El
último repunte del espectáculo de la corrupción nos devuelve a la
pesadilla de la que parece imposible despertar (abstracción hecha de
la otra pesadilla, el Procés). La pesadilla que se muerde la cola.
En términos políticos no es la pesadilla la corrupción. Es un
asunto con el que toda sociedad tiene que lidiar evitando que ella
misma la corrompa. En las condiciones particulares de España la
pesadilla es lo que la corrupción alimenta: la bipolaridad entre la
corrupción y el totalitarismo (disfrazado de utopismo y pureza);
entre la ira y el miedo; entre el podemismo y el PP en suma. La
pesadilla de que la democracia vive al borde del abismo.
Forma
parte de ello la incertidumbre del impacto que el rebrote tenga en
las elecciones del PSOE, pero lo más constatable es que el PP sale
consagrado, no ya como un partido corrupto, sino como el Partido de
marca de la corrupción. Ya en el inconsciente de la opinión publica
sea asocia tal oprobio a la identidad del PP y de la derecha en
general. Sin duda es lo más relevante políticamente, por muy
injusto que pudiera ser o parecer. Pero es de lo más original y
desconcertante que el afectado asuma su destino con displicente
deportividad, como si fuera una molestia necesaria para mantener la
tensión bipolar ante el abismo. Demuestran así las élites del PP
bien una confianza sobrehumana en ellos mismos o bien una no menor
infantil inconsciencia . O ambas a la vez.
El
infausto destino de portar el sambenito proviene tanto de sus errores
y desafueros, como de que la derecha desde la transición tiene que
jugar en campo contrario, sin que se haya atrevido en serio, salvo
quizás con Aznar y Mayor Oreja, a revertir la situación..
Consecuencia nada grata para la salud democrática en general de que
la izquierda todavía es capaz de vivir de las rentas del
antifranquismo y la derecha no ha sido capaz de desprenderse de su
temor a estar en deuda histórica. En esa circunstancia la derecha no
sólo ha de parecer honrada sino además serlo, mientras que la
izquierda y los nacionalistas pueden no serlo en parte o del todo,
con tal de medio parecerlo. Matiz este que la derecha, tan sensible
a evitar los puntos de fricción pueden molestar a la izquierda, no
aprecia, como si pudiera manejar lo que más duele a la sensibilidad
popular. ¿Cómo es posible, sino, que en plena vorágine de
persecución mediático popular de la corrupción, la banda del Canal
se encomendase, presuntamente, a pingües saqueos? Como si pensaran:
mientras la gente se distraiga con la corrupción, nosotros a lo
nuestro.
La
apreciación sobre la corrupción es consecuentemente dispar entre el
público de izquierda (y nacionalista) y el de derecha e incluso
centro en general. Mientras estos consideran la corrupción como algo
global y transversal que afecta tanto a los suyos como a los otros,
la izquierda social tiende a imputar la corrupción exclusivamente a
la derecha y a considerar que la de sus filas son casos anecdóticos
de ovejas negras, de lo que nadie está exento. No hablemos ya del
nacionalismo catalán, que ha llegado a convertir a su público en un
cómplice moral y hasta satisfecho, con la única penitencia de que
el partido madre tenga que sacrificarse a quedar en segunda fila,
para que engorde el movimiento separatista en su conjunto, con los
sacrificados incluídos.
También
los “modelos” y “la funcionalidad” tienen sus
particularidades a partir del catalizador de la financiación de los
partidos, vórtice que mueve la noria.
Para
la izquierda (vease Andalucía) la corrupción hace de lubricante del
macroclientelismo ancestral; el nacionalismo catalán la ha
convertido en un mecanismo de sometimiento de los poderes económicos;
mientras en el PP se amalgama de esta forma a los capitalamiguetes
con la maquinaria política, como si de ello se desprendiera el
beneficio mutuo.
Dejo
aparte la corrupción podemita, que está en el origen de su
lanzamiento, así como el caso del País Vasco, donde el impuesto
revolucionario alteró todos los parámetros de una sociedad
mínimamente normal, hasta la corrupción moral colectiva.
Por
si fuera poco para el PP, el tipo de corrupción que anida en sus infiernos resulta más despreciable para la opinión pública,
porque tiene el cariz del lucro personal. Es bien sabido que en estas
tierras, nada es socialmente más detestable, máxime si el lucro es
ilícito, mientras la corrupción con aire colectivo, vinculada a una
causa o a la idea del pueblo apenas se entiende como tal.
Es
todo mucho más complejo, sin duda, pero suele pasar desapercibido
el estímulo que supone el cainismo para el florecimiento de la
corrupción en España, para su endurecimiento granítico, pero
también en la idea torcida de la naturaleza de la corrupción.
Creo
que el efecto es doble y en buena medida cada parte choca con la
otra, pero en el fondo se refuerzan. Por una parte, el cainismo (que
en la izquierda tiene por inclinación extrema el guerracivilismo;
mientras en la derecha produce la tendencia a refugiarse como una
tortuga en su caparazón) hace de la corrupción fundamentalmente un
símbolo de la perversidad del contrario; mientras por otra parte
como reacción mueve a cerrar filas en torno al “y tu más”.
De
esta forma una vez que se enfangan en prácticas corruptas las
élites dirigentes no temen tanto la repulsa interna directa, sino el
impacto ante la opinión pública, especialmente por el rebote del
mismo ante el propio público.
En el caso de la derecha esto incentiva un modelo de entender la relación la opinión pública y especialmente su público: no hay que convencer, sino acunar.
Los efectos boomerang se hacen
complejos e imprevisibles porque igual que afectan tanto a unos como
otros, empiezan y no acaban en todas las direcciones y reacciones.
Mueve en suma a la progresiva radicalización de la izquierda, tanto
como a la no menos pétrea resistencia pasiva de la derecha. En suma
a la incapacidad de la izquierda democrática de librarse de su
sometimiento mental al podemismo y a la incapacidad de la derecha
para emprender su regeneración. Incapacidad, inconsciencia, cobardía
o falta de voluntad, vayan Vds. a saber.