Podría
ser un acertijo de Alicia en el País de las maravillas. La patria
que, entre sus muchas virtudes, ha alumbrado y asumido con gran
consecuencia y conocimiento el pensamiento liberal, azote
inmisericorde de cualquier ideología nacionalista, puede disputar a
cualquiera ser la más nacionalista conocida, e incluso ser la
auténtica patria del nacionalismo. Ha ido así formándose Britania
en perfecto matrimonio del individualismo racionalista y del
colectivismo más atávico. Pero no sólo se considera con todo el
orgullo del mundo un imperio, se tiene sobre todo por una
civilización, en lo que apenas tiene parangón presente con los
casos de China y en menor medida Rusia. Por eso seguramente concibe
su nacionalismo como una realidad trascendente a los nacionalismos
vulgares de la potencias que le disputaron el gobierno universal. Hay
que hablar de nacionalismo y no sólo de patriotismo porque no hay
más causa verdadera para Britania que el interés de Britania, y no
hay derecho supremo por encima de este interés.
Al
hacer su presentación en la sociedad mundial con el inicio de la
modernidad, Inglaterra llevó de la mano una religión de Estado
rigurosamente nacional, que no alcanzó el rango de religión
exclusivamente nacionalista por el escrúpulo de pertenecer a la
tradición cristiana. