sin duda de un plus de credulidad (o de incredulidad
según sea el “quien” y el “contra-quien”) por nuestra
inercia revanchista, cuando de ponernos en cuestiones políticas se
trata, y por el desaliño de nuestra primaria cultura política. Que
todavía nos lastra la carencia de la experiencia política que
condujo en nuestro entorno al Estado del bienestar. En parte nos
creemos los más modernos para desembarazarnos de nuestros complejos,
pero esto es insignificante comparado con lo descerebrante que es la
ósmosis de revanchismo y del típico supremacismo “empoderador”.
El problema es que cuando alguien cree que los molinos son gigantes o
que el “capitalismo” o el “patriarcalismo” mata (no personas
o las prácticas criminales) no hay argumento racional que lo pueda
convencer de lo contrario. Esto sería un mero problema gnoseológico
si no ocurriera en los aledaños y hasta en el corazón del poder.
Conviene así verlo desde la psicología política. ¿No suena a lo
mismo que el Procés como algunas luminarias separatistas no se
privan de recordar con eso “De Madrid al cielo”?