jueves, 19 de marzo de 2020

ALUCINACIONES


La baladronada de que “más mata el machismo que el coronavirus” resume el estado alucinatorio que sufre una buena parte de la sociedad y que caracteriza a los principales movimientos políticos empeñados en que “Esos molinos que veis son en realidad gigantes”. Semejante salvajada se puede atribuir a un súbito calentón por la ocasión, pero se parece más a la ebullición que sigue a un progresivo hervido.

Lo malo de las alucinaciones políticas es que dejan inermes las defensas naturales de la sociedad y en especial la elemental capacidad de contrastar los discursos redentores con la propia experiencia, la capacidad de distinguir entre propaganda, demagogia, intoxicación e información.

El estado alucinatorio se hace fuerte al confabularse en su interior la mala fe y la necedad. El fanático cree sinceramente en su delirio negando la evidencia. Primero porque su maquinaria mental, es decir ideológica, sólo está presta a admitir aquella evidencia que lo confirma y segundo porque sólo esta dispuesto a admitir la realidad de aquellos problemas que mueven su causa. Ante la tempestad que la desborda la tortuga aduce “no hay más mundo que mi caparazón”. En este aciago asunto un proceso epidémico no consta en la agenda de los portadores del “nuevo mundo”.

Los movimientos sociales pasan normalmente por un ciclo discernible. Me refiero a los que irrumpen frecuentemente con causas justas como una reivindicación particular que la sociedad debe acoger, y progresan luego ante la resistencia para reclamar un nuevo tipo de sociedad que la acoja. En este punto crítico las sociedades quedan emplazadas a asumir moralmente las reivindicaciones, y al hacerlo < siempre con diferente grado de claridad o confusión, hipocresía o sinceridad>, queda abierta la realización efectiva de una forma necesariamente polémica. Así ha sucedido con los derechos de los trabajadores, las mujeres, los gays y lesbianas, ecologismo..etc. 

Hay así una adaptación mutua que moderniza y humaniza la sociedad e incorpora a esos movimientos… a no ser que la resistencia conservadora predomine o que los movimientos reivindicativos radicalicen su vocación absolutista. 

Lo curioso es que esta no emerge necesariamente como reacción a la resistencia conservadora sino más bien cuando la disposición social es propicia a acoger las reivindicaciones o las incorpora a la agenda de lo necesario. Por que entonces viene el miedo a la “integración”, y a la presunta extinción. ¿Qué sentido tiene un movimiento antiesclavista en una sociedad que ha dejado atrás cualquier resto de esclavitud y abomina de ella?.

Porque todo movimiento que se presume emancipador tiene por dilema o bien el compromiso práctico o bien dejarse llevar por  el ramalazo identitarista por el que lo “diferente” de su diferencia sería el embrión de la humanidad liberada. Es el salto que va de la defensa de las causas justas a la reverencia incondicional por “La Causa”, con el consiguiente derecho sacerdotal a acreditar y "empoderar."

La exaltación absolutista propia de esta fase de cumplimiento no es tanto una reacción a la derrota sino más bien al miedo a que el éxito precipite la desnaturalización. Así los estudiantes reaccionaron en el 68 para liberar a los obreros del aburguesamiento, ahora el “neofeminismo” sospecha que el ejercicio de la libertad y la igualdad que hacen las mujeres sea coartada para dar la espalda a la misión histórica de abatir el molino de viento omnipatriarcal.

Esta exaltación tiende a aflorar en el ambiguo interregno que media entre la asunción moral de la sociedad de la legitimidad de las reclamaciones y la persistencia de las inercias que retardan el logro de esas reivindicaciones. Parte de ello es la dificultad de discernir lo que hay de justo o de impostado en la realidad concreta y en cada caso concreto, así como hasta donde estas reivindicaciones son fuente de derecho. Este escenario conflictivo y contradictorio, propio de una sociedad abierta y plural, permite la vigencia expansiva de las reivindicaciones, la tendencia a generalizarlas a todos los aspectos de la vida. Pero en la misma medida también empuja a la defensa de la fortaleza de las esencias y a la creación de enemigos ad hoc. Cuando lo que está en juego es el derecho a empoderar nada es mas detestable que el pragmatismo “Pase lo que pase que la realidad no refute La causa”.

