jueves, 1 de septiembre de 2016

EL ESLABÓN DEBIL DE LA TELEPOLÍTICA


El efecto devastador de los medios sobre la opinión pública pone inevitablemente a la la clase política del “sistema” a la defensiva y es de temer que esto se convierta en una situación normal. Se ha encanallado la atmósfera pública hasta el punto que cualquier razonamiento mínimamente realista irradia sobre quien lo hace la sospecha de ser un esbirro de “los poderosos”y “los ricos”. Todo lo que no sea manifestar indignación contra un orden social y político que estaría podrido hasta las cachas y en el que la miseria y la injusticia sería la regla al por mayor es merecedor del reproche de insensibilidad social y de complicidad abyecta. 

Pero no es que el discurso haya calado entre las víctimas o los más desfavorecidos, lo que sería normal, sino entre sectores favorecidos que ven complacida su vida pero que odian el mundo y la sociedad de la que esta vida depende y que la hace posible, con todas las dificultades y contradicciones que se quiera. No voy a tratar esta suculenta paradoja, este estado de mala conciencia, que parece signo de las sociedades opulentas en la globalización y por lo que parece tiene a España en la vanguardia. 

La presencia constante de los podemitas e “indignados” en los medios es sólo la espuma de un caldo de cultivo más profundo, la figura del paisaje. Porque su influencia quedaría muy reducida sino fuera el colofón de una práctica sistemática permanente por parte de la línea de los programadores, de denuncias de injusticias, corrupciones, desahucios, recortes, de eso y sólo de eso, que generan la imagen de una realidad atroz, de un país esencialmente indecente, pleno de gentuza a la caza del prójimo y de la gente. Naturalmente tal estado de encanallamiento impide separar el grano de la paja y esclarecer las responsabilidades y la gravedad de los problemas, así como todos los factores y condicionantes que tienen que ver con las soluciones factibles y las mejoras necesarias. Sólo quien más denuncia a lo bestia tiene razón y es depositario de crédito. Y por supuesto sólo este tiene la llave de las soluciones.

Claro que esto no significa que la mayoría de la gente piense así, seguramente por los resultados electorales y por mínima que sea la coherencia social la mayoría cree que hay mucho que arreglar y no digamos que mejorar, incluso mucho que castigar y escarmentar en quienes han tenido las responsabilidades y el poder, pero no cree que estemos en el infierno o en Somalia, o que seamos simplemente una sociedad de m***da, con perdón. 

El problema es la instalación de un discurso infernal que marca las reglas de lo correcto, lo conveniente y lo aceptable. Así sucedió en el País Vasco con el terrorismo y en Cataluña con la pertinaz actividad independentista. Claro está que la abulia de quienes debieran contestarlo y enfrentarlo ha convertido lo que en términos normales se quedaría en mascota en verdadero monstruo. Pero dejémoslo estar.

Por suerte o por desgracia el centro y los margenes sobre los que se mueve la opinión pública y se crean los estados de opinión no es el resultado de la simple suma de las opiniones de todos y cada uno. No voy a caer en el ridículo de decir cuales son esos cauces y mecanismos, que desconozco y creo que nunca voy a conocer, pero parece obvio que en unas sociedades atomizadas, de experiencias inagotables pero fragmentadas y descontextualizadas, la gente sigue las opiniones que cree que sintonizan con su vida pero también las que conectan sin saberlo con los miedos y frustraciones colectivas. Buen campo de trabajo para los demagogos, que suelen ser los mejores sociólogos sin necesidad de teoría.

Más obvio es todavía que la conjunción de las élites activas, dispuestas a pescar en el río revuelto de las susodicahas frustraciones, temores y complejos, con la voracidad de los medios por acaparar audiencia determina en gran medida aquello sobre lo que la gente tiene que pensar. En esto lo importante no son las ideas a las que se induce, que sólo influyen en una parte, sino los temas y asuntos que deben preocupar, que afecta a todos. Es notorio que por ejemplo en el mandato de Suarez dos semanas de agitación televisiva, cuando dirigía TVE el señor Castedo, sobre el paro que sufrían las poblaciones más desamparadas, removió de tal manera la opinión pública que llevó a la picota al gobierno de UCD. , multiplicando su descomposición. Naturalmente cuando subió al gobierno Felipe Gonzalez no se volvió a ver nada del tema. 

