lunes, 12 de diciembre de 2016

LOS MIEDOS EN LA TRANSICIÓN.



Creo que la voluntad general de conquistar la democracia por parte del pueblo español y la clase política, nueva y vieja, determinó la forma como se tramitaron los miedos e incluso el sentido de estos. Pero esto nada tiene que ver con que la Constitución fuera producto del miedo, es decir que sin cierto miedo tendríamos una democracia más verdadera. Sino se distingue entre los miedos existentes y la falsa idea de que la gente aceptó la constitución por miedo, tendríamos que admitir el absurdo de que la gente prefirió la democracia a la dictadura por miedo.

Producto de esta insana confusión se está colando como verdad oficial que la Constitución fue producto del miedo que rigió en la transición a la involución franquista, y a la imposición de la fuerzas del régimen especialmente el ejército. Se suele oponer que por el contrario fuera producto de la voluntad de concordia. Es esto cierto pero, sino se matiza y completa, se dan argumentos en favor de los falsificadores de la historia. 

Sin duda que el miedo tuvo su protagonismo como en cualquier proceso político, más si es constituyente, por eso es importante delimitar cual era en este caso el objeto de ese miedo. Tiene su origen en que los actores de la transición se encontraron en una situación inédita de extrema incertidumbre sobre sus fuerzas reales y sobre todo sus fuerzas potenciales, que dependían de la actitud del pueblo español. La verdadera incógnita era la manera de reaccionar de éste, pero a poco que se hizo la luz quedó claro su voluntad de que hubiera una democracia sin aventuras y mirando hacia delante. La orientación de los actores políticos fue cobrando forma conforme este hecho resultaba evidente.

Vayamos al cruce de los miedos. 

A los suaristas y en general a la derecha procedente del franquismo no les preocupó tanto llegar a la democracia como controlar el proceso que llegaba a la democracia. Temían que en ese proceso sobreviniese la ruptura y con ello el caos que los podía arrastrar pero también a la sociedad. A cambio estaban dispuestos a admitir la máxima democracia, con la única salvaguarda de la continuidad de la monarquía y su transformación en monarquía simbólica y parlamentaria. Era la garantía para que el proceso fuese controlable. Los pasos prácticos tras la caída de Arias Navarro transformaron el control del proceso en un proceso controlable, es decir un proceso que marchaba al paso de lo que quería y podía admitir la sociedad y el conjunto de fuerzas políticas.


La izquierda temía sobre todo quedar descolgada, una vez que los reformistas del régimen empezaron a sintonizar con el ritmo de los tiempos y se determinaron por la democracia. Pero ya con el proceso que llevó a la legalización del PCE y la vuelta de Tarradellas la izquierda fue asumiendo que el problema no era el contenido de la democracia, sino su posicionamiento en la llegada de la democracia. El PCE apoyó a Suarez para asegurar su legalización y una cierta comodidad, como también para bloquear lo más posible el sorprendente ascenso del advenedizo socialismo de F. Gonzalez. La apuesta por la ruptura era absurda una vez que se evidenció que los presuntos representantes de la burguesía y de la derecha democrática aglutinados en torno a la Junta eran figurantes fantasmagóricos sin masa social detrás, ni influencia verdadera en los poderes fácticos. La derecha de toda la vida y la nueva derecha sociológica se agrupaba en torno a Suarez y lo que es más importante no hacía ascos a la democracia, quizás por sentido de la realidad y por deseo de desmarcarse de la dictadura.

Por su parte el emergente socialismo se cuidó de caer en las redes del “compromiso histórico” por el que suspiraba Carrillo. Aunque esto supusiera ceder el liderazgo del proceso a Suarez, podía reservarse como alternativa sin contaminar por el comunismo.


Resultó así un doble pacto. El primero escrito y culminado en la Constitución, por el que la izquierda definía el contenido fundamental de ésta, con aroma socialdemócrata incluido, a cambio de ceder a la derecha los símbolos, es decir la monarquía y la bandera. Por desgracia y de facto la izquierda incluyó en la simbología cedida a la derecha la unidad de España. El segundo no escrito: la izquierda admitía como bueno lo que era bueno, la democracia, pero se resignaba a no aparecer como una victoria exclusiva sino una obra conjunta con la derecha. Esto en cuanto se consolidó la democracia y sobre todo cuando volvió a gobernar la derecha escoció sobremanera a las vanguardias de la izquierda, y las sumió en una melancolía permanente.

Si hubo así miedo, fue el de la derecha a quedar desbordada en el proceso de llegada de la democracia; fue el de la izquierda a a quedar descolgada del sentimiento del pueblo una vez que la derecha admitió la democracia. Este doble miedo reforzó que la democracia fuera tan democrática y tan abierta a garantizar todas las libertades y derechos, que si de algo pecó fue de temeridad y candidez. En estos casos el miedo pudo estimular las convicciones democráticas profundas. Por supuesto el miedo de la extrema izquierda,  extremadamente activa, no era el de la vuelta a la dictadura, sino que todo se quedase en una "democracia burguesa".

