Creo
que la similitud entre la mafia genuina y la mafia institucional
catalana no se queda sólo en las prácticas que incluyen la omertá
, la complicidad social y el castigo inexorable, que en la mafia
genuina es el asesinato sin más y en el caso de la mafia catalana es
la muerte civil; también comparten ambos la justificación de que
“es nuestro derecho” a la vista de la, según ellos, ilegitimidad
del Estado.
En
ambos casos la deslegitimación moral del Estado conlleva la
desvinculación moral con el Estado y la sociedad y constituye el
punto de apoyo para regirse por una “moral” particular hecha a su
medida. La mafia genuina italiana justifica esta desvinculación en
razón del retraso secular y del sometimiento del Sur, que apenas
sería una migaja en la construcción del estado italiano. Como si de
acratas apolíticos se tratara los mafiosos se enredan con las
costumbres sociales que ellos se encargan de depravar para
presentarse como una alternativa honorable al presunto depredador
público que es el Estado; una alternativa, eso sí salvaje y
prepolítica por tan antipolítica.
Pero
el gran cogollo de la burguesía catalana ha sido la gran
beneficiaria en lo económico del Estado español desde la modernidad
y no por casualidad, sino porque que en gran medida la política y el
ordenamiento económico se ha diseñado en virtud de sus necesidades
e intereses. Por necesidad y por conveniencia las élites políticas
y económicas españolas han coincidido en prestar a Cataluña la
condición del motor económico de España. Esto ha podido ser
beneficioso o perjudicial, acertado o erróneo, pero no es en este
punto relevante. Me parece tal que la burguesía catalana ha tenido
tanta preocupación por asegurarse el amparo del Estado y la
orientación favorable de la economía y en general de la política,
cosa lógica y que todos tratan de hacer, como de marcar la distancia
y de guardarse de tener con el Estado la mínima lealtad política,
que no ya compromiso. Cosa menos lógica.
Hay
que reconocer a las élites nacionalistas catalanas su destreza para
preservar como oro en paño este rechazo, hasta el punto de
convertirlo en la seña más característica de su identidad y
práctica política. Su guión inquebrantable es que se puede
negociar y contraer obligaciones con el Estado pero dejando entender
que se hace por necesidad e incluso por imposición, nunca por que se
quiere. De hacerlo se daría la impresión de que el Estado tiene
legitimidad sobre Cataluña.
La
“pretensión” de que Cataluña es algo así como una colonia es
tan contradictoria con la integración histórica de Cataluña en la
sociedad española, me refiero no sólo a la economía sino a las
practicas vitales y sociales de todo tipo, lo que se hace evidente
con solo consultar los apellidos de la lista de teléfonos o viendo
el entusiasmo con el que los ciudadanos celebran la liga y sobre todo
la copa, que el nacionalismo sólo puede prosperar produciendo una
descomunal tergiversación. Así ha sido y con pleno éxito.
Se
ha hecho hincapié en lo más evidente: el adoctrinamiento en el
nacionalismo a través de los medios y la escuela, así como en el
dominio general de la calle y los espacios y nudos públicos. Pero se
ha tenido poco en cuenta el significado político del control de la
actividad económica que ha llevado a cabo la Generalitat y en
general la crema política nacionalista. Se desvirtúa si se reduce a
una mera cuestión de picaresca económica, la picaresca típica que
crece en el marco de la colisión entre la administración y los
empresarios en las sociedades modernas, dada la inmensa dimensión
del Estado y el poder de estar omnipresente en todos los ámbitos
cruciales y no tanto de decisión económica.
Las
élites nacionalistas hicieron del control de la actividad económica
una de las piedras angulares de la “construcción de la nación
catalana” tanto por la necesidad de complicar en ello al núcleo
fundamental del tejido empresarial, sino para evitar que este se
vinculase con “Madrid” más de lo que está. Este vínculo sino
moral sí muy práctico siempre ha sido el talón de Aquiles del que
el nacionalismo se ha querido curar. Al menos su mayor preocupación
una vez que se ha disipado el temor al “cinturón rojo” y otras
potenciales distorsiones a la ortodoxia nacionalista. Y no hay mejor
medicina que convertir el peregrinaje del Sazatornil de la “Escopeta
nacional” en un deambular por los departamentos de la Generalitat.
