Creo
que la voluntad general de conquistar la democracia por parte del
pueblo español y la clase política, nueva y vieja, determinó la
forma como se tramitaron los miedos e incluso el sentido de estos.
Pero esto nada tiene que ver con que la Constitución fuera producto
del miedo, es decir que sin cierto miedo tendríamos una democracia
más verdadera. Sino se distingue entre los miedos existentes y la
falsa idea de que la gente aceptó la constitución por miedo,
tendríamos que admitir el absurdo de que la gente prefirió la
democracia a la dictadura por miedo.
Producto
de esta insana confusión se está colando como verdad oficial que la
Constitución fue producto del miedo que rigió en la transición a
la involución franquista, y a la imposición de la fuerzas del
régimen especialmente el ejército. Se suele oponer que por el
contrario fuera producto de la voluntad de concordia. Es esto cierto
pero, sino se matiza y completa, se dan argumentos en favor de los
falsificadores de la historia.
Sin duda que el miedo tuvo su
protagonismo como en cualquier proceso político, más si es
constituyente, por eso es importante delimitar cual era en este caso
el objeto de ese miedo. Tiene su origen en que los actores de la
transición se encontraron en una situación inédita de extrema
incertidumbre sobre sus fuerzas reales y sobre todo sus fuerzas
potenciales, que dependían de la actitud del pueblo español. La
verdadera incógnita era la manera de reaccionar de éste, pero a
poco que se hizo la luz quedó claro su voluntad de que hubiera una
democracia sin aventuras y mirando hacia delante. La orientación de
los actores políticos fue cobrando forma conforme este hecho
resultaba evidente.
Vayamos
al cruce de los miedos.
A los suaristas y en general a la derecha
procedente del franquismo no les preocupó tanto llegar a la
democracia como controlar el proceso que llegaba a la democracia.
Temían que en ese proceso sobreviniese la ruptura y con ello el caos
que los podía arrastrar pero también a la sociedad. A cambio
estaban dispuestos a admitir la máxima democracia, con la única
salvaguarda de la continuidad de la monarquía y su transformación
en monarquía simbólica y parlamentaria. Era la garantía para que
el proceso fuese controlable. Los pasos prácticos tras la caída de
Arias Navarro transformaron el control del proceso en un proceso
controlable, es decir un proceso que marchaba al paso de lo que
quería y podía admitir la sociedad y el conjunto de fuerzas
políticas.
La
izquierda temía sobre todo quedar descolgada, una vez que los
reformistas del régimen empezaron a sintonizar con el ritmo de los
tiempos y se determinaron por la democracia. Pero ya con el proceso
que llevó a la legalización del PCE y la vuelta de Tarradellas la
izquierda fue asumiendo que el problema no era el contenido de la
democracia, sino su posicionamiento en la llegada de la democracia.
El PCE apoyó a Suarez para asegurar su legalización y una cierta
comodidad, como también para bloquear lo más posible el
sorprendente ascenso del advenedizo socialismo de F. Gonzalez. La
apuesta por la ruptura era absurda una vez que se evidenció que los
presuntos representantes de la burguesía y de la derecha democrática
aglutinados en torno a la Junta eran figurantes fantasmagóricos sin
masa social detrás, ni influencia verdadera en los poderes fácticos.
La derecha de toda la vida y la nueva derecha sociológica se
agrupaba en torno a Suarez y lo que es más importante no hacía
ascos a la democracia, quizás por sentido de la realidad y por deseo
de desmarcarse de la dictadura.
Por
su parte el emergente socialismo se cuidó de caer en las redes del
“compromiso histórico” por el que suspiraba Carrillo. Aunque
esto supusiera ceder el liderazgo del proceso a Suarez, podía
reservarse como alternativa sin contaminar por el comunismo.
Resultó así un doble pacto. El primero escrito y culminado en la
Constitución, por el que la izquierda definía el contenido
fundamental de ésta, con aroma socialdemócrata incluido, a cambio
de ceder a la derecha los símbolos, es decir la monarquía y la
bandera. Por desgracia y de facto la izquierda incluyó en la
simbología cedida a la derecha la unidad de España. El segundo no
escrito: la izquierda admitía como bueno lo que era bueno, la
democracia, pero se resignaba a no aparecer como una victoria
exclusiva sino una obra conjunta con la derecha. Esto en cuanto se
consolidó la democracia y sobre todo cuando volvió a gobernar la
derecha escoció sobremanera a las vanguardias de la izquierda, y las
sumió en una melancolía permanente.
Si
hubo así miedo, fue el de la derecha a quedar desbordada en el
proceso de llegada de la democracia; fue el de la izquierda a a
quedar descolgada del sentimiento del pueblo una vez que la derecha
admitió la democracia. Este doble miedo reforzó que la democracia
fuera tan democrática y tan abierta a garantizar todas las
libertades y derechos, que si de algo pecó fue de temeridad y
candidez. En estos casos el miedo pudo estimular las convicciones democráticas profundas. Por supuesto el miedo de la extrema izquierda, extremadamente activa,
no era el de la vuelta a la dictadura, sino que todo se quedase en una
"democracia burguesa".