Ante estas prácticas, si bien la inmensa mayoría no es propensa a dejarse llevar por el catastrofismo de golpe y porrazo, es decir de golpe y pantallazo, está expuesta a quedar en estado de suspensión mental, tanto más cuanto sus líderes naturales no son capaces de enhebrar un discurso alternativo que dilucide las súbitas perplejidades que a todos atormentan.

La excitación por los medios de una forma sistemática y hasta sus últimas consecuencias, es decir hasta donde haga falta, de las más bajas pasiones, agravios y sentimientos de culpa y de venganza colectivos que yacen en lo más profundo de la vida social no tiene vuelta atrás y parece ser un fenómeno que se extiende globalmente. La facilidad con la que la sociedad española ha sido presa de este delirio expresa, más allá de la crisis, la profunda endeblez moral en la que transitamos, como si bajo un terreno aparentemente sólido y bien cimentado se abriese de repente un foso de aguas pantanosas. Nuestras élites no han querido creer que el cainismo estuviese al acecho en lo más profundo del alma colectiva. Los socialistas por beneficiarse de sus consecuencias, las derechas para no alarmar como el avestruz. Lo mismo que ante el separatismo. Incluso ahora el fandango entre Rajoy e Iglesias, como si frivolizar con los patrocinadores del encanallamiento expresara sentido del humor, indica que para gran parte de la derecha el orden social y el Estado de derecho marcha tan intocable y seguro como el sistema planetario.

Además de la quiebra del mapa político tradicional y de la creación de una atmósfera ideológica canallesca, la demagogia mediática está afectando a las condiciones de la acción política en un punto neurálgico. La opinión televisada como expresión de la miseria televisada, -habría que distinguir entre la miseria social y la miseria televisada-, ha abrumado a la opinión pública sobre las élites políticas tradicionales. Estas no sólo se han quedado sin discurso ni proyecto más allá de la palabrería, sino que quedan expuestas en carne viva a las demandas más demagógicas ante las que no tienen respuesta alguna. 

Los partidos políticos tradicionales, convertidos en búnkeres endogámicos que han vivido de las rentas de la infantilización política de la sociedad, se encuentran con que no funcionan las válvulas de escape y las compuertas que permiten mantener su capacidad de maniobra y enderezar el rumbo ante las agitaciones más extremas de la opinión pública. 

Como no podía ser de otra manera el PSOE demuestra ser el eslabón débil del “sistema”, el más propenso a sufrir las consecuencias de este embate. Sin élites que asuman la realidad del país en el que viven, los militantes, ya huérfanos declarados, se han cansado de hacer de monaguillos pegacarteles y creen que el destino les pertenece mientras se dan el gusto de tener a los dirigentes a sus pies. Toman por ideología y principios lo que no es más que el eco de la putrefacción mediática, de la que son maestros y catedráticos los podemitas, quienes al paso que vamos serán pronto “sus mayores”.

¿Hasta cuando el público televisual se cansará de complacerse en la miseria televisada? Hasta ahora la exclusiva de la basura era cosa del “corazón”, ya lo comparte “la telepolítica” o lo que sea. De marchar al compás esto puede ser endémico. Pero veamos lo bueno. Como que pueda motivarse una mayor sinceridad entre las élites y el público, así como la continencia de los que hacen de la política un negocio particular. Habrá que esperar pues a que la demagogia escampe, lo que es mucho esperar, para que esto sea posible. Igual entonces resulta que la “telepolítica” tiene efectos positivos sobre la calidad de la política. ¿Tendría sentido entonces la “telepolítica” para sus programadores?


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