De la benigna sentencia del caso Malaya destaca la exculpación de los
empresarios que participaban en la trama y la reducción al mínimo pena a los “responsables
directos”. Habría que darse con un canto en los dientes si tan leves penas se
cumpliesen, pero el asunto da que pensar sobre los condicionamientos de la
justicia.
Tres cuestiones resultan relevantes: la primera es la dificultad de
hacer justicia en un sistema ultragarantista como el nuestro, en el que sólo
sirve como prueba la autoinculpación, y eso si las otras partes concernidas
admiten su culpa y esa autoinculpación. Lo vemos en el caso Gurtel, la financiación
del PP…etc. Lo segundo es la responsabilidad penal y moral de los “chantajeados
interesados”, es decir de quienes a cambio de pagar las dadivas que la
autoridad corrupta impone si quieren operar se benefician con creces de
realizar el negocio al que no tendrían derecho legalmente. Por último y lo más
importante es la defensa que tiene la sociedad y el sistema contra los
salteadores que toman el poder, normalmente municipal, para esquilmar las arcas
públicas y extender el cáncer de una red clientelar que corroe hasta la última célula de la
sociedad. Lo habitual es que algunos particulares corrompan a los funcionarios
responsables o incluso que estos animen estas tentaciones. Pero el caso Malaya
o de Munar la princesa de Mallorca son tramas que hacen del poder el
instrumento de un sistema de corrupción generalizada. El asunto es
particularmente delicado porque la experiencia demuestra que los vecinos
aplauden con las orejas mientras creen que les puede alcanzar alguna migaja de
la aparente prosperidad que los mafiosos promueven, y las autoridades públicas
encargadas de vigilar y hacer cumplir la ley prefieren no hacer de aguafiestas
mientras dura la fiesta. Por mucho que los tres asuntos estén liados, las
responsabilidades son claras y nadie podría justificar escapar de su
responsabilidad, sea juez, fiscal, delegado de la administración o los medios
de comunicación. Pero en este y en tantos casos vuelve lo mismo: ¿No esperamos
de la justicia que esta repare lo que ni los poderes públicos ni la opinión
pública son capaces de prevenir y evitar mientras el mal actúa?, ¿no es
evidente que cuando no hay diligencia para hacer frente al mal lo que se juzga
ya es irreparable y las sentencias sólo sirven de consuelo en el mejor de los
casos cuando son justas? . En este caso, en las preferentes, el tres por ciento
catalán, la financiación de los partidos, los ERES, el desmadre y saqueo de las
Cajas, y tantos etcéteras se hace patente que los poderes públicos no hacen
valer los mecanismos de control que están a su alcance, ni procuran
perfeccionarlos o crear algunos más adecuados. Da la impresión que todo esto
forma parte de un inmenso compadreo, hoy por mí mañana por ti, en el que el
peor pecado es levantar la liebre. Una vez que esta ha escapado o muerto
empiezan los ajustes de cuentas y la demanda de solución a la justicia. Pero
esta suele corresponder a la falta de prevención que dan muestras los poderes
públicos y apenas, después de agotadores procesos en los que todo queda
desvanecido, se pronuncia bien cautamente tentándose las costuras. En este
panorama la verdad es que tampoco la opinión pública ayuda mucho a prevenir y
evitar, por lo menos hasta tiempos recientes. Por razones que no vienen al caso
la sociedad española se ha demostrado normalmente tolerante con todos los
desmanes públicos siempre que no afectasen personalmente pasando de ellos, en
la misma medida que ha hecho demostración de su buena mala leche cuando el
drama se ha consumado y nos damos cuenta que todos podemos estar concernidos.
Tenemos un problema de falta de educación política, asunto que es de conocimiento
y que se suele confundir con la capacidad de irritarse e indignarse cuando nada
tiene remedio. Esto no es ajeno a la idea que tenemos imbuida de la política
como un escenario en el que se enfrentan los buenos, los nuestros, contra los
malos, los otros. Pero estos escándalos obligan a pensar que también la
política tiene que ver con el conocimiento de los entramados entre los que se
mueven los intereses privados y públicos, así como del conocimiento de las
consecuencias de las decisiones políticas en la realidad práctica que vivimos.
La educación política empieza por preguntarse ¿qué pasa si se hace esto o lo
otro?, ¿qué pasa si no paramos de construir urbanizaciones?, ¿qué pasa si nos
endeudamos hasta los tuétanos?, ¿qué pasa si todo lo deciden las cúpulas que
controlan las maquinarias de los partidos?, ¿qué pasaría si Cataluña se
independizara?, ¿qué pasaría si hubiera República?...etc. Tal vez si nos obligáramos
a pensar en las consecuencias de lo que proponemos u otros proponen podríamos
tocar tierra y evitar que los más listos hagan de las suyas tan fácilmente como
hasta el momento.
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