jueves, 9 de julio de 2015

LA PUERICIA DEMOCRÁTICA


Al menos Esta crisis nos ha revelado algo más que la incompetencia y mezquindad de nuestra clase política, así como el grado de barbarie que adorna a gran parte de quienes aspiran a sustituirla tildándola de “casta”. Me refiero a la puericia, no pericia, de nuestra cultura democrática: el talante que afronta los asuntos comunes sólo desde el principio del placer y apenas nada desde el principio de la realidad. ¿Y qué hay de malo en esto? Se podría preguntar muchos. Pues eso, que nos parece que puede ser bueno.
En la mar en calma, o al menos transitable, que rigió desde la transición hasta la crisis, sólo alterado por las convulsiones que provocaba el terrorismo y los amagos separatistas, la población española se acostumbró a delegar en los partidos políticos “útiles”, cada parte a los suyos. Estos se avalaban por ser los legítimos dueños de las marcas ideológicas a las que la sociedad se acogía en virtud de su tradición y por la necesidad de coherencia social. Al igual que la Iglesia con los creyentes, los partidos se han ligado con su parte de la sociedad por la fe. La sociedad delega en ellos a cambio de que solucionen los problemas, mientras que a los dirigentes les preocupan el prestigio de la marca. Como además, una parte de la sociedad y de la clase política se considera la única con verdadera voluntad democrática y tiene que hacer valer esta idea como parte de su identidad, carecemos de la confianza de fondo que requiere cualquier sociedad democrática para funcionar. Pero ese es otro problema del que me ocupa. El otro es que por nuestra tradición, aunque seamos una sociedad de clases medias, rigen los esquemas mentales de fondo típicos de los tiempos de la lucha de clases. La mayoría de los integrantes de las clases medias se sienten más “currelas” que contribuyentes y conforme a ello creen que les corresponde reivindicar, antes que exigir cuentas a los poderes públicos de cómo gestionan su dinero y sus impuestos, o a sus líderes de qué uso harían de su dinero.
Esta desviación es desde el punto de vista de nuestra cultura democrática muy influyente porque alimenta y se retroalimenta de la idea de que la política es sobre todo la confrontación entre dos modelos sociales incompatibles. Pero hoy, en la práctica, la sociedad abrumadoramente quiere vivir a la manera de un capitalismo con estado de bienestar. No está en juego el modelo sino su modulación y graduación, es decir la dosis de liberalismo y de socialdemocracia, para entendernos. Esto es así en la práctica, pero a una parte considerable aún le cuesta asumir sus propios deseos.
La cultura democrática desde la transición ha descansado en esta mezcla de providencialismo secular e ideologismo ritual y en lo fundamental escénico. Digamos que la sociedad se adaptó a la democracia confiando en los suyos y desconfiando tajante y radicalmente de los otros. Pero en lo fundamental sólo se adaptó, aunque fue suficiente. Una democracia ejemplar se creía. Aun cuando los grandes asuntos de los que dependía la salud cívica y el bienestar económico y social, el sistema educativo, la coherencia de las autonomías, la separación de poderes, el sistema fiscal, la marcha de la economía..etc, etc han quedado en el cajón de la mesa, sin que fuera objeto de preocupación de la opinión pública. Dábamos ejemplo de una tolerancia tal que rozaba el pasotismo, filtrándose el mantra de que cualquier idea es respetable, sobre todo cuanto más rebelde y marginal parezca. Igual que la clase política se ha acostumbrado a sortear la realidad entre bambalinas, imponiendo un discurso pastoso y rutinario, que es más bien un sermón de topicazos, como los que se dan en muchas misas, el debate público ha sobrevolado por encima de la marcha concreta de las cosas. El tiempo en que el público acudía a ver La Clave para informarse reflexivamente y hacerse una opinión propia pasó pronto a mejor vida, no valía la pena torturar tanto las neuronas. Así, las élites políticas se han visto tan exigidas como el profesor que se maneja con los apuntes rutinarios de todos los años para aprobar a todos los alumnos de forma implacable y sabida por todos. Pero esto ha sembrado la vida política de desidia y aburrimiento. Y si esto es parte de la democracia normalizada, la verdad es que a los españoles nos aburre mucho el aburrimiento. A decir verdad, nos aburre tanto la polémica vacía, como dedicar el tiempo a pedir cuentas y seguir su cumplimiento.
En este hueco ha tomado así cuerpo e imagen, la clase tertuliana, hasta convertirse en un atajo privilegiado dentro de los circuitos del poder. Los españoles, que tenemos un gusto especial por la polémica y la controversia, pero muy poco gusto por indagar las consecuencias prácticas que se podrían derivar de nuestras posiciones, hemos buscado en los opinadores mediáticos no tanto instrucción e información sobre los asuntos que conciernen a la marcha de la sociedad, sino la ocasión para reafirmar nuestra fe y posición política. La situación es paradójica porque la gente pide a los tertulianos la espontaneidad, caña y picor que no aprecia en los políticos, mientras acude a ellos para que los convenza de lo que ya están convencidos. Con lo que curiosamente los opinadores se han convertido por una parte en supravoces alternativas de los políticos oficiales, determinando en buena medida las tomas de postura de estos y no digamos de la opinión pública, y por otra parte en vulgares correas de transmisión de los mismos. Que además se puedan permitir broncas hasta la extenuación, tan mal vistas en nuestros políticos (sobre todo si son adversarios), dado el inmenso pudor que en este extremo demuestra el pueblo español, es un aliciente nada desdeñable de su encanto. Se habla mucho del vicio nacional que es la envidia, pero ¡cuanto pesa la ramplonería, ahora que tan bien combina con la corrección política! ¡qué no diría don Miguel de Unamuno si pudiera!.
