Al menos Esta crisis nos
ha revelado algo más que la incompetencia y mezquindad de nuestra
clase política, así como el grado de barbarie que adorna a gran
parte de quienes aspiran a sustituirla tildándola de “casta”. Me
refiero a la puericia, no pericia, de nuestra cultura democrática:
el talante que afronta los asuntos comunes sólo desde el principio
del placer y apenas nada desde el principio de la realidad. ¿Y qué
hay de malo en esto? Se podría preguntar muchos. Pues eso, que nos
parece que puede ser bueno.
En la mar en calma, o al
menos transitable, que rigió desde la transición hasta la crisis,
sólo alterado por las convulsiones que provocaba el terrorismo y los
amagos separatistas, la población española se acostumbró a delegar
en los partidos políticos “útiles”, cada parte a los suyos.
Estos se avalaban por ser los legítimos dueños de las marcas
ideológicas a las que la sociedad se acogía en virtud de su
tradición y por la necesidad de coherencia social. Al igual que la
Iglesia con los creyentes, los partidos se han ligado con su parte de
la sociedad por la fe. La sociedad delega en ellos a cambio de que
solucionen los problemas, mientras que a los dirigentes les preocupan
el prestigio de la marca. Como además, una parte de la sociedad y de
la clase política se considera la única con verdadera voluntad
democrática y tiene que hacer valer esta idea como parte de su
identidad, carecemos de la confianza de fondo que requiere cualquier
sociedad democrática para funcionar. Pero ese es otro problema del
que me ocupa. El otro es que por nuestra tradición, aunque seamos
una sociedad de clases medias, rigen los esquemas mentales de fondo
típicos de los tiempos de la lucha de clases. La mayoría de los
integrantes de las clases medias se sienten más “currelas” que
contribuyentes y conforme a ello creen que les corresponde
reivindicar, antes que exigir cuentas a los poderes públicos de cómo
gestionan su dinero y sus impuestos, o a sus líderes de qué uso
harían de su dinero.
Esta desviación es desde
el punto de vista de nuestra cultura democrática muy influyente
porque alimenta y se retroalimenta de la idea de que la política es
sobre todo la confrontación entre dos modelos sociales
incompatibles. Pero hoy, en la práctica, la sociedad abrumadoramente
quiere vivir a la manera de un capitalismo con estado de bienestar.
No está en juego el modelo sino su modulación y graduación, es
decir la dosis de liberalismo y de socialdemocracia, para
entendernos. Esto es así en la práctica, pero a una parte
considerable aún le cuesta asumir sus propios deseos.
La cultura democrática
desde la transición ha descansado en esta mezcla de providencialismo
secular e ideologismo ritual y en lo fundamental escénico. Digamos
que la sociedad se adaptó a la democracia confiando en los suyos y
desconfiando tajante y radicalmente de los otros. Pero en lo
fundamental sólo se adaptó, aunque fue suficiente. Una democracia
ejemplar se creía. Aun cuando los grandes asuntos de los que
dependía la salud cívica y el bienestar económico y social, el
sistema educativo, la coherencia de las autonomías, la separación
de poderes, el sistema fiscal, la marcha de la economía..etc, etc
han quedado en el cajón de la mesa, sin que fuera objeto de
preocupación de la opinión pública. Dábamos ejemplo de una
tolerancia tal que rozaba el pasotismo, filtrándose el mantra de que
cualquier idea es respetable, sobre todo cuanto más rebelde y
marginal parezca. Igual que la clase política se ha acostumbrado a
sortear la realidad entre bambalinas, imponiendo un discurso pastoso
y rutinario, que es más bien un sermón de topicazos, como los que
se dan en muchas misas, el debate público ha sobrevolado por encima
de la marcha concreta de las cosas. El tiempo en que el público
acudía a ver La Clave para informarse reflexivamente y hacerse una
opinión propia pasó pronto a mejor vida, no valía la pena torturar
tanto las neuronas. Así, las élites políticas se han visto tan
exigidas como el profesor que se maneja con los apuntes rutinarios
de todos los años para aprobar a todos los alumnos de forma
implacable y sabida por todos. Pero esto ha sembrado la vida política
de desidia y aburrimiento. Y si esto es parte de la democracia
normalizada, la verdad es que a los españoles nos aburre mucho el
aburrimiento. A decir verdad, nos aburre tanto la polémica vacía,
como dedicar el tiempo a pedir cuentas y seguir su cumplimiento.
En este hueco ha tomado
así cuerpo e imagen, la clase tertuliana, hasta convertirse en un
atajo privilegiado dentro de los circuitos del poder. Los españoles,
que tenemos un gusto especial por la polémica y la controversia,
pero muy poco gusto por indagar las consecuencias prácticas que se
podrían derivar de nuestras posiciones, hemos buscado en los
opinadores mediáticos no tanto instrucción e información sobre los
asuntos que conciernen a la marcha de la sociedad, sino la ocasión
para reafirmar nuestra fe y posición política. La situación es
paradójica porque la gente pide a los tertulianos la espontaneidad,
caña y picor que no aprecia en los políticos, mientras acude a
ellos para que los convenza de lo que ya están convencidos. Con lo
que curiosamente los opinadores se han convertido por una parte en
supravoces alternativas de los políticos oficiales, determinando en
buena medida las tomas de postura de estos y no digamos de la opinión
pública, y por otra parte en vulgares correas de transmisión de los
mismos. Que además se puedan permitir broncas hasta la extenuación,
tan mal vistas en nuestros políticos (sobre todo si son
adversarios), dado el inmenso pudor que en este extremo demuestra el
pueblo español, es un aliciente nada desdeñable de su encanto. Se
habla mucho del vicio nacional que es la envidia, pero ¡cuanto pesa
la ramplonería, ahora que tan bien combina con la corrección
política! ¡qué no diría don Miguel de Unamuno si pudiera!.
