Una de las consecuencias de la
crisis es la desafección política e institucional pero también la extensión
entre el pueblo de la idea de que los políticos forman un grupo aparte,
llámesele casta o clase diferenciada de los ciudadanos. Esta idea contrasta con
el diseño ideal de la actividad política en un país democrático, según el que
los políticos son los representantes de los ciudadanos y actúan por delegación
o comisión de los mismos, sino de forma directa, pues es imposible, al menos de
forma indirecta, interpretando sus intereses, necesidades, sensibilidades y
creencias, para hacer y defender lo mismo que cada ciudadano representado
haría. Es la continuidad entre los políticos y los ciudadanos lo que parece
estar en juego. En realidad este esquema santifica de tal forma la actividad
política que el despertar del sueño amenaza con rebajar el crédito de la
actividad política hasta la insolvencia total. Por encima del esquema ideal, en
la práctica el pueblo, ahora se dice “la ciudadanía”, delega en los políticos
por una mezcla de necesidad y convencimiento. Mientras el ciudadano se ocupa de
sus asuntos particulares se elige al político para que resuelva los asuntos
públicos y comunes y le quite la carga de
tener que pensar en eso. Se procede como cuando se contrata a un asesor fiscal
o a un asistente que limpie la casa. Pero por otra parte se piensa que el
elegido merece la confianza por tener las mismas ideas y hacer lo mismo que uno
haría en caso de gobernar. En España y en general en los países europeos la
razón no es el conocimiento de las ideas y aptitudes de cada político en
particular sino la fe en el partido que lo avala, con lo que el lazo es entre
partido y ciudadano antes que entre político y ciudadano. La crisis ha
arrastrado ambos supuestos: la gente siente que ni los políticos se muestran
capaces de resolver los asuntos públicos dejando a los ciudadanos vivir en paz,
y también que en la práctica las
denominadas diferencias ideológicas entre los partidos no son tan importantes
pues al fin y al cabo “todos hacen lo mismo” o parecido. Con lo que se cuestiona
tanto la solvencia y/u honestidad de los políticos, como sobre todo a los
partidos en cuanto cauces ideológicos.
Las razones que justifican estas
creencias tienen que ver con la especificidad de la actividad política en el
tiempo presente, pero también con la devaluación de las ideologías como fundamento de la
actividad política. Respecto a lo primero, la inmensidad de la maquinaria
estatal, el hecho de que la administración tenga la llave de gran parte de
actividad económica y social, la extensión de los servicios públicos que son
parte indisociable de la vida de los ciudadanos, etc, abundan en la especial
posición de los encargados de gestionar todo eso. Los partidos constituyen, en la
oposición como aspirantes, en el gobierno como gestores, una segunda
administración que se superpone a la maquinaria estatal tradicional. Pero con
la diferencia de que sus tentáculos se irradian por todo el cuerpo social
gestionando una red de intereses y complicidades que dan pie a una especie de
administración sumergida. Por otra parte al depender todos de la opinión
pública es preciso tanto marcar las diferencias entre partidos hasta la
hostilidad si hace falta, como protegerse de la opinión pública administrando
lo que conviene o no decir y el modo de decirlo. Se crea así inevitablemente
una jerga y un estilo de comunicación tan parecido que al margen de las
diferencias identifica al político de un modo característico.