En vísperas del 8M ha sido frecuente debatir qué ideología distingue el feminismo tradicional y el “nuevo feminismo”. El planteamiento rebosaba de ingenuidad. No hay que buscar la respuesta en las ideas sino en el valor que se asigna a las ideas, a la teoría, en el proceso de reconversión del movimiento de fuerza reivindicativa en instrumento de poder.

La persistencia del movimiento requiere del convencimiento de que se es portador de una concepción integral y alternativa del mundo. Basta esa fe para que sea homologable la vacuidad del dogma, siempre que esté sostenido por el principio sesentayochomayista: “sed realistas, pedid lo imposible”.

En España ya no es lo autoproclamado “emancipador”, o mejor “empoderador”, sólo fuerza de poder sino fuerza del poder. Ambas aplicaciones, el poder real y el movimiento autoemancipador, han confluido en la negación de la evidencia del peligro de la pandemia y en el sostenimiento de la endogámica autopromoción. Los alucinados se han promocionado alertando contra “el alarmismo” de quienes quieren parar la marcha de la historia por una simple “gripecilla” en una macabra perfomance pseudoquijotesca: la del enajenado que tiene por misión desencantar el mundo.

No debiera pasarse por alto el efecto letal de la perdida de la confianza colectiva que esta política inmisericorde trae consigo. Es como si la peor pesadilla de las sociedades de masas del Estado del bienestar se hubiera apoderado de la tarima y de la pantalla. Para salvar su porte el Gobierno se encomienda a los “expertos”. Los que a ello se avienen saben lo que el Gobierno, por no decir el Poder, poder público y en nuestro caso poder publicado a la vez, quiere que se diga y lo que al pueblo le gustaría oír. Cuando ambos términos coinciden basta esta pinza para que las inevitables dudas y evidencias se tapen debajo de la alfombra y con ello también la capacidad de sacar consecuencias de la objetividad de los datos y hacer honor al deber profesional.

En este política comunicativa de tierra quemada, se está calcinando a uno de los baluartes ideales de las sociedades modernas, ensalzado por M. Weber: el funcionario objetivo, imparcial y estrictamente comprometido con la verdad capaz de mantener a flote con su recta moralidad la nave del Estado ante las veleidades de los políticos oportunistas. La opinión pública es demasiado opinión pública y el poder publicitado demasiado poder como para que nadie se la juegue heroicamente o simplemente se resista a oficiar de brujo de la tribu cuando le ofrecen la ocasión, aunque acabe en simple monigote.

Sufrimos los españoles sin duda de un plus de credulidad (o de incredulidad según sea el “quien” y el “contra-quien”) por nuestra inercia revanchista, cuando de ponernos en cuestiones políticas se trata, y por el desaliño de nuestra primaria cultura política. Que todavía nos lastra la carencia de la experiencia política que condujo en nuestro entorno al Estado del bienestar. En parte nos creemos los más modernos para desembarazarnos de nuestros complejos, pero esto es insignificante comparado con lo descerebrante que es la ósmosis de revanchismo y del típico supremacismo “empoderador”. El problema es que cuando alguien cree que los molinos son gigantes o que el “capitalismo” o el “patriarcalismo” mata (no personas o las prácticas criminales) no hay argumento racional que lo pueda convencer de lo contrario. Esto sería un mero problema gnoseológico si no ocurriera en los aledaños y hasta en el corazón del poder. Conviene así verlo desde la psicología política. ¿No suena a lo mismo que el Procés como algunas luminarias separatistas no se privan de recordar con eso “De Madrid al cielo”?