La política española se desenvuelve entre dos muros. Sánchez alardeó de levantar el muro más aparatoso y en ello cifra la médula y el santo y seña de su poder. Es un muro interior al mundo de la política destinado a quebrar el consenso político constitucional y el espíritu de la transición. Bajo el pretexto del peligro de la ultraderecha se hace fuerte en su lado del muro excitando los reflejos revanchistas que parecían sanados por la transición y la integración en la Unión europea y en la estructura política y económica de Occidente.
Pero este muro relativamente novedoso está detrás de otro muro más contumaz que ha ido levantando de forma subrepticia la sociedad española durante años. Los españoles hemos creado un muro entre la vida y la política, entre la sociedad civil y el Estado. Este muro mental establece que "mi vida es mía" y la vida de todos "es cosa de los políticos". Lo hemos hecho con nuestro característico instinto funcionarial. Igual que la mayoría de españoles aspira a ser funcionarios, a la espera de tener un cobijo perpetuo para la propia vida, funcionarialmente sale adelante la aspiración a que las preocupaciones mundanas, esos inciertos y tórridos avatares políticos, sean lo menos perturbadores, afecten lo menos posible a nuestra inteligencia.
Avisados de que los políticos sólo buscan camelarnos, hemos descubierto que la mejor manera de no caer en las trampas de la política es desposándose de por vida con su partido, como partido de sus amores dechado de virtudes. Como en todo amor verdadero una vez elegido ya es para toda la vida. Tanto que la infidelidad a un juramento de amor eterno, destrozaría la raíz sentimental del propio ser. Aparentemente no sólo no se reniega de la política, como deber cívico, sino que se la adora. Una vez tomada la elección perpetua todos nos sentimos en plenitud de virtud y de responsabilidad cívica. Pero sin menoscabo de que el ejercicio cívico más virtuoso sea la obediencia a su amor político. Incluso, como en la antigua religión, no hay mejor ocasión de demostrar la fidelidad debida cuanto más incomprensible y zozobrante parece la conducta de los líderes naturales.
Las causas de la construcción de este muro radical deben ser muy complejas o muy simples según se mire. Tratarlas sobrepasa este apunte. Baste indicar lo más inmediato y plausible. Hay un ámbito de confort suficiente como para que cada cual pueda hacer su propia vida. Se tiene el bienestar personal ya como algo natural, independiente de las contingencias políticas. Se ha digerido la democracia como un escenario tan eterno y natural como las estrellas. Dentro de ella los políticos son actores que medran por sus intereses y negocios, como si interpretaran un sainete de pícaros. Pero lo importante es que el escenario sea perenne, cualquiera que sea el mérito de la función.
Se dirá que este desprendimiento del público respecto a los asuntos comunes y su indiferencia ante la trascendencia de la actividad política, contrasta de mala manera con su entrega amorosa a las estructuras partidarias "de toda la vida", o los bloques doctrinales de siempre. Pero este es un país muy viejo lleno de escondites para sobrevivir. Se entiende la aparente paradoja si volvemos la vista a nuestro molde ancestral, el que pervive generación tras generación, con religión o sin ella. ¿A algún católico, sea muy de ir a misa o de ir sólo a comuniones y bodas, le importa mucho si el papa Francisco estaba por la Teología de la liberación o Benedicto XVI por un liberalismo racionalista, por no pormenorizar mucho más? ¿le importa a alguno si León XIV es más de lo uno o lo otro? Como diría Spinoza, con perdón por el atajo, se ven las cosas de "las alturas", y la política son las alturas de nuestra época, "sub especie aeternitatis".
Pero esta extendida coincidencia es puramente negativa. Bajo una apariencia de tranquilidad es un terreno propicio para que se deshilache el consenso político fundamental de una sociedad democrática. Consenso que, a la vista está, es extremadamente frágil. Si bien es común a las grandes regiones sociológicas el despojo funcionarial y la delegación de la propia responsabilidad en el Totem partidario o simplemente en el Bloque ideológico, la izquierda y la derecha sociológica tienen una actitud hacia la política radicalmente opuesta.
Mientras la izquierda es heredera de una tradición ultrapolítica, la derecha se debe a la herencia de una tradición marcada por el apoliticismo. La izquierda se identifica con la lucha contra el poder, la derecha con el respeto al Estado, en quien fía la exclusiva de la solución de los asuntos políticos. La izquierda entiende la política como un juego de lucha por el poder, la derecha la entiende como la gestión de los asuntos comunes. Los de izquierdas creen que su interés personal está en el interés común de su grupo social o en su caso identitario. Creen que la mejora de su vida va de la mano de las conquistas sociales. Los de derechas creen en la oportunidad que les ofrece la ley y el orden social. Por eso los primeros se confían en la fetichización de los servicios públicos y en el fondo de la ingeniería social si ellos son los ingenieros, los segundos sólo están en condiciones de matizar ese fetiche.