Desde
luego esta actividad revierte en la prosperidad del partido y en
general de la clase política nacionalista, pero sería exagerado
pensar que ese haya sido el motor de toda la movida. Como lo sería
más pensar que los padrinos del cotarro han organizado este inmenso
montaje sólo por su interés particular. Seguro que en su fuero
interno creen que sus beneficios son una justa recompensa, que si
bien según la moral en abstracto resulta repudiable, en las
circunstancias excepcionales de la sociedad catalana resulta no sólo
disculpable sino incluso admirable. Así puede pensar quien se cree
que se ha puesto en peligro en bien de su patria en una labor que
requiere estar a cubierto de las incomodidades y azares de la vida
diaria.
Pero
también en su fuero interno se ha hecho un sacrificio merecedor de
recompensa personal, recompensa que no puede ser pública para evitar
a los seguidores nacionalistas ser presa de dilemas morales. ¿No es
un sacrificio garantizar la estabilidad del Estado y la obediencia de
la sociedad catalana como si no sufriese humillación y no estuviese
sometida? A diferencia de la mafia genuina las élites mafiosas
nacionalistas se han sentido impunes porque de hecho han gozado de
impunidad. Y no es difícil atribuir sólo a la debilidad política
del Estado y a la habilidad política de los dirigentes
nacionalistas; también cuenta que la no injerencia en los asuntos
internos de Cataluña, más allá de los límites que arbitre el
Estatut y la Constitución, es un asunto tácitamente admitido y
desde luego consentido entre Madrid y Barcelona.
De
esta forma la actividad mafiosa tiene su justificación implícita
ante la ciudadanía catalana, como la tiene ante el Estado. Por
necesidades que impone la construcción nacional y los peligros que
conlleva en el primer caso; porque la relación con el Estado
conlleva el derecho a la no injerencia de este en el segundo.
Hay
que reconocer así el mérito de hacer posible este sistema al
conseguir convencer tanto a una cantidad de catalanes, no se si
mayoritaria pero sí suficiente para abrigar ilusiones, como a una
buena parte de la sociedad española y sobre todo de su clase
política. Al convencer a los catalanes de que para ser ciudadanos
hay que ser primero “buenos catalanes”; a los segundos al
convencerlos de que lo de Cataluña es cosa de pasta y que todo lo
vamos a arreglar de la misma manera.
Sin
duda que viene al caso comparar estos sistemas mafiosos clientelares
a gran escala con prácticas de otras partes de España. Es otro
tema pero valga lo siguiente. En Andalucía la corrupción se agazapa
en la red clientelar que se extiende desde la Junta andaluza. Por
suerte y porque por historia sería imposible, ese tejido caciquil
anónimo no tiene el significado de comprometer a la sociedad en la
independencia, sino en la perpetuación de un regimen social-político
endógeno.
En
el caso de la financiación de los grandes partidos, ahora es el caso
de Barcenas y la Gurgel, antes lo fue….., quienes así operan
tratan “simplemente” de sortear la moral común, por las
necesidades que imponen la “función social” de los partidos. Y
por supuesto con la correspondiente recompensa por el riesgo. En
estos y otros casos saben que subvierten aquello que aceptan como
legítimo moralmente, el Estado.
Es
así el éxito de la operación llevada a cabo por los nacionalistas
en la medida que esta ha trascendido de los partidos y ha
comprometido a la sociedad lo que explica que la ciudadanía no se
haya revuelto indignada y le haya bastado una mano de maquillaje a la
manera de Esquerra o de la CUP para seguir convencida de la bondad
del lío en que se ve metida. Tal extremo es inconcebible en el caso
de los grandes partidos nacionales, una vez que los escándalos se
han hecho públicos. Las élites dirigentes de estos no pueden
alardear de nada ni reclamarse víctimas de conspiraciones ajenas,
porque nadie puede creer que la presunta función social de los
partidos vale hasta el punto de poner en peligro la dignidad del
Estado y la nación. Sólo pueden disimular, pero sin "derecho a presumir".