viernes, 7 de diciembre de 2012

CARTAS SOBRE LA SECESIÓN I


I.CARTA A UN CATALÁN ERRANTE.
Contaba un periodista, cuyo nombre lamento no recordar, que le preguntó a Josep Pla, poco antes de su muerte, si Cataluña alguna vez se independizaría de España, a lo que el ilustre y exquisito socarrón respondió que “nunca, porque España es la tienda de Cataluña”. ¿Tanto han cambiado las cosas? o ¿es tan difícil reparar en lo que se ha hecho costumbre?
Sabido es que en lo relativo a las identidades colectivas sucede en parte lo mismo que en las relaciones familiares y matrimoniales. Por mucho que se trate de razonar,   llegado a un punto de crispación y desentendimiento sólo cuenta lo emotivo, echarse en cara una lista interminable de agravios, poco importa que sean imaginarios o reales. En el caso tan candente de Cataluña lo que más puede sorprender es la ligereza con la que una parte considerable de la sociedad catalana vive la reclamación de independencia como una liberación, cuando se parece más a una automutilación de difícil cura. Es como quien se corta una mano pero se siente feliz y libre por haber sido capaz de hacerlo, máxime si ha fastidiado a aquel con quien iba de la mano. Esta parte de la sociedad catalana, sin duda predominante, parece dispuesta a abdicar de la que ha sido la dinámica práctica desde siglos, pongamos que desde el siglo XVIII, para entregarse a las fantasías y ensoñaciones que cíclicamente la acometen. El hecho es que la sociedad catalana se construye, desde los considerados aciagos Decretos de Nueva Planta, de cara al conjunto de España, como el emporio económico e industrial que todos conocemos, empeñando en esto toda su vitalidad y energía, tan notorias históricamente. A Cataluña se le mancilló  su lengua y cultura pero se le ofreció un mercado que no tardó en aprovechar. Luego con el tiempo su lengua y cultura rebrotó, salvo el interminable paréntesis del aciago Franquismo. Se dio así carpetazo a la tendencia histórica, ya entonces extinta, que dominó hasta los Austrias cuando Cataluña, o mejor Barcelona, estaba volcada al Mediterráneo, perdida su influencia desde el siglo XIII sobre el sur de Francia. (El resto de) España, incluyendo hasta el siglo XX la España colonial, ha sido para Cataluña el ámbito prácticamente exclusivo de proyección económica. A su vez España se ha construido económica y socialmente admitiendo esta hegemonía catalana y adaptándose a la misma, con la consabida incorporación de la industria vasca. Pero mientras la burguesía y las élites catalanas demostraron singular habilidad para crear un statu quo favorable a sus intereses, modelando la orientación económica del Estado español desde el siglo XIX, este mismo poder catalán se retrajo, desde el momento que sintió su fuerza y singularidad, a colaborar e integrarse políticamente en la estructura de ese Estado. No viene al caso interpretar las razones de este retraimiento, en lo que tal vez cuenta tanto la tentación de garantizarse un poder interior inmediato en la sociedad catalana manejando los hilos de los sentimientos atávicos que anidan en cualquier colectivo mínimamente diferenciado de sus vecinos, como la falta de una línea clara de progreso político y económico en toda España, sin olvidar la distancia que separa a la cultura catalana y la de origen castellano. Pero lo relevante es que esta actitud ha propiciado un clima de desconfianza estructural hacia el resto de España, como si el sentimiento de incomodidad fuera consustancial al ser catalán. El estado habitual de la burguesía y las élites catalanas es la errancia ensimismada, estado que se ha traducido, haciendo de la necesidad virtud, en la ambigüedad calculada tan característica de la transición. Desde Cambó la vocación independentista del nacionalismo catalán es sentimental, pero siempre atemperada por la conciencia de los intereses prácticos. Su máxima práctica ha sido la del mínimo compromiso con la consolidación política de la nación española y la máxima influencia posible en la orientación económica. Pero ya consumada la transición esta errancia ha contagiado a toda la sociedad catalana. Los unos porque no saben si quieren irse o quedarse, los otros, que se sienten catalanes y españoles, porque no saben si están dentro o fuera de España.
Ahora se ha roto el equilibrio de la balanza a favor de la sentimentalidad. Lo curioso es que se camufla este designio de racionalidad. Se olvida alegremente que Cataluña se ha ido gestando hacia el resto de España y tiene a España como su zona de influencia y proyección, en general en beneficio mutuo. Pero lo más relevante es que esta proyección de la identidad catalana no tiene que ver sólo con lo económico, afecta a todos los aspectos de la vida y la realidad social: la cultura, la lengua, la política, y especialmente las relaciones humanas.
La sociedad catalana debiera tener en cuenta que la Mater España, en contra de las apariencias que resaltan la lucha política, es como una esponja que todo lo absorbe. Es una forma de unidad que incorpora y se nutre de las más diversas identidades. Nada hay esencial como parte de la identidad catalana, sea en lo cultural, vital o lingüístico, que se pueda alcanzar más y mejor fuera de España. Otra cosa es la obsesión de las élites separatistas y de una parte nada desdeñable de las élites de izquierda de auto convencerse que la idea de una España democrática es un oxímoron y que la unidad (de España) es puro y simple uniformismo y centralismo. Por ejemplo ¿precisaría una Cataluña independiente ir más allá del sistema de inmersión lingüística tal como está diseñado?. Un sistema pedagógica y culturalmente tan discutible como éste se ha puesto en práctica con total normalidad, igual que la medida “desespañolizadora” contra las corridas de toros.
