El proceso secesionista catalán tiene algo del misterio de un buque a la
deriva envuelto en la niebla y cercano
al puerto, del que sólo se sabe que rebosa de combustible y que la tripulación,
con el capitán al mando, se ha entregado a una orgía frenética, mientras la
autoridad portuaria, que apenas está saliendo de una profunda siesta, se
pregunta si se trata sólo de una pesadilla. Haría falta el más poderoso
microscopio cuántico o la destreza de los grandes escritores románticos rusos
del siglo XIX en los asuntos del alma para visualizar y comprender la
sinuosidad de la partida que se está jugando.
Tanto los que se empeñan en separar
como los que aspiran a tener en pie el orden constitucional coinciden en que “no
pasa nada”. Y ese es el verdadero misterio, todos creen que “no pasa nada”. Eso
sí cada uno por motivos diferentes. La clase política y la opinión pública “constitucionalista”
dan por bueno que no pasa nada porque esto “no tiene recorrido”, que la
Constitución y Europa no lo permiten y que todo acabará, como ha dicho con su
habitual agudeza Tomás Gómez, igual que el plan Ibarreche. Al fin y al cabo nada tiene menos sentido que la
irrupción súbita de lo extremadamente incómodo,
como una Galerna en medio de un paisaje primaveral o tener que apagar
las llamas que prenden en casa cuando uno está empeñado en reparar los
cimientos de la casa que se hunde. Lo cierto es que estamos más preparados para
afrontar esos eventos cuando son parte de la vida particular que cuando forman
parte de la vida social y política. El gobierno y en general la clase política ha
respondido al desafío con una política de baja intensidad, la más baja posible.
Habría que preguntarse si podía hacer otra cosa una vez que los nacionalistas
independentistas han alcanzado un poder avasallante sobre la opinión pública y
se han entregado a su sueño en la convicción, seguramente justificada, de que
tienen todo por ganar y apenas nada que perder.
Parte del misterio es si la clase política calla por no alarmar y “provocar”
o porque cree que de verdad no pasa nada. Lo más probable es que muchos de sus
esquemas mentales no pasen por el mejor momento y que traten de hacer lo que
recomiendan la psicología positiva y los budistas, no meterse en lo que no se
sabe cómo se puede resolver, suspender la zozobra como si no existiera.
Por otra parte tratar de despertar el sentimiento patriótico, o si se
prefiere patriótico constitucional, en toda España sonaría a chunga o a una
zorrería para desviar la atención de la crisis, para una opinión pública que
detesta o al menos extraña esta virtud. Pero es lógico que la opinión pública
no se crea que la secesión vaya en serio y que por ello no tenga interés alguno
en pensar sobre sus posibles consecuencias. Se ha acostumbrado al inagotable
amagar para tener más y no se puede concebir que alguna vez los interesados
quieran todo y el lobo venga de verdad. La clase política ha garantizado por
otra parte que aunque siempre pidan más, la lealtad de los nacionalistas está
en último extremo siempre garantizada porque no tiene sentido que se quieran
salir. Y en el fondo se confía en la clase política mucho más de lo que se
cree, por eso el fiasco es tan doloroso. Se piensa por último que el asunto es
de los políticos y a lo sumo no puede pasar de ser una pelea de pillos.
Hay no obstante pequeños, casi minúsculos, síntomas esperanzadores para la
causa constitucionalista. Rajoy se rodeó de los más insignes prebostes de la
economía catalana en su visita a Obama y procuró hacer exhibición ostentosa. Se
interpreta como un acuerdo tácito. Pero salvo alguna escasa excepción la crema
económica calla a conciencia, lo que hace el misterio más insondable. ¿Le da
igual o le interesa a La Caixa quedar fuera de Europa o cerrar la mayoría de
sus sucursales en España?, ¿creen en serio que Cataluña será la Holanda del
mediterráneo y que “no pasará nada”?. Si están haciendo gestiones discretas o
secretas para enderezar el entuerto no se nota, o más bien parece que estimulan
el empecinamiento de la élite independentista que campa a sus anchas. Otro
síntoma positivo es el cierre de filas de los socialistas “catalanes y
españoles” en torno a la Constitución y el abandono al parecer de la equidistancia
de la política del avestruz “federalista”. Podría valer para sostener la
previsible reacción en defensa de la Constitución que pueda darse fuera de Cataluña,
pero es de temer que la erosión del constitucionalismo en Cataluña ya no tenga
remedio.
Los nacionalistas por su parte entienden que no pasa nada a su manera y
conveniencia. Mientras sus élites dan
todos los pasos necesarios ¿y suficientes? para consumar el alarde, la sociedad,
que mayoritariamente parece aplaudirlo y consentirlo, actúa como si de
consumarse no fuera a pasar nada. Nada perjudicial se entiende. La posindependencia
sería igual que el día de antes de la independencia pero más guay, como el día después
de la fiesta de los Reyes Magos, cuando una vez saturados de juguetes y de
juegos, los niños vuelven a clase dejando guardados los juguetes en el
trastero. Todos creen que la salida del Euro o de la Liga de futbol sería algo
tan fácilmente enmendable y negociable como alquilar un local en el centro de la Gran Vía para colocar una
embajada, ahora que estamos en plena crisis y con caída de precios. De hecho
las grandes empresas actúan como si nada y por ejemplo el Barça sigue con sus
planes y proyectos como si pudiera seguir en la Liga eternamente o hasta cuando
le convenga. ¿Es esta actitud del Barça, entregado como está a promover la
bondad de la causa independentista, una anécdota insignificante o el síntoma de
lo que está pasando?. ¿Se da cuenta en todo caso que está segando la hierba
bajo sus pies?. Quizá el verdadero misterio del barco sea por qué prefiere ir a
la deriva cuando en el fondo gran parte de sus pasajeros querrían tornar al
puerto, y, claro está, por qué estos pasajeros se olvidan de ello y prefieren
asistir a la orgía de la tripulación y la comandancia, aunque sea de mirones.
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