Mientras el paraguas de
la Unión Europea ha funcionado, y la prosperidad ya parecía parte
inalienable de nuestro paisaje, el pueblo se ha sentido bien a gusto
con esta especie de versión secular y política del
providencialismo, sin que ello evitara estar en permanente disgusto
con la otra parte de España. Pero la inquina puede dejarse aparcada
cuando hay fiesta que disfrutar.
Lógicamente por lo que
se refiere a los jóvenes, la mayoría pasaba y se desenganchaba.
Veían que para los mayores, de los que los jóvenes aprenden por
contagio normalmente, la política era algo puramente convencional y
ritual. Lo que les llega es que la democracia es un sistema en el que
cada uno dice lo que quiere y que además porta prosperidad y
bienestar, como el regalo incluido en una promoción. Pero un sistema
que funciona sólo, una vez recibe el impulso inicial. En este
contexto cada ciudadano tiene su opinión, pero esto significa lisa
y llanamente tener su ideología, el estar posicionado con un unos o
con otros de una vez y a ser posible para siempre. Opinar como
consecuencia de tratar de entender la realidad de las cosas, eso ¿qué
falta hace? ¿Para qué molestarse y profundizar si ya todo funciona
sólo?
Pero en cuanto algo ha
fallado y se ha notado, o magnificado, afectando especialmente a las
expectativas de los jóvenes, el sentimiento pasivo de estos, se ha
ido transformando en resentimiento activo. ¿No se decía que la
democracia significa prosperidad? Si esto es verdad, lo que tenemos
no es democracia. ¿No se dice que los ciudadanos decidimos? ¿Cómo
es posible entonces que si las cosas van mal decidamos nada? ¿Acaso
hemos decidido ir al desastre, que la gente se quede sin trabajo y
sin piso, que los jóvenes tengamos que emigrar, y que encima los
políticos se lo lleven crudo..etc, etc? El malestar juvenil emerge
de un bosque sombrío como los bárbaros en el imperio romano. Y al
hacerlo han ido apropiándose de los motivos que los mayores tenían
aparcados, pero a los que no querían renunciar , por muy
trasnochados y nocivos que fueran. Son parte de nuestra identidad,
qué le vamos a hacer. Ahora los jóvenes los toman por su primera
identidad, que exhiben con orgullo, rescatándola del desván en la
que esta se apolillaba.
Pero no tanto el
movimiento de indignación, sino su capitalización por un grupo de
verdaderos profesionales de la política, de las más rancia y recia
formación totalitaria, prueba lo agrietada que está nuestra cultura
democrática, de cuanto barniz y cuan poca hondura. Esta posibilidad
quedaba descartada porque se pensaba que, pese a todo, la solidez
propia de una sociedad desarrollada se correspondía con la solidez
de la cultura democrática de la sociedad. Sin mucho pensar se ha
dado por obvia esta ecuación milagrosa. La extensión de los
batasunos ya indicaba que no es algo evidente, pero la singularidad
del caso vasco lo explicaría todo. Con carácter general ¿quién en
su sano juicio podía osar ganarse a nadie para desestabilizar y
poner en cuestión el bienestar, la pluralidad y la tolerancia? Que
no se diga que es una democracia joven, no estamos en el tercer mundo
ni en una civilización ajena a la corriente de la modernidad. Que no
se diga que la gente que sigue a estos espabilados totalitarios no
puede saber todavía su verdadera catadura y necesita su tiempo,
porque ese es el problema, que carezca de los mínimos instrumentos
de discernimiento. Tampoco se puede achacar todo a la promoción,
casi mesiánica, que han llevado a cabo los principales medios de
comunicación privados. Estos aprovechan el tirón, eso sí con gran
placer y convencimiento, como salta a la vista. No nos engañemos, si
gran parte de los jóvenes tiene una imagen visionaria de la
democracia, confundiendo poesía callejera y política, no es porque
no hayan recibido las clases precisas de educación política y
formación cívica. Cualquiera sabe que esto sólo funciona si se
está predispuesto y si hay coherencia con lo que transmite la
sociedad en la práctica. Las razones pueden ser muy complejas pero
hay un hecho obvio: al igual que los hijos no pueden tener un mínimo
de interés en la lectura si no ven a sus padres o mayores leer y
hablar de sus lecturas, tampoco pueden dar valor al sistema
institucional, si no ven a los padres y mayores comprometidos con el
mismo, como si fuera algo propio. Y no hablemos de la influencia de
los medios, sólo refuerzan los peores hábitos y apenas crean
buenos. Se pueden hacer todas la campañas de lectura y de formación
cívica que se quiera, pero por sí solas todo queda en una salmodia.
Me pregunto por último
¿este adanismo galopante es una aportación peculiar de la
democracia española o algo característico que toma cuerpo de una u
otra forma en todas las democracias posmodernas? Algún día habrá
que pensarlo.