La relación económica de Cataluña y toda España es parte de un ámbito más amplio sentimental, cultural y vital. Sin esos lazos aparentemente “colaterales” difícilmente existiría la confianza indispensable para atender a unos productos antes que a otros. Los lazos vitales, que implican tanto acuerdos como desencuentros, pero sobre todo un fondo común dentro del cual tienen sentido la concordia como el disentimiento, son tan evidentes como esquivos de analizar lógicamente. Uno de los grandes éxitos de la sociedad catalana del siglo XX, antes y después de la guerra civil, fue la integración de los inmigrantes de origen andaluz, extremeño y en general de toda España. Que se hiciera y se siga haciendo con relativa facilidad, sin apenas problemas de identidad y de convivencia, ¿no indica que aparte de la disposición constructiva de unos y otros existe un fondo común de entendimiento espontáneo típico de pueblos que tanto comparten?.  Por lo menos la mitad de la sociedad catalana tiene “sangre” del resto de España. Para la inmensa mayoría de estos es natural sentirse catalán y como tales los reciben el resto de catalanes. ¿Dónde estaría la línea divisoria entre unos y otros?, ¿hasta dónde puede llegar la catalanidad y la españolidad?.
Siguiendo con los lazos vitales. ¿Se sentirán la mayoría de los catalanes “extranjeros” al cruzar la “frontera” con Aragón?. ¿Se sentirían cómodos en esa condición?. Al fin y al cabo lo nacional se concreta en un sentimiento de orgullo colectivo. Una cosa es admirar la Alhambra o la Sagrada familia por sus virtudes artísticas y otra distinta es el orgullo de sentirlo tuyo, de verte comprometido en la historia que ha dado lugar a estas obras. Como lo mismo se puede decir del disgusto de compartir las fechorías de nuestra historia. Me cuesta creer que una mayoría de catalanes no tuviera un sentimiento de pérdida y extrañeza a poco que salga por España, por mucho que crea sinceramente, y con alguna razón, que España es una madrastra. Como más cuesta creer que esto lo compensase el sentir de que sólo los catalanes tendrán como suyos los frutos de la tradición catalana.
Porque también España es el ámbito de proyección más propicio de la cultura y lengua catalana. Digo esto a sabiendas de que es el asunto más problemático y diferenciador. Cataluña vive en un estado de extrema ansiedad y temor por el futuro de su lengua y cultura. Se ha impuesto la doctrina de que sólo pueden conservarse y hasta sobrevivir erradicando lo que pueda haber de hispano, o por lo menos marcando una línea clara de separación. Reconozco que el asunto no es fácil pues aunque la lengua catalana tenga gran vitalidad es y será minoritaria. ¿Es realmente un peligro para el catalán convivir en términos de igualdad o con alguna ventaja administrativa y oficial con el castellano? ¿no ha demostrado la experiencia de estos treinta años que el desarrollo del catalán es posible sin cuestionar el castellano?, ¿no ha mejorado el entendimiento y la comprensión en el resto de España de este hecho aunque es pedir demasiado que desaparezcan de golpe y para siempre recelos ancestrales?, ¿no sería más fácil el progreso del catalán si en el resto de España no se percibe como una revancha contra el castellano y lo español?, ¿se habla acaso de Valencia o Baleares cuando las escuelas y la política oficial tienden a favorecer una política semejante?. El hecho de que esto se admita con bastante normalidad demuestra que en la mayoría de España estamos muy lejos de tener un sentimiento ultra castellanista, que es lo que significa “españolismo” para un nacionalismo, sino más bien una visión pluralista de la nación española.
¿Qué favorecerá más a la larga la retracción hacia una cultura y lengua pura y exclusiva o la apertura hacia los que ya te conocen y te pueden entender más fácilmente?. Cuando a este respecto se habla de proyección internacional o mundial no se tiene en cuenta que una cosa es publicitarse y otra bien distinta interactuar, tal como se dice ahora, recibiendo y dando aportaciones. No es lo mismo recibir muchos turistas para ver la Sagrada familia que ser un centro en el que escritores como Vargas Llosa o Vázquez Montalbán sientan el impulso necesario para inspirarse. Como por otra parte ¿no sería una catástrofe suicida “purificarse” de la intelectualidad y del arte de origen castellano parlante de Cataluña o la de clausurar lo catalán a las estrictas fronteras internas?, ¿alcanzarían el mismo esplendor Serrat o el mismo Lluis Llach limitados  al consumo interno y convocados a ser sólo señas de identidad?, ¿podría conservar  el Barça, y por ende Cataluña si se quiere, su proyección internacional  si carece de la caja de resonancia que es España?.
En estos y otros asuntos, la existencia de conflictos, algunos de difícil encaje histórico, no puede ser argumento inicial de ruptura, máxime cuando la experiencia reciente muestra que la gente convive con una normalidad que no se compadece con el calentamiento y la efervescencia que se ha adueñado de los sueños políticos. Es la expresión de uno de los dramas más arraigados de Cataluña, y de toda España en otro nivel: la incoherencia entre las relaciones prácticas de convivencia y la imagen política y por tanto pública que la sociedad tiene de sí misma.

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