I.CARTA
A UN CATALÁN ERRANTE.
Contaba
un periodista, cuyo nombre lamento no recordar, que le preguntó a Josep Pla,
poco antes de su muerte, si Cataluña alguna vez se independizaría de España, a
lo que el ilustre y exquisito socarrón respondió que “nunca, porque España es
la tienda de Cataluña”. ¿Tanto han cambiado las cosas? o ¿es tan difícil
reparar en lo que se ha hecho costumbre?
Sabido
es que en lo relativo a las identidades colectivas sucede en parte lo mismo que
en las relaciones familiares y matrimoniales. Por mucho que se trate de
razonar, llegado a un punto de crispación y desentendimiento sólo
cuenta lo emotivo, echarse en cara una lista interminable de agravios, poco
importa que sean imaginarios o reales. En el caso tan candente de Cataluña lo
que más puede sorprender es la ligereza con la que una parte considerable de la
sociedad catalana vive la reclamación de independencia como una liberación,
cuando se parece más a una automutilación de difícil cura. Es como quien
se corta una mano pero se siente feliz y libre por haber sido capaz de hacerlo,
máxime si ha fastidiado a aquel con quien iba de la mano. Esta parte de la
sociedad catalana, sin duda predominante, parece dispuesta a abdicar de la que
ha sido la dinámica práctica desde siglos, pongamos que desde el siglo XVIII,
para entregarse a las fantasías y ensoñaciones que cíclicamente la acometen. El
hecho es que la sociedad catalana se construye, desde los considerados aciagos
Decretos de Nueva Planta, de cara al conjunto de España, como el emporio
económico e industrial que todos conocemos, empeñando en esto toda su vitalidad
y energía, tan notorias históricamente. A Cataluña se le mancilló su
lengua y cultura pero se le ofreció un mercado que no tardó en aprovechar.
Luego con el tiempo su lengua y cultura rebrotó, salvo el interminable
paréntesis del aciago Franquismo. Se dio así carpetazo a la tendencia
histórica, ya entonces extinta, que dominó hasta los Austrias cuando Cataluña,
o mejor Barcelona, estaba volcada al Mediterráneo, perdida su influencia desde
el siglo XIII sobre el sur de Francia. (El resto de) España, incluyendo hasta
el siglo XX la España colonial, ha sido para Cataluña el ámbito prácticamente
exclusivo de proyección económica. A su vez España se ha construido económica y
socialmente admitiendo esta hegemonía catalana y adaptándose a la misma, con la
consabida incorporación de la industria vasca. Pero mientras la burguesía y las
élites catalanas demostraron singular habilidad para crear un statu quo
favorable a sus intereses, modelando la orientación económica del Estado
español desde el siglo XIX, este mismo poder catalán se retrajo, desde el
momento que sintió su fuerza y singularidad, a colaborar e integrarse
políticamente en la estructura de ese Estado. No viene al caso interpretar las
razones de este retraimiento, en lo que tal vez cuenta tanto la tentación de
garantizarse un poder interior inmediato en la sociedad catalana manejando los
hilos de los sentimientos atávicos que anidan en cualquier colectivo
mínimamente diferenciado de sus vecinos, como la falta de una línea clara de
progreso político y económico en toda España, sin olvidar la distancia que
separa a la cultura catalana y la de origen castellano. Pero lo relevante es
que esta actitud ha propiciado un clima de desconfianza estructural hacia el
resto de España, como si el sentimiento de incomodidad fuera consustancial al
ser catalán. El estado habitual de la burguesía y las élites catalanas es la
errancia ensimismada, estado que se ha traducido, haciendo de la necesidad
virtud, en la ambigüedad calculada tan característica de la transición. Desde
Cambó la vocación independentista del nacionalismo catalán es sentimental, pero
siempre atemperada por la conciencia de los intereses prácticos. Su máxima
práctica ha sido la del mínimo compromiso con la consolidación política de la
nación española y la máxima influencia posible en la orientación económica.
Pero ya consumada la transición esta errancia ha contagiado a toda la sociedad
catalana. Los unos porque no saben si quieren irse o quedarse, los otros, que
se sienten catalanes y españoles, porque no saben si están dentro o fuera de
España.
Ahora
se ha roto el equilibrio de la balanza a favor de la sentimentalidad. Lo
curioso es que se camufla este designio de racionalidad. Se olvida alegremente
que Cataluña se ha ido gestando hacia el resto de España y tiene a España como
su zona de influencia y proyección, en general en beneficio mutuo. Pero lo más
relevante es que esta proyección de la identidad catalana no tiene que
ver sólo con lo económico, afecta a todos los aspectos de la vida y la realidad
social: la cultura, la lengua, la política, y especialmente las relaciones
humanas.
La
sociedad catalana debiera tener en cuenta que la Mater España, en contra
de las apariencias que resaltan la lucha política, es como una esponja que todo
lo absorbe. Es una forma de unidad que incorpora y se nutre de las más diversas
identidades. Nada hay esencial como parte de la identidad catalana, sea en lo
cultural, vital o lingüístico, que se pueda alcanzar más y mejor fuera de
España. Otra cosa es la obsesión de las élites separatistas y de una parte nada
desdeñable de las élites de izquierda de auto convencerse que la idea de
una España democrática es un oxímoron y que la unidad (de España) es puro y
simple uniformismo y centralismo. Por ejemplo ¿precisaría una Cataluña
independiente ir más allá del sistema de inmersión lingüística tal como está
diseñado?. Un sistema pedagógica y culturalmente tan discutible como éste se ha
puesto en práctica con total normalidad, igual que la medida
“desespañolizadora” contra las corridas de toros.