La devaluación de las ideologías
no proviene sólo de las dudas que levantan las incoherencias y los constantes
pasos atrás de los partidos políticos, tiene causas más profundas. Todavía se
tiene la creencia tradicional de que las ideologías son concepciones compactas
del mundo, capaces no sólo de dar cuenta de los fundamentos de las ilusiones de
los seres humanos, sino también de proporcionar modelos, alternativos entre sí,
pero coherentes de organización social definitiva. Al identificarse con su
partido el pueblo se reafirma en la creencia de que posee una visión clara y fundada
sobre su sociedad y el mundo, y sobre todo de que hay ciertas claves, que deben
dominar los profesionales de la política, de las que depende la buena marcha de
la sociedad. Fenómenos históricos como la caída del muro o el derrumbe de los
partidos tradicionales en Italia rebaten esa ilusión en el plano teórico pero
no hasta el punto de arrancarla de raíz. Lo que más cuenta es la profunda
transformación de las sociedades modernas en sociedades de masas y de clases
medias a la vez. Pero sobre todo en sociedades muy acomodadas. Por encima de
las diferencias de creencias de valores y sensibilidades, está el hecho de que
se comparte un parecido estilo de vida y que en el fondo, eso es lo más
importante, se quiere conservar ese estilo por encima de todo. Es cierto que
unos se sienten mejor o peor dentro de ese modus vivendi pero el malestar y la frustración
predominante nace del temor a perderlo o de no poder disfrutarlo adecuadamente
o tanto como otros lo disfrutan. Esta comunión suaviza la polarización social
que estaba en la base de la postulación de ideologías alternativas y mutuamente
excluyentes. Estas subsisten haciendo hincapié en aspectos importantes de la
vida social como los servicios públicos, el papel del Estado y las libertades
individuales, costumbres sociales, alcance de los derechos..etc, pero ya no
pueden pretender ser modelos sociales alternativos nítidamente diferenciados y
opuestos. Pues en todo esto habiendo una identidad de fondo suele estar en
cuestión el más y el menos o la forma de hacerlo y presentarlo. En cualquier
caso lo que no se discute es que la forma de organizarse socialmente tiene que
guiarse por el estilo de vida imperante y ha de servir para consolidarlo y
perfeccionarlo. Los partidos políticos tienden a inflar lo diferente y en
general la ideología en el sentido expuesto por encima de los proyectos y
compromisos programáticos verídicos y verosímiles, en la necesidad de ganarse
la opinión pública y salvaguardar su ascendencia. Pero como la relación entre
la realidad práctica y la ideología es cada vez más misteriosa e indescifrable, se quiere mantener más bien la ilusión de la
perduración de la ideología de toda la vida disfrazando esta de todo tipo de
generalidades y lugares comunes que nadie que no esté en su sano juicio puede
dejar de compartir.
Las tradicionales ideologías
holísticas se basaban en la idea de que todas las posiciones sociales,
afectaran a la economía a las costumbres, al arte, la religión o a la moda,
estaban conjugadas entre sí como partes
de un todo homogéneo, de modo que, por ejemplo, al ser uno socialista era
anticlerical, partidario del aborto, partidario de la propiedad colectiva..etc.
Pero ahora es cada vez más perentoria la necesidad de posicionarse en torno a puntos críticos relativamente
independientes entre sí, de modo que se puede ser partidario de la protección
social típica del estado de bienestar, favorable a proteger la religión y la
familia, abortista o antiabortista, favorable a la energía nuclear o lo
contrario..etc. La tensión entre la fijación de unas señas de identidad y la
tendencia a la dispersión acucia tanto a las formaciones tradicionales como a
los ciudadanos que pretenden a la vez sentirse ideológicamente amparados pero
también libres de posicionarse en cualquier sentido.
Los políticos rechazan formar
parte de una clase o grupo tanto por la necesidad de preservar sus señas de
identidad frente a los otros partidos políticos, como por la necesidad de aparentar proximidad con el ciudadano común.
Pero la distancia entre los ciudadanos y los políticos es en parte un hecho que
forma parte de la misma actividad política y en parte un fenómeno deplorable.