El asunto clave fue claro está la actitud ante los nacionalismos potencialmente separatistas. ¿se resolvió como se resolvió por miedo o por candidez o por oportunismo? ¿o por un poco de todo?

En lo fundamental la derecha admitió los planteamientos de la izquierda dirigidos a integrar la voluntad de los nacionalistas a toda costa. Creo que a la izquierda le movían tres ideas, más bien prejuicios:

-que lo fundamental de las reivindicaciones y de los planteamientos nacionalistas eran justos y que se debían en gran medida a la ausencia de democracia y al centralismo. La experiencia de la actuación de los separatistas en la República no resultó suficiente para corregir un prejuicio tan desenfocado y de tan nefastas consecuencias. 

-la seguridad de que los nacionalistas podían ser un aliado constante contra la derecha, con tal de que se concediesen sus reivindicaciones autonomistas.

-la desviación de las reivindicaciones de la izquierda hacia el autonomismo en todas la regiones como alternativa fáctica a la disolución de la adhesión a la idea de la unidad nacional, que la izquierda, en su imaginario más o menos consciente, seguía considerando un residuo franquista.

Por su parte la derecha suarista, y en general, se avino a conceder sin garantías las reivindicaciones nacionalistas. Contaron sin duda otra versión de los mismos prejuicios:

- que la independencia era imposible en los tiempos modernos y que los nacionalistas no tendrían más remedio que ir asumiéndolo.

- que en el fondo a los nacionalistas sólo les importaba el poder en su región y el interés económico, reduciéndose las soflamas identitarias a una mera retórica electoral.

-que de esta manera la mayoría de la sociedad vasca se apartaría de ETA y la reprobaría.

-que, una vez desmontado el centralismo, podría contar con los nacionalistas contra la izquierda pues al fin y a la postre son fuerzas de derechas.

Podría parecer ventajista llamar la atención a la ingenuidad y también temeridad de estos planteamientos de izquierda y derecha, que en el fondo no dejan de encubrir una mezcla de oportunismo y pusilanimidad. Las circunstancias los explican y hasta justifican en parte. Pero resulta absurdo pretender que la resolución que consta en la Constitución de la cuestión nacional fue una imposición del ejército. No podía constar otra cosa que la unidad de España y la soberanía nacional, salvo que los constituyentes se hubieran vuelto tan locos como un comprador de un piso que en la escritura admite que este piso puede salir a la venta si lo quieren los vecinos. Lo más alarmante no es que las competencias autonómicas quedaran abiertas, así como la indeterminación de los poderes del Estado ,y que se aceptaran incluir las semillas de la desintegración nacional, como el concepto de nacionalidad o la aprobación de los fueros sin lealtad. Por encima de ello destaca que no se viera en estas exigencias nacionalistas, sin más contrapartida que la presunción no declarada siquiera de buena voluntad, la prueba de que no iba a existir lealtad alguna, y no digamos ya proyecto común. Más curioso es que los prejuicios que conducían a confiar en los nacionalistas siguen en lo fundamental vigentes.
En una media que puede ser rocambolesca Suarez creyó que el “café para todos” resolvería de golpe los dos problemas cruciales: al dejar abiertas el máximo de competencias las autonomías más nacionalistas se conformarían; al dar esta posibilidad a todas las demás por igual desaparecerían los motivos para los agravios comparativos que harían imposible la gobernabilidad y evitaría que las “nacionalidades históricas” pudieran reivindicar un trato especial frente al resto de la nación. Ha resultado que estas se han sentido más agraviadas porque se les compara como si fueran iguales y que las otras se cierran como compartimentos estanco.

¿Había voluntad de concordia? Seguramente los intereses comunes y el acicate de la voluntad popular llevaron a la convicción de que la concordia era un valor positivo. La voluntad de concordia no fue el motor de la transición, sino que al progresar esta fue tomando cuerpo y empezó a comprenderse como un valor positivo y esencial. Lástima que se creyera en ella a medias. Quedó demasiada melancolía por reciclar y pocas ganas de hacerlo en quienes debieran. Con la marcha de las cosas fueron sucumbiendo a la tentación de sacar ventaja de esa melancolía.

Por lo que respecta al pueblo: ¿decidió con miedo? Claro, en el mismo sentido de quien se pone bufanda en invierno para no coger un catarro. La bufanda era la democracia, la posibilidad de vivir en paz y en libertad. El catarro era la dictadura y la guerra civil. Miedo en el mismo sentido que no querer el podemismo es equivalente a temer la dictadura comunista.

En suma y a pesar de todo la gran aportación de la transición fue la conciencia de que la democracia es incompatible con el guerracivilismo. ¿Una bella época?


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