No hay que insistir mucho en la hegemonía doctrinal de la izquierda. Tiñe toda nuestra democracia. En su ascenso felipista era cómoda y hasta amable. Ahora se ha vuelto hosca y lacerante para cualquier mente desinhibida. La derecha social ha matizado su indiferencia política pasando de la adaptación bien llevada al pasmo cuando Zapatero y a la indignación impotente llena de perplejidad con Sánchez. Como la derecha social solo quiere vivir en paz creyendo que la convivencia cívica está hecha para quedarse, y la izquierda social triunfar a toda costa, es decir anular a la derecha hasta la desaparición si fuera posible, esta hegemonía tiende a conservarse a pesar de su asfixiante toxicidad.
Si alguien se pregunta por qué en España no ha cuajado el liberalismo, ni pinta que lo haga, pese a ser la cuna del término y en parte de la idea, no debiera extrañarse. Pero es otra historia, muy complicada seguramente.
El hecho es que el muro sanchista se erige sobre el suelo de este muro mental formado por decantación anónima, por la lógica de las actitudes sociales y su espesa tradición. En el interior de la política que la sociedad separa de su vida, el muro sanchista separa la convivencia política en dos y de paso toda la convivencia civil, ante la inconsciencia de los incautos. En este espacio entre muros se tienen que fajar los contendientes políticos, no sólo los políticos de oficio y dedicación, sino además las huestes activas, la gente que se siente comprometida y responsable del devenir público, con sus medios de influencia e irradiación. En suma la gente que ve y escucha las tertulias y las ventanas de la Red.
En esto la ventaja de la izquierda política es notable. Su influencia alcanza con más facilidad a su parte más pasiva y funcionarial. Sus canales de movilización están muy afinados y prosperan en el terreno propicio de una mitología popular en permanente alerta contra lo que considera la permanente injusticia del mundo occidental y en especial de España en su raíz.
A nadie se le oculta que, de estar invertidos los términos y un gobierno de derechas hubiera cometido una minúscula parte de las fechorías sanchistas, hace tiempo se habría desintegrado, por la rebeldía general, entre la vergüenza y el oprobio. La penetración de las derechas en su público puede ser estrecha pero siempre lenta y tardía a corto plazo. Mueve a cambiar la percepción sobre su situación, pero no sus hábitos. Le pesa sobre todo la ausencia de claridad, la espesa niebla de sus conocidos y ambiguos "complejos", bien vigorosos estos porque son comunes a los activos y a los pasivos, a las vanguardias y a los fieles. Por mucho que la parte activa debiera poner remedio, apenas concibe la necesidad de "sincerarse", como dicen los argentinos, de asumir su realidad y su valor y de encabezar algo más que un retoque de la perspectiva de fondo
Sánchez es consciente de que el muro mental entre la vida y la política le da gran ventaja. Quizás cifre en ello su gran ventaja y la fe en su reinado perenne. Porque en esta situación garantiza que las inclinaciones sociológicas sigan encapsuladas y prácticamente inmutables en términos cuantitativos.
El zafarrancho contra el orden democrático, en nombre de "la alerta antifascista", no sólo tapa el camino de la corrupción, la auto recompensa por sus desvelos "progresistas". Acaba sobre todo petrificando los bloques, de modo que la ira que la corrupción y la desnacionalización de España puede provocar en la derecha, suma a esta en impotente perplejidad, en lugar de darle fe en la fuerza de su derecho.
Mientras que puede bastar que se conserve la expectativa del triunfo para que los suyos no se desmoralicen y tengan los arrestos necesarios a la espera de que escampe. Indiferentes seguirá la mayoría de estos mientras crean que el trampantojo los beneficia, por nefastas que pueda ser las consecuencias prácticas para ellos también. No en vano el grueso "progresista"es tan clase media como el grueso de la derecha social.
Un muro mental como
el descrito no es por supuesto algo exclusivo de España. En cierta
manera forma el paisaje de las sociedades globalizadas, nutrido este
muro como está, en proporciones variables y singulares, entre otros
motivos por el resentimiento, la comodidad , la desconfianza hacia el
Estado y la clase política. Pero en España, a diferencia de lo
normal en nuestra área geopolítica, no es algo inocente ni neutral, ni sólo un incómodo paisaje.
Trasciende a sí mismo y oficializa el disenso estructural que hace posible la convivencia política como una actividad honorable y necesaria, ante la que hay que tomarse la molestia de pensarla en concreto y comunicarse con normalidad. En otras palabras sustituye el consenso que permite de forma natural la pluralidad política. Es difícil de concebir que se pueda derribar el muro político interior sin que se abran grietas en el muro social cultural. Todo sigue enredado en la oscuridad mientras tanto. Que el muro de Sanchez es con todos sus aspavientos el muro del silencio.
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