El buenismo parece reciente pero, al menos en España, ya perfumaba la transición. Al menos como áurea ingenuidad. Ello no desmerece ni desluce la transición ni en espíritu ni en contenido, pero da qué pensar sobre nuestras hipotecas mentales y emocionales colectivas. La actual Constitución no es tan buenista como la de Cadiz, que prescribían que todos los españoles debían ser benéficos y justos, o algo así, pero no pierde algo de esa fragancia. Así dicta que el Gobierno debe presentar presupuestos cada año en un plazo de tres meses, sin prever qué tiene que pasar si no es así. Parece como si el mandato de la ley llevase consigo su automático cumplimiento y que las voluntades de los gobernantes y máximos responsables no pudiera carecer de sintonía con la autoridad suprema de la ley. Tamaña ingenuidad choca especialmente en el país que inventó la picaresca y en el que ésta todavía se aplaude con predicamento, dentro de un orden, claro está. Por supuesto este es un ejemplo de ingenuidades de mucho más calado, especialmente las que afectan a la, con el tiempo eufemística expresión, "la estructura territorial del Estado".
Se justificaba en este caso la ternura constitucional y constituyente al albur de la "buena voluntad" de los intencionalmente separatistas, por mor de la excepcional circunstancia política de aquel tiempo, dejando de lado la obviedad de que el Estado español y España como nación sólo podía ser viable si las grandes fuerzas vertebradoras de la nación, la derecha y la izquierda, forjaban un pacto sagrado de acero para todo tiempo posible. Como esto era imaginar demasiado, cada uno sacó punta al lápiz de la ingenuidad a su manera, confiados, entonces con toda la buena voluntad del mundo, en que no podía torcerse el rumbo de la historia recién nacida..
¿Es impertinente sospechar que tanta confianza en la buena voluntad de la clase política, como denota la ligereza de la Ley en cuanto a la previsión de su incumplimiento, pretende no dar pié a que se nos tenga por un pueblo de escasa garantía moral?
En ese estado, en el que se da por supuesto que las más altas instancias son "benéficas y justas", muchos se han criado políticamente convencidos de que la democracia es como un deporte de caballeros y un régimen de "gente que no quiere líos". La idea de que el contrato civil deja para la época de las cavernas que el "hombre es un lobo para el hombre", es en este sentido la peor aportación liberal a la enmienda del pecado original.
El hecho es que resultaba insólito que pudiera aparecer un lobo en medio de la parsimonia democrática dispuesto a devorar la Constitución. Si este lobo es pícaro consumado, como no puede ser de otra manera, "tenemos un problema". Y lo tenemos desde el momento que el lobo dejó manifiesta sus intenciones al apropiarse del TC con garra de hierro y dejar bien claro que sólo piensa responder "¿¡pasa algo!?".
El lobo no puede más que satisfacer su instinto depredador o sucumbir. Que haya despertado el lado oscuro oculto e inconsciente de la transición, el instinto revanchista, que blasone de tal hazaña como su razón de ser, y que lo haya vuelto contra la obra de la transición no debiera sorprender. Sólo es sorprendente la facilidad con la que galvaniza a ¿media? España a su favor y que los suyos se lancen con fervor desatado a abrir todos los frentes posibles, hasta llegar a la "Chusmicracia", y a consagrar el derecho al botín "revolucionario". Tan sorprendente como la parálisis pública de quienes pasmados y perplejos no acaban de creer que no sea cierto que vivir en paz y en derecho era un regalo eterno de la transición. Siendo notorio el órdago depredador, sólo mueve a la perplejidad impotente de los ofendidos y al regocijo de los agraciados, con la desgracia para la nación de que a gran parte de los seguidores les basta para sentirse gratificados y agraciados que se ejecute la revancha ancestral.
Debe haber en el pueblo español tales mecanismos y reflejos indigeribles, tan contumaces, que nos hacen incomprensibles. Se decía que somos un país como todos los civilizados, pero con las normales peculiaridades. Como la canción de Jarcha somos "Gente que tan solo pide vivir su vida, sin más mentiras y en paz". Gente "normal", en suma. El problema es creer que "vivir en paz" ya incluye no tener que defender la paz. Y que vivir la propia vida exime de preocuparse de la vida en común, la polis. Y que por ser tan normales como somos y estar tan bien normalizados, esté a buen recaudo la IRA de nuestra civil incivilidad.
Para unos la transición fue una benéfica operación taumatúrgica, para otros, con el tiempo gubernamental a su favor, una añagaza franquista que hay que poner en la picota. ¿Hasta cuando esta coexistencia de la paciente civilidad y la iracunda incivilidad? ¿puede sostenerse el escenario sin caer la bolita de un lado o de otro?