La
relación económica de Cataluña y toda España es parte de un ámbito más amplio
sentimental, cultural y vital. Sin esos lazos aparentemente “colaterales”
difícilmente existiría la confianza indispensable para atender a unos productos
antes que a otros. Los lazos vitales, que implican tanto acuerdos como
desencuentros, pero sobre todo un fondo común dentro del cual tienen sentido la
concordia como el disentimiento, son tan evidentes como esquivos de analizar
lógicamente. Uno de los grandes éxitos de la sociedad catalana del siglo XX,
antes y después de la guerra civil, fue la integración de los inmigrantes de
origen andaluz, extremeño y en general de toda España. Que se hiciera y se siga
haciendo con relativa facilidad, sin apenas problemas de identidad y de
convivencia, ¿no indica que aparte de la disposición constructiva de unos y
otros existe un fondo común de entendimiento espontáneo típico de pueblos que
tanto comparten?. Por lo menos la mitad de la sociedad catalana tiene
“sangre” del resto de España. Para la inmensa mayoría de estos es natural
sentirse catalán y como tales los reciben el resto de catalanes. ¿Dónde estaría
la línea divisoria entre unos y otros?, ¿hasta dónde puede llegar la
catalanidad y la españolidad?.
Siguiendo
con los lazos vitales. ¿Se sentirán la mayoría de los catalanes “extranjeros”
al cruzar la “frontera” con Aragón?. ¿Se sentirían cómodos en esa condición?. Al
fin y al cabo lo nacional se concreta en un sentimiento de orgullo colectivo.
Una cosa es admirar la Alhambra o la Sagrada familia por sus virtudes
artísticas y otra distinta es el orgullo de sentirlo tuyo, de verte
comprometido en la historia que ha dado lugar a estas obras. Como lo mismo se
puede decir del disgusto de compartir las fechorías de nuestra historia. Me
cuesta creer que una mayoría de catalanes no tuviera un sentimiento de pérdida
y extrañeza a poco que salga por España, por mucho que crea sinceramente, y con
alguna razón, que España es una madrastra. Como más cuesta creer que esto lo
compensase el sentir de que sólo los catalanes tendrán como suyos los frutos de
la tradición catalana.
Porque
también España es el ámbito de proyección más propicio de la cultura y lengua
catalana. Digo esto a sabiendas de que es el asunto más problemático y
diferenciador. Cataluña vive en un estado de extrema ansiedad y temor por el
futuro de su lengua y cultura. Se ha impuesto la doctrina de que sólo pueden conservarse
y hasta sobrevivir erradicando lo que pueda haber de hispano, o por lo menos
marcando una línea clara de separación. Reconozco que el asunto no es fácil
pues aunque la lengua catalana tenga gran vitalidad es y será minoritaria. ¿Es
realmente un peligro para el catalán convivir en términos de igualdad o con
alguna ventaja administrativa y oficial con el castellano? ¿no ha demostrado la
experiencia de estos treinta años que el desarrollo del catalán es posible sin
cuestionar el castellano?, ¿no ha mejorado el entendimiento y la comprensión en
el resto de España de este hecho aunque es pedir demasiado que desaparezcan de
golpe y para siempre recelos ancestrales?, ¿no sería más fácil el progreso del
catalán si en el resto de España no se percibe como una revancha contra el
castellano y lo español?, ¿se habla acaso de Valencia o Baleares cuando las
escuelas y la política oficial tienden a favorecer una política semejante?. El
hecho de que esto se admita con bastante normalidad demuestra que en la mayoría
de España estamos muy lejos de tener un sentimiento ultra castellanista, que es
lo que significa “españolismo” para un nacionalismo, sino más bien una visión
pluralista de la nación española.
¿Qué
favorecerá más a la larga la retracción hacia una cultura y lengua pura y
exclusiva o la apertura hacia los que ya te conocen y te pueden entender más
fácilmente?. Cuando a este respecto se habla de proyección internacional o
mundial no se tiene en cuenta que una cosa es publicitarse y otra bien distinta
interactuar, tal como se dice ahora, recibiendo y dando aportaciones. No es lo
mismo recibir muchos turistas para ver la Sagrada familia que ser un centro en
el que escritores como Vargas Llosa o Vázquez Montalbán sientan el impulso
necesario para inspirarse. Como por otra parte ¿no sería una catástrofe suicida
“purificarse” de la intelectualidad y del arte de origen castellano parlante de
Cataluña o la de clausurar lo catalán a las estrictas fronteras internas?,
¿alcanzarían el mismo esplendor Serrat o el mismo Lluis Llach limitados
al consumo interno y convocados a ser sólo señas de identidad?, ¿podría
conservar el Barça, y por ende Cataluña si se quiere, su proyección
internacional si carece de la caja de resonancia que es España?.
En
estos y otros asuntos, la existencia de conflictos, algunos de difícil encaje
histórico, no puede ser argumento inicial de ruptura, máxime cuando la
experiencia reciente muestra que la gente convive con una normalidad que no se
compadece con el calentamiento y la efervescencia que se ha adueñado de los
sueños políticos. Es la expresión de uno de los dramas más arraigados de
Cataluña, y de toda España en otro nivel: la incoherencia entre las relaciones
prácticas de convivencia y la imagen política y por tanto pública que la
sociedad tiene de sí misma.
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