Los políticos están en la posición de actores de la actividad política y los
ciudadanos en la posición de espectadores, eso es inevitable. La diferencia con
el teatro es que los espectadores no son neutrales y de una forma u otra
participan en el desarrollo de la trama, mientras los actores han de tener
siempre en cuenta la reacción de los espectadores, pues al fin y al cabo en la
vida política hay que rehacer el guión al ejecutarlo o incluso cambiarlo. Supuesto esto la
sensación subjetiva de distanciamiento denota una crisis de representación en
la que se invierten los papeles entre los políticos-actores y los ciudadanos
espectadores. Quieren los ciudadanos ocupar, idealmente claro, el lugar de los
políticos, mientras que estos desearían
ser enjuiciados no por lo que hacen sino por las buenas intenciones que comparten
con los ciudadanos, es decir como si fueran un ciudadano más.
Cuando esta crisis de
representación afecta al conjunto de
formaciones y no a un sólo o varios partidos, la distancia aparece como un mal
que cuestiona a los políticos en su conjunto y provoca que se vean a los
políticos como miembros de una clase. Que esa expresión aplicada a los
políticos sea ya de por sí peyorativa, denota que en el fondo se quiere ver a los
políticos sólo como representantes. Pero sobre todo hace que se tenga la
condición por la que son sólo representantes, sin otro interés que el del
representado, como la situación natural. Es la quiebra de ese imaginario estado
natural lo que genera un plus de desasosiego
y desentendimiento de la actividad política
como tal además de la censura de la clase política. Se puede añadir a esto que la
rigidez del sistema partitocrático exagera la crisis de representación al no
poder responsabilizarse a algún político en particular sino a todos en su
conjunto.
El paso a la vinculación personal
entre el político y el ciudadano es algo deseable pues pondría las cosas en sus
justos términos al obligar a que el representante sea tal, porque conecte de
una forma más flexible con las preferencias de los ciudadanos y rinda cuentas y
se juzgue por su ejercicio, condiciones estas que la pesada maquinaria partitocrática
apenas garantiza al situar al ciudadano en la tesitura del todo o nada. Pero
dar este paso requeriría una transformación muy profunda del orden
institucional y en no menor grado de la mentalidad colectiva en la medida que
esta se basa en la confianza que da el partido como representante ideológico.
La consideración de la actividad
como una actividad profesional toca este asunto de refilón. Choca contra esto
la vocación que se supone al político tanto como al sacerdote, en conformidad
con lo que debiera actuar no por su interés sino por el interés común. Pero eso
puede valer para cualquier profesión dependiendo de la disposición personal del
profesional, por lo que la reticencia tiene más que ver con el hecho de que se
prejuzgue la condición ideal de representante público. En realidad cuando el ciudadano
hace de político tiene que actuar como profesional de la política, si se
entiende por tal dedicarse exclusivamente y
ser competente en su labor. Y por supuesto que los réditos que esto proporcione
sean los tasados para la actividad política como tal. Cuales deban ser, esto es
otro problema. Lo que está en discusión es la conveniencia de que la política
sea una profesión de toda la vida como cualquier otra, por ejemplo médico o
taxista, y si el político ha de tener experiencia laboral en la vida civil para
acceder a esta labor. Es evidente que de ser la política una profesión no es
como ninguna otra, ya que su ejercicio implica una relación de confianza viva con
los ciudadanos y se soporta al menos idealmente en la decisión práctica de
estos. En principio según ello no hay nada que objetar a que los ciudadanos
prefieran a un político, aunque nunca haya dado un palo al agua. Esto lo
permite y disimula el sistema de partidos por los que el político es solo un
representante…del partido. Pero sería difícil que ocurriera en un sistema de
vinculación personal y de darse es evidente que la calidad de vida pública se
vería seriamente deteriorada. Hablando teóricamente, es indudable que la
burocratización de la actividad política lleva inevitablemente a que los representantes
públicos sean una casta y que de acuerdo con ello la profesionalización
política sea algo nocivo. Mientras que por el contrario si la política
descansara en la vinculación personal en una mayor medida, es decir en la
confianza que una persona merece, se
incentivaría el mérito del político y la agudeza del ciudadano. Pero es difícil que eso suceda si el político
carece de experiencia en la vida civil y no ofrece más pruebas de su valía que
la confianza de sus jefes.