El
asunto clave fue claro está la actitud ante los nacionalismos
potencialmente separatistas. ¿se resolvió como se resolvió por miedo o por candidez o por oportunismo? ¿o por un poco de todo?
En lo fundamental la derecha admitió
los planteamientos de la izquierda dirigidos a integrar la voluntad
de los nacionalistas a toda costa. Creo que a la izquierda le movían tres ideas,
más bien prejuicios:
-que
lo fundamental de las reivindicaciones y de los planteamientos
nacionalistas eran justos y que se debían en gran medida a la
ausencia de democracia y al centralismo. La experiencia de la
actuación de los separatistas en la República no resultó
suficiente para corregir un prejuicio tan desenfocado y de tan
nefastas consecuencias.
-la
seguridad de que los nacionalistas podían ser un aliado constante
contra la derecha, con tal de que se concediesen sus reivindicaciones
autonomistas.
-la
desviación de las reivindicaciones de la izquierda hacia el
autonomismo en todas la regiones como alternativa fáctica a la
disolución de la adhesión a la idea de la unidad nacional, que la
izquierda, en su imaginario más o menos consciente, seguía
considerando un residuo franquista.
Por
su parte la derecha suarista, y en general, se avino a conceder sin
garantías las reivindicaciones nacionalistas. Contaron sin duda
otra versión de los mismos prejuicios:
-
que la independencia era imposible en los tiempos modernos y que los
nacionalistas no tendrían más remedio que ir asumiéndolo.
-
que en el fondo a los nacionalistas sólo les importaba el poder en
su región y el interés económico, reduciéndose las soflamas
identitarias a una mera retórica electoral.
-que
de esta manera la mayoría de la sociedad vasca se apartaría de ETA
y la reprobaría.
-que,
una vez desmontado el centralismo, podría contar con los
nacionalistas contra la izquierda pues al fin y a la postre son
fuerzas de derechas.
Podría
parecer ventajista llamar la atención a la ingenuidad y también
temeridad de estos planteamientos de izquierda y derecha, que en el
fondo no dejan de encubrir una mezcla de oportunismo y pusilanimidad.
Las circunstancias los explican y hasta justifican en parte. Pero
resulta absurdo pretender que la resolución que consta en la
Constitución de la cuestión nacional fue una imposición del
ejército. No podía constar otra cosa que la unidad de España y la
soberanía nacional, salvo que los constituyentes se hubieran vuelto
tan locos como un comprador de un piso que en la escritura admite que
este piso puede salir a la venta si lo quieren los vecinos. Lo más
alarmante no es que las competencias autonómicas quedaran abiertas,
así como la indeterminación de los poderes del Estado ,y que se
aceptaran incluir las semillas de la desintegración nacional, como
el concepto de nacionalidad o la aprobación de los fueros sin
lealtad. Por encima de ello destaca que no se viera en estas
exigencias nacionalistas, sin más contrapartida que la presunción
no declarada siquiera de buena voluntad, la prueba de que no iba a
existir lealtad alguna, y no digamos ya proyecto común. Más curioso
es que los prejuicios que conducían a confiar en los nacionalistas
siguen en lo fundamental vigentes.
En
una media que puede ser rocambolesca Suarez creyó que el “café
para todos” resolvería de golpe los dos problemas cruciales: al
dejar abiertas el máximo de competencias las autonomías más
nacionalistas se conformarían; al dar esta posibilidad a todas las
demás por igual desaparecerían los motivos para los agravios
comparativos que harían imposible la gobernabilidad y evitaría que
las “nacionalidades históricas” pudieran reivindicar un trato
especial frente al resto de la nación. Ha resultado que estas se han
sentido más agraviadas porque se les compara como si fueran iguales
y que las otras se cierran como compartimentos estanco.
¿Había
voluntad de concordia? Seguramente los intereses comunes y el acicate
de la voluntad popular llevaron a la convicción de que la concordia
era un valor positivo. La voluntad de concordia no fue el motor de la
transición, sino que al progresar esta fue tomando cuerpo y empezó
a comprenderse como un valor positivo y esencial. Lástima que se
creyera en ella a medias. Quedó demasiada melancolía por reciclar y
pocas ganas de hacerlo en quienes debieran. Con la marcha de las
cosas fueron sucumbiendo a la tentación de sacar ventaja de esa
melancolía.
Por
lo que respecta al pueblo: ¿decidió con miedo? Claro, en el mismo
sentido de quien se pone bufanda en invierno para no coger un
catarro. La bufanda era la democracia, la posibilidad de vivir en paz
y en libertad. El catarro era la dictadura y la guerra civil. Miedo
en el mismo sentido que no querer el podemismo es equivalente a temer
la dictadura comunista.
En
suma y a pesar de todo la gran aportación de la transición fue la
conciencia de que la democracia es incompatible con el
guerracivilismo. ¿Una bella época?