Mientras el paraguas de la Unión Europea ha funcionado, y la prosperidad ya parecía parte inalienable de nuestro paisaje, el pueblo se ha sentido bien a gusto con esta especie de versión secular y política del providencialismo, sin que ello evitara estar en permanente disgusto con la otra parte de España. Pero la inquina puede dejarse aparcada cuando hay fiesta que disfrutar.
Lógicamente por lo que se refiere a los jóvenes, la mayoría pasaba y se desenganchaba. Veían que para los mayores, de los que los jóvenes aprenden por contagio normalmente, la política era algo puramente convencional y ritual. Lo que les llega es que la democracia es un sistema en el que cada uno dice lo que quiere y que además porta prosperidad y bienestar, como el regalo incluido en una promoción. Pero un sistema que funciona sólo, una vez recibe el impulso inicial. En este contexto cada ciudadano tiene su opinión, pero esto significa lisa y llanamente tener su ideología, el estar posicionado con un unos o con otros de una vez y a ser posible para siempre. Opinar como consecuencia de tratar de entender la realidad de las cosas, eso ¿qué falta hace? ¿Para qué molestarse y profundizar si ya todo funciona sólo?
Pero en cuanto algo ha fallado y se ha notado, o magnificado, afectando especialmente a las expectativas de los jóvenes, el sentimiento pasivo de estos, se ha ido transformando en resentimiento activo. ¿No se decía que la democracia significa prosperidad? Si esto es verdad, lo que tenemos no es democracia. ¿No se dice que los ciudadanos decidimos? ¿Cómo es posible entonces que si las cosas van mal decidamos nada? ¿Acaso hemos decidido ir al desastre, que la gente se quede sin trabajo y sin piso, que los jóvenes tengamos que emigrar, y que encima los políticos se lo lleven crudo..etc, etc? El malestar juvenil emerge de un bosque sombrío como los bárbaros en el imperio romano. Y al hacerlo han ido apropiándose de los motivos que los mayores tenían aparcados, pero a los que no querían renunciar , por muy trasnochados y nocivos que fueran. Son parte de nuestra identidad, qué le vamos a hacer. Ahora los jóvenes los toman por su primera identidad, que exhiben con orgullo, rescatándola del desván en la que esta se apolillaba.
Pero no tanto el movimiento de indignación, sino su capitalización por un grupo de verdaderos profesionales de la política, de las más rancia y recia formación totalitaria, prueba lo agrietada que está nuestra cultura democrática, de cuanto barniz y cuan poca hondura. Esta posibilidad quedaba descartada porque se pensaba que, pese a todo, la solidez propia de una sociedad desarrollada se correspondía con la solidez de la cultura democrática de la sociedad. Sin mucho pensar se ha dado por obvia esta ecuación milagrosa. La extensión de los batasunos ya indicaba que no es algo evidente, pero la singularidad del caso vasco lo explicaría todo. Con carácter general ¿quién en su sano juicio podía osar ganarse a nadie para desestabilizar y poner en cuestión el bienestar, la pluralidad y la tolerancia? Que no se diga que es una democracia joven, no estamos en el tercer mundo ni en una civilización ajena a la corriente de la modernidad. Que no se diga que la gente que sigue a estos espabilados totalitarios no puede saber todavía su verdadera catadura y necesita su tiempo, porque ese es el problema, que carezca de los mínimos instrumentos de discernimiento. Tampoco se puede achacar todo a la promoción, casi mesiánica, que han llevado a cabo los principales medios de comunicación privados. Estos aprovechan el tirón, eso sí con gran placer y convencimiento, como salta a la vista. No nos engañemos, si gran parte de los jóvenes tiene una imagen visionaria de la democracia, confundiendo poesía callejera y política, no es porque no hayan recibido las clases precisas de educación política y formación cívica. Cualquiera sabe que esto sólo funciona si se está predispuesto y si hay coherencia con lo que transmite la sociedad en la práctica. Las razones pueden ser muy complejas pero hay un hecho obvio: al igual que los hijos no pueden tener un mínimo de interés en la lectura si no ven a sus padres o mayores leer y hablar de sus lecturas, tampoco pueden dar valor al sistema institucional, si no ven a los padres y mayores comprometidos con el mismo, como si fuera algo propio. Y no hablemos de la influencia de los medios, sólo refuerzan los peores hábitos y apenas crean buenos. Se pueden hacer todas la campañas de lectura y de formación cívica que se quiera, pero por sí solas todo queda en una salmodia.
Me pregunto por último ¿este adanismo galopante es una aportación peculiar de la democracia española o algo característico que toma cuerpo de una u otra forma en todas las democracias posmodernas? Algún día habrá que pensarlo.

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