El No a la independencia
escocesa merece ser celebrada por Cameron de la misma forma que lo
haría un conductor borracho al llegar casa sin ningún percance,
después de haber sorteado las principales avenidas de la ciudad en
hora punta y ver que sigue vivo y sin multa.
Haciendo abstracción de
las derivadas practicas políticas de la broma pesada de tamaña
eminencia, derivadas que no se aventuran muy divertidas, merecen
considerarse aspectos que advierten sobre la pasta del mundo en el
que nos estamos metiendo y que resultan comunes a casos como el
catalán. Por ejemplo: lo súbito de la conversión al
indepentismo y a las veleidades antisistema de amplias capas de la
población; el dominio atosigante de la calle y de la opinión
pública de estas posiciones en contraste con el silencio de quienes
no las comparten; por último la emergencia del pensamiento mágico
que se extiende como una balsa de aceite en toda Europa. Me voy a
limitar a ofrecer alguna impresión sobre esto último.
Las pretensiones de los
nacionalismos disgregadores y de los antisistema populistas, que
tienden a converger, no son mágicos e ilusos porque sean imposibles
desde un punto de vista puramente político. La vida ofrece sus
oportunidades para alcanzar el poder aún a las opciones más
descabelladas. Nadie se jugaría un pelo de su cabello por Hitler en
1930, ni por el derrumbe del imperio soviético a comienzos de los
80, ni la carnicería en que quedaría la extinta Yugoslavia y así
tantas cosas. Propagar la obviedad de que las naciones modernas
también pueden ser perecederas es una trampa para ingenuos si se
quiere indicar que por ello hay
que ponerles un puente plata. Lo mágico de pretensiones de moda, que
parece en este caso llamada a ser duradera, son las esperanzas y
ensoñaciones asociadas a las mismas. Un examen mínimamente objetivo
muestra que lo que supone la independencia de muchas pequeñas
naciones nada tiene en común con lo que se espera de ello. Como si
el que se cambia de casa a otro barrio esperase que por eso haría
más amigos, florecería su negocio o incluso ganaría siempre su
equipo de fútbol. No es extraño que los sueños que se asocian con
el independentismo tiendan a converger con las más variadas
tendencias antisistema que ahora se empiezan a denominar
“populismos”, tengan su origen en la izquierda, como en España o
Grecia, o en la derecha como en Francia, Inglaterra o la Europa del
Norte. Ambos comparten la indefinición sobre las consecuencias de
triunfar sus opciones. En parte porque no tienen idea, porque no les
importa y sobre todo porque de saberse muchos seguidores se pondrían
a temblar.
Ahora más que nunca
parece que vale “lo pequeño es hermoso”, amuleto invencible
contra el fantasma de la globalización. Las ensoñaciones, más bien
quimeras, que vienen asociadas son sin duda respuestas instintivas
a las grietas del sistema nacido tras la II Guerra mundial y sobre
todo tras la reunificación alemana. Hay varias líneas maestras en
este aliento independentista:
-La aspiración a un
espacio de fraternidad, de tratarnos como personas y no como
mercancías, pensar en el bien común antes que en el propio
beneficio, de cambiar alienación por sinceridad y verdad. Sin duda
que este es el punto débil de nuestro mundo y de nuestra
civilización nacida con la modernidad y esto ya se nota mucho.
-La creencia de que con
la independencia y los pequeños Estados la economía y los recursos
podrán controlarse democráticamente, o al menos bastante mejor, de
que se podrá blindar el Estado del bienestar y con ello combatir la
desigualdad social extrema, y además de que se puede conseguir un
hábitat más ecológico.
-La creencia de que los
ciudadanos controlarán a la política y no los políticos a los
ciudadanos, la transparencia frente a la manipulación, la
erradicación de la corrupción y de los corruptos.
Suena a lo que se creía
en los albores de las autonomías, reedición al fin y a la postre de
las doctrinas federalistas y comunitaristas decimonónicas tan
entrañables y verdaderas en puridad axiológica. La fe en el ser
humano que anima a creer que la proximidad y la familiaridad de los
unos con los otros, el conocimiento concreto de los asuntos comunes,
despeja los artificios de la alta política y de las leyes
inexorables e indescifrables del mercado.
La nación moderna, los
venerables estados nación han sido a la vez un espacio de civilidad
y de generalización de la economía de mercado. Con el tiempo se han
convertido en el marco de la socialización del bienestar. El
equilibrio entre estas variables (libertades civiles, prosperidad
personal y bienestar colectivo), es sin duda precario. Además la
fraternidad entre los ciudadanos ha degenerado en egoísmo colectivo
contra los vecinos. Los nacionalismos han provocado terribles guerras
mundiales y locales. La Unión europea pone remedio al círculo fatal
de los egoísmos colectivos, pero todavía somos deudores de los
mismo y lo seremos mucho tiempo. Por eso es fácil equivocar la
dirección de la salida, sino ¿cómo es posible que lo que es
objetivamente la fragmentación de la solidaridad existente, sea
mucha o poca, se vea por muchos como el paso a un mundo más próspero
y solidario?.
Se está creando una
especie de caldo concentrado de utopías, o mejor de quimeras, ante
la incertidumbre de un mundo demasiado convulso, el ansia de
humanidad y la impotencia ante lo incontrolables que son los poderes
que vamos creando. Demasiado para no buscar escapatoria ante lo
primero que se ofrece a mano si esto viene refrendado por un cierto
calor popular.