domingo, 11 de junio de 2017

PARA UN BOSQUEJO SOBRE LA BRITANIA POSIMPERIAL


Podría ser un acertijo de Alicia en el País de las maravillas. La patria que, entre sus muchas virtudes, ha alumbrado y asumido con gran consecuencia y conocimiento el pensamiento liberal, azote inmisericorde de cualquier ideología nacionalista, puede disputar a cualquiera ser la más nacionalista conocida, e incluso ser la auténtica patria del nacionalismo. Ha ido así formándose Britania en perfecto matrimonio del individualismo racionalista y del colectivismo más atávico. Pero no sólo se considera con todo el orgullo del mundo un imperio, se tiene sobre todo por una civilización, en lo que apenas tiene parangón presente con los casos de China y en menor medida Rusia. Por eso seguramente concibe su nacionalismo como una realidad trascendente a los nacionalismos vulgares de la potencias que le disputaron el gobierno universal. Hay que hablar de nacionalismo y no sólo de patriotismo porque no hay más causa verdadera para Britania que el interés de Britania, y no hay derecho supremo por encima de este interés.

Al hacer su presentación en la sociedad mundial con el inicio de la modernidad, Inglaterra llevó de la mano una religión de Estado rigurosamente nacional, que no alcanzó el rango de religión exclusivamente nacionalista por el escrúpulo de pertenecer a la tradición cristiana. Siguió así en la orbita moral del cristianismo, abandonando la cristiandad. Ha tenido luego la gran virtud de labrar su imperio con el músculo liberal y de haber enriquecido la tradición occidental con el aporte del liberalismo no sólo económico sino sobre todo político. Con lo que tanto le debemos por la creencia en los derechos civiles, el equilibrio y la división del poder y el estímulo de una democracia responsable.

Pero también ha adaptado este liberalismo a la forma de entender su relación con los pueblos de la tierra. Más allá de la útil defensa del valor del comercio para la humanidad, su imperio ha pretendido ser un puzzle de las mas variadas culturas, naciones y religiones, sin más relación mutua que el comercio y el rigor de la ley que el gobierno británico ha de asegurar, para que todas convivan sin importunarse. Al fin y al cabo este modelo, así como el liberalismo político tiene hondo arraigo en la Inglaterra medieval de la carta magna, el parlamento, pero también de las comunidades religiosas separadas, según la tradición común europea.

En sus designios el comercio no ha sido una vía para el mestizaje, como lo fue en gran medida en el caso del Imperio romano y de otra forma en el caso del imperio hispanocatólico, sino una forma de prosperidad que además permitía evitarlo en su caso. Britania ha cuidado especialmente guardar su pureza racial bien por el convencimiento de que de la preservación de la misma depende su liderazgo y prosperidad, o bien porque de esa manera la humanidad puede estar bien avenida. Así el multiculturalismo se ha tornado, una fórmula liberal y bastante sajona de entender la relación entre los pueblos, a partir del primado y preservación de la diferencia frente al mestizaje.

Ahora que el Imperio ya es un residuo histórico y Britania se sostiene como una red financiera, esta nación se está transformando en un emporio multicultural. La dinámica creada con el imperio ha conducido a que los pueblos descolonizados vean en la antigua metrópolis una fuente de oportunidades incomparablemente superior a la que ofrece sus países de origen. Y es indudable por otra parte que el multiculturalismo colonial no fue en detrimento sino más bien todo lo contrario de que se extendiese el afán de prosperidad por todo el imperio, como ocurre con todo el mundo.

Los británicos no han visto este cambio en un tiempo casi invisible como una amenaza, sino más bien como una oportunidad. Dejando aparte los posibles beneficios económicos que pudiera ir deparando, significaba corroborar el ideal multicultural como parte de la propia tradición. Lo que es sumamente importante pues nada es más sagrado en Britania que la propia tradición. A diferencia de Francia no se trataba tanto de integrar en los valores republicanos y civiles comunes, sino dejar libremente que cada cultura y pueblo se constituyese respetando a las demás. Tanto las facultades que ofrece el estado del bienestar como la supremacía política de la etnia sajona ofrecían además suficientes garantías del éxito del modelo. En gran medida la experiencia delos EEUU sería un aval suficiente.

Pero el modelo sólo puede funcionar si no hay una comunidad poderosa que potencialmente tienda a ponerlo en cuestión. Ninguna tiene tal deriva excepto la comunidad musulmana. Con independencia de si el Islam puede avenirse a convivir en un ámbito democrático y bajo un estado de derecho secularizado, es indudable que en su interior late el sentimiento histórico de humillación contra occidente. Eso no significa que todo el Islam sea antioccidental. Sucede más bien que la relativa pero persistente occidentalización del mismo Islam desde la II GM, unido a la tremenda crisis del nacimiento de Pakistan y de la formación de Israel, ha acentuado la reacción antioccidental en el plano político hasta el más fiero fanatismo. El ansia de proteger la identidad islámica frente ante occidente y de hacerle pagar por las, desde su perspectiva, supuestas humillaciones históricas y en general todas las debilidades de los pueblos islámicos es un caldo de cultivo llamado a extenderse por muchas que sean la atenciones que ofrezca el cada vez más mermado estado del bienestar.

Seguramente tanto en Britania como en toda Europa no sea visible en el horizonte una solución definitiva. Vamos a tener que “conllevarnos” según pedía Ortega que se hiciera con Cataluña, controlando los daños y estimulando el mestizaje cultural en la medida de lo posible. Pero es todo más difícil si la pervivencia de prejuicios casi ancestrales anclados en el orgullo de lo que ya no se puede ser impiden analizar correctamente la realidad.

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