La
hipocresía moral protestante del Norte se ha demostrado más eficaz
a efectos de producir sociedad civil que la flexibilidad moral
católica,
cuyo referente doctrinal más notorio es el viejo casuismo
jesuítico.
Esto es claro en España y la Hispanidad
y
pudiera serlo en
Italia. El
puritanismo protestante no permite la inmoralidad pública porque
quien la práctica se señala como detestado por Dios. De esta manera
en el inconsciente colectivo de los pueblos del Norte rige la idea de
que el juicio del
público
expresa
el juicio de Dios.
A Dios sólo preocupa en vistas a la salvación del alma el ejemplo
público y por ello no ser motivo de escándalo. Por eso a efectos
morales
la
inmoralidad privada es intrascendente siempre que no deje rastros
visibles.
El
catolicismo por el contrario piensa que la debilidad humana es
integral y que no hay solución de continuidad entre lo público y lo
privado. Respecto a lo uno y lo otro todo es admisible si se
demuestra contrición en la confesión, trámite que comprende por
igual lo público y lo privado.
El juicio sobre la moralidad personal se dirime entre el alma y Dios
por intermedio de la Iglesia, siendo una cuestión que,
aunque cuente a efectos de la opinión pública,
se
da por supuesto que "todos somos pecadores"
y que en lo público solo se dilucida como debe ser el mundo, sean
como sea las personas
y su ejemplaridad.
Desde
que la mediación de la Iglesia ha perdido vigencia y con ello la
contrición y la confesión,
los herederos ctónicos
del igualitarismo social
católico,
es decir el socialismo en sentido amplio, ven en la corrupción un
atributo consustancial al capitalismo,
y en la corrupción socialista todo lo más una muestra de la
debilidad humana con la que el socialismo, y sólo el, podrá acabar.
Que esa muestra de debilidad humana se de en el socialismo o incluso
lo impregne sistémicamente, es intrascendente sino obstaculiza el
progreso hacia un mundo mejor,
es decir si
no
da pié a una reacción tal que frene el logro de ese mundo mejor.
La parte consecuente
del viejo catolicismo, es decir fiel a la doctrina, que suele
coincidir con la sociedad conservadora, más que liberal, la única
todavía constitucionalista, deplora la corrupción, en general
venga de donde venga, y más la hipocresía con que se ampara, pero
se resigna a sufrirla como si fuera una maldición proveniente del
pecado original. El alarde "progresista" por la corrupción
de los suyos deja a la derecha pasmada. En el fondo está pasmada
desde el 11M. Es inconcebible que el mal campe a sus anchas y
prospere sin freno en abierto desafío al status quo que rige los
países civilizados, a los que España se incorporó en la
Transición.
El problema es que
la derecha no ha encabezado la constitución de una sociedad civil y
la izquierda hace las veces de una sociedad civil y actúa como
sociedad incivil. En las sociedades abiertas la sociedad civil se ha
ido constituyendo sobre el manto de que el egoísmo natural del ser
humano se puede reconducir con beneficio mutuo y para todos. Es un
mecanismo complejo en lo institucional y lo moral basado en la
claridad de los límites, lo cual atañe a la ley escrita pero más a
la no escrita. El individuo entiende así su vida como parte de una
sociedad civil, terreno en que se juega su interés y sus derechos.
Es sólo un modelo ideal, pero nos resulta extraño por hipócrita.
Aquí la derecha
conservadora, la sociedad que cree en "la ley y el orden"
lo fía todo a la ley y el orden como si esto tuviera poderes
taumatúrgicos. Es una inercia histórica casi de siglos que ha
conformado un perfil social de paciencia y resistencia a toda costa,
con la fe de que las cosas tarde o temprano se pondrán en su sitio.
Se creyó que la Iglesia y en el Estado burocrático tenían el
bálsamo para solucionar los asuntos públicos. Ahora el bálsamo es
ser buen ciudadano, pero eso por sí solo no hace sociedad civil ni
puede con la sociedad incivil.