sábado, 5 de octubre de 2013

LA POCA EDUCACIÓN



De la benigna sentencia del caso Malaya destaca la exculpación de los empresarios que participaban en la trama y la reducción al mínimo pena a los “responsables directos”. Habría que darse con un canto en los dientes si tan leves penas se cumpliesen, pero el asunto da que pensar sobre los condicionamientos de la justicia.
Tres cuestiones resultan relevantes: la primera es la dificultad de hacer justicia en un sistema ultragarantista como el nuestro, en el que sólo sirve como prueba la autoinculpación, y eso si las otras partes concernidas admiten su culpa y esa autoinculpación. Lo vemos en el caso Gurtel, la financiación del PP…etc. Lo segundo es la responsabilidad penal y moral de los “chantajeados interesados”, es decir de quienes a cambio de pagar las dadivas que la autoridad corrupta impone si quieren operar se benefician con creces de realizar el negocio al que no tendrían derecho legalmente. Por último y lo más importante es la defensa que tiene la sociedad y el sistema contra los salteadores que toman el poder, normalmente municipal, para esquilmar las arcas públicas y extender el cáncer de una red clientelar  que corroe hasta la última célula de la sociedad. Lo habitual es que algunos particulares corrompan a los funcionarios responsables o incluso que estos animen estas tentaciones. Pero el caso Malaya o de Munar la princesa de Mallorca son tramas que hacen del poder el instrumento de un sistema de corrupción generalizada. El asunto es particularmente delicado porque la experiencia demuestra que los vecinos aplauden con las orejas mientras creen que les puede alcanzar alguna migaja de la aparente prosperidad que los mafiosos promueven, y las autoridades públicas encargadas de vigilar y hacer cumplir la ley prefieren no hacer de aguafiestas mientras dura la fiesta. Por mucho que los tres asuntos estén liados, las responsabilidades son claras y nadie podría justificar escapar de su responsabilidad, sea juez, fiscal, delegado de la administración o los medios de comunicación. Pero en este y en tantos casos vuelve lo mismo: ¿No esperamos de la justicia que esta repare lo que ni los poderes públicos ni la opinión pública son capaces de prevenir y evitar mientras el mal actúa?, ¿no es evidente que cuando no hay diligencia para hacer frente al mal lo que se juzga ya es irreparable y las sentencias sólo sirven de consuelo en el mejor de los casos cuando son justas? . En este caso, en las preferentes, el tres por ciento catalán, la financiación de los partidos, los ERES, el desmadre y saqueo de las Cajas, y tantos etcéteras se hace patente que los poderes públicos no hacen valer los mecanismos de control que están a su alcance, ni procuran perfeccionarlos o crear algunos más adecuados. Da la impresión que todo esto forma parte de un inmenso compadreo, hoy por mí mañana por ti, en el que el peor pecado es levantar la liebre. Una vez que esta ha escapado o muerto empiezan los ajustes de cuentas y la demanda de solución a la justicia. Pero esta suele corresponder a la falta de prevención que dan muestras los poderes públicos y apenas, después de agotadores procesos en los que todo queda desvanecido, se pronuncia bien cautamente tentándose las costuras. En este panorama la verdad es que tampoco la opinión pública ayuda mucho a prevenir y evitar, por lo menos hasta tiempos recientes. Por razones que no vienen al caso la sociedad española se ha demostrado normalmente tolerante con todos los desmanes públicos siempre que no afectasen personalmente pasando de ellos, en la misma medida que ha hecho demostración de su buena mala leche cuando el drama se ha consumado y nos damos cuenta que todos podemos estar concernidos. Tenemos un problema de falta de educación política, asunto que es de conocimiento y que se suele confundir con la capacidad de irritarse e indignarse cuando nada tiene remedio. Esto no es ajeno a la idea que tenemos imbuida de la política como un escenario en el que se enfrentan los buenos, los nuestros, contra los malos, los otros. Pero estos escándalos obligan a pensar que también la política tiene que ver con el conocimiento de los entramados entre los que se mueven los intereses privados y públicos, así como del conocimiento de las consecuencias de las decisiones políticas en la realidad práctica que vivimos. La educación política empieza por preguntarse ¿qué pasa si se hace esto o lo otro?, ¿qué pasa si no paramos de construir urbanizaciones?, ¿qué pasa si nos endeudamos hasta los tuétanos?, ¿qué pasa si todo lo deciden las cúpulas que controlan las maquinarias de los partidos?, ¿qué pasaría si Cataluña se independizara?, ¿qué pasaría si hubiera República?...etc. Tal vez si nos obligáramos a pensar en las consecuencias de lo que proponemos u otros proponen podríamos tocar tierra y evitar que los más listos hagan de las suyas tan fácilmente como hasta el momento.

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