El último informe de PISA y los resultados de España introducen una nube de
confusión que alimenta los prejuicios vigentes sobre el estado y el sentido de
nuestro sistema educativo. Se da a entender que las denominadas habilidades
para la vida cotidiana están en relación directa con este sistema, o incluso
que son consecuencia de la aplicación de lo que se aprende en el mismo. Pero
sólo se puede hablar de una correlación indirecta: quienes tienen habilidad en
el aprendizaje escolar pueden tenerla en parecida proporción en cuestiones de
la práctica cotidiana, pero no porque una cosa les capacite para la otra sino
porque en ambas tienen un parecido interés, es decir un interés alto. En España,
dado el escaso interés por el aprendizaje escolar, es fácil que se destaque más
proporcionalmente en el ámbito de lo cotidiano, por poco interés que para ello
se tenga.
En cualquier caso el interés para una cosa y la otra depende más de la
tradición, los paradigmas culturales, las costumbres y de los hábitos
culturales filtrados a través de la familia, los medios y la calle que otra
cosa. Esta confusión alimenta el mantra tan socorrido y cansino contra la
educación “memorística”. Hasta la responsable de gestionar la educación de
España lo ha repetido como si descubriera el mediterráneo. Lo chocante es que
el diseño ideal del sistema pedagógico vigente de la LOGSE pretende desarrollar
sobre todo la creatividad, pero en la práctica ha acabado en el memorismo
peyorativo. Todavía cuesta entender que la creatividad no puede brotar suspendida
en el vacío como si de un astronauta
abandonado se tratase. Si los alumnos tienden a recitar como loros y a
olvidarse, una vez hecho el examen, de lo que han “aprendido” no es porque se
anule su creatividad y sólo se pretenda que memoricen y repitan. Lo que falta es la disposición a ver sentido
alguno a lo que se estudia y esto es un problema fundamentalmente social, no
pedagógico. La memoria es parte necesaria del aprendizaje, pero sólo se
transforma en parte del conocimiento si se comprende mínimamente lo que se
memoriza, o se está en vía de comprenderlo. Las habilidades escolares como la
resolución de problemas matemáticos, los comentarios de textos, la elaboración
de síntesis y esquemas, las redacciones, las prácticas de laboratorio y de
taller,..etc son partes del proceso de comprensión que ha de llevar al
conocimiento de lo que trata una materia determinada. No se deben confundir
estas habilidades con las habilidades de la práctica cotidiana. Los niños
primero y los que son menos niños después poco dispuestos a estudiar y aprender
siempre empiezan preguntando ¿para qué sirve esto?, ¿para qué me va a servir
esto que he de aprender?. Lo malo es que los padres y los gobernantes y
responsables se lo pregunten también. Me hace gracia especialmente esa idea de
que los conocimientos se “imparten” como si llegaran al feliz alumno por obra de una bendición. No menos
gracioso es el tópico de que se educa en conocimientos pero no en valores, como
si el aprendizaje de los conocimientos que se ha de tener no conllevase el
ejercicio implícito de un orden de valores. Pero sobre todo como si la
responsabilidad de aprender no fuese el
primer valor del estudiante. Lo que cuesta especialmente comprender es que el
problema fundamental de la educación española es su desvalorización social, o
mejor la desvalorización colectiva del aprendizaje y del conocimiento. Se les postra
a la condición de simples expedientes y trámites más o menos costosos y
engorrosos, pero no como un bien en sí mismo. Se piensa o bien que hay algo más
importante que ser persona o que se puede ser persona sin cultura ni
aprendizaje. Y por aprendizaje incluyo todo, desde la alta y selecta cultura hasta
el dominio de un oficio y de una profesión. Antes se decía “no tener oficio ni
beneficio”.
El principal déficit no es en sí mismo educativo sino preeducativo. El
estudiante no siente los estudios como una responsabilidad personal ante la
sociedad, lo siente como una obligación extraña y todo lo más como una
necesidad para trabajar. Como la conexión entre estudio y trabajo es cada vez
más dudosa, el interés por el estudio tiene cada vez menos sentido.
Naturalmente la responsabilidad por estudiar y la responsabilidad de estudiar
suponen un previo interés del que en general se carece. En esto hay que
distinguir dos aspectos que normalmente se confunden. Una cosa es el interés
por estudiar y otra cosa es el interés por lo
que se estudia. Así el interés por estudiar del que parten los alumnos está
en proporción con el valor social que tenga la educación, mientras que el
interés por lo que se estudia depende de las inclinaciones personales y del
valor social de la cultura. Cuanto más se valore socialmente la cultura más
propenso estará el estudiante a interesarse por lo que estudia y a buscar su
vocación o afición. Lo mínimo que debe asegurarse es que el alumno tenga interés
por estudiar, pero eso a escala general hoy parece una tarea hercúlea.
La sociedad hace bastante caso omiso a este pequeño detalle. La pedagogía
vigente sostiene el dogma, común también a la mayoría sean élites o gente
normal, de que el interés por estudiar es consecuencia del interés por lo que
se estudia. Según ello sólo se aprende lo que por su contenido interesa y que
esto depende de la motivación que logre el profesor. Este dogma se acompaña del
que dice que todos los alumnos están igualmente premotivados, porque la
disposición a aprender es una disposición psicológica general inalterable. Cuesta
mucho comprender que la disposición psicológica está articulada socialmente. Conforme
a este prejuicio psicologista el profesor debe primero motivar mostrando algún
aspecto gustoso y disfrutable de la materia y luego proceder a enseñar con
platos deleitosos. Pero la práctica es mucho más enrevesada. La experiencia
demuestra que sólo los alumnos que de antemano tienen interés en aprender y
estudiar en general, encuentran motivación en algún contenido o asunto. Por
supuesto el que tiene interés por la cultura tiene interés también por
estudiar. Es obvio que el profesor debe tratar de motivar y no hacer de su
materia una ración de pan seco, pero por regla general sólo se motiva quien se
ha desprendido de la rutina social en la que está inmerso, rutina que lleva comúnmente
a desinteresarse de la educación y a sentir esta como una odiosa pérdida de
tiempo.
La feliz sentencia de J.A. Marina de que la educación es asunto de la tribu
entera pone el dedo en la llaga, pero puede suscitar malos entendidos. Se suele
creer que los padres han de ser profesores
bis en horas libres, cuando no vigilantes de los profesores o incluso
colaboradores mágicos que tapan los huecos que dejan los profesores. Dicho sea
de paso, creo que la influencia positiva y auténtica de los padres y de la
sociedad en general es demostrar en la práctica que la cultura tiene valor, que
los libros no son sólo, donde hay alguno, adornos para tapar la pared o para ser
bien vistos por las visitas. La tribu, aparte de apoyar material y moralmente
la educación, tiene “sólo” la responsabilidad de dar a entender a los jóvenes que
de su educación depende el futuro de la tribu. En esto nuestra tribu ha fallado
rotundamente. Las causas de que algo tan simple no se produzca deben ser
complejas y hasta abstrusas de investigar y comprender. Confieso que apenas atisbo algo, pero hay una pregunta elemental que hacerse: ¿se cree la
tribu que de la educación depende buena parte de su futuro como tribu y no sólo
el de cada hijo en particular?. Es más ¿tiene la tribu conciencia de que es una
tribu?.
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