domingo, 21 de septiembre de 2014

EL NUEVO PENSAMIENTO MÁGICO


El No a la independencia escocesa merece ser celebrada por Cameron de la misma forma que lo haría un conductor borracho al llegar casa sin ningún percance, después de haber sorteado las principales avenidas de la ciudad en hora punta y ver que sigue vivo y sin multa.
Haciendo abstracción de las derivadas practicas políticas de la broma pesada de tamaña eminencia, derivadas que no se aventuran muy divertidas, merecen considerarse aspectos que advierten sobre la pasta del mundo en el que nos estamos metiendo y que resultan comunes a casos como el catalán. Por ejemplo: lo súbito de la conversión al indepentismo y a las veleidades antisistema de amplias capas de la población; el dominio atosigante de la calle y de la opinión pública de estas posiciones en contraste con el silencio de quienes no las comparten; por último la emergencia del pensamiento mágico que se extiende como una balsa de aceite en toda Europa. Me voy a limitar a ofrecer alguna impresión sobre esto último.
Las pretensiones de los nacionalismos disgregadores y de los antisistema populistas, que tienden a converger, no son mágicos e ilusos porque sean imposibles desde un punto de vista puramente político. La vida ofrece sus oportunidades para alcanzar el poder aún a las opciones más descabelladas. Nadie se jugaría un pelo de su cabello por Hitler en 1930, ni por el derrumbe del imperio soviético a comienzos de los 80, ni la carnicería en que quedaría la extinta Yugoslavia y así tantas cosas. Propagar la obviedad de que las naciones modernas también pueden ser perecederas es una trampa para ingenuos si se quiere indicar que por ello hay que ponerles un puente plata. Lo mágico de pretensiones de moda, que parece en este caso llamada a ser duradera, son las esperanzas y ensoñaciones asociadas a las mismas. Un examen mínimamente objetivo muestra que lo que supone la independencia de muchas pequeñas naciones nada tiene en común con lo que se espera de ello. Como si el que se cambia de casa a otro barrio esperase que por eso haría más amigos, florecería su negocio o incluso ganaría siempre su equipo de fútbol. No es extraño que los sueños que se asocian con el independentismo tiendan a converger con las más variadas tendencias antisistema que ahora se empiezan a denominar “populismos”, tengan su origen en la izquierda, como en España o Grecia, o en la derecha como en Francia, Inglaterra o la Europa del Norte. Ambos comparten la indefinición sobre las consecuencias de triunfar sus opciones. En parte porque no tienen idea, porque no les importa y sobre todo porque de saberse muchos seguidores se pondrían a temblar.
Ahora más que nunca parece que vale “lo pequeño es hermoso”, amuleto invencible contra el fantasma de la globalización. Las ensoñaciones, más bien quimeras, que vienen asociadas son sin duda respuestas instintivas a las grietas del sistema nacido tras la II Guerra mundial y sobre todo tras la reunificación alemana. Hay varias líneas maestras en este aliento independentista:
-La aspiración a un espacio de fraternidad, de tratarnos como personas y no como mercancías, pensar en el bien común antes que en el propio beneficio, de cambiar alienación por sinceridad y verdad. Sin duda que este es el punto débil de nuestro mundo y de nuestra civilización nacida con la modernidad y esto ya se nota mucho.
-La creencia de que con la independencia y los pequeños Estados la economía y los recursos podrán controlarse democráticamente, o al menos bastante mejor, de que se podrá blindar el Estado del bienestar y con ello combatir la desigualdad social extrema, y además de que se puede conseguir un hábitat más ecológico.
-La creencia de que los ciudadanos controlarán a la política y no los políticos a los ciudadanos, la transparencia frente a la manipulación, la erradicación de la corrupción y de los corruptos.
Suena a lo que se creía en los albores de las autonomías, reedición al fin y a la postre de las doctrinas federalistas y comunitaristas decimonónicas tan entrañables y verdaderas en puridad axiológica. La fe en el ser humano que anima a creer que la proximidad y la familiaridad de los unos con los otros, el conocimiento concreto de los asuntos comunes, despeja los artificios de la alta política y de las leyes inexorables e indescifrables del mercado.
La nación moderna, los venerables estados nación han sido a la vez un espacio de civilidad y de generalización de la economía de mercado. Con el tiempo se han convertido en el marco de la socialización del bienestar. El equilibrio entre estas variables (libertades civiles, prosperidad personal y bienestar colectivo), es sin duda precario. Además la fraternidad entre los ciudadanos ha degenerado en egoísmo colectivo contra los vecinos. Los nacionalismos han provocado terribles guerras mundiales y locales. La Unión europea pone remedio al círculo fatal de los egoísmos colectivos, pero todavía somos deudores de los mismo y lo seremos mucho tiempo. Por eso es fácil equivocar la dirección de la salida, sino ¿cómo es posible que lo que es objetivamente la fragmentación de la solidaridad existente, sea mucha o poca, se vea por muchos como el paso a un mundo más próspero y solidario?.
Se está creando una especie de caldo concentrado de utopías, o mejor de quimeras, ante la incertidumbre de un mundo demasiado convulso, el ansia de humanidad y la impotencia ante lo incontrolables que son los poderes que vamos creando. Demasiado para no buscar escapatoria ante lo primero que se ofrece a mano si esto viene refrendado por un cierto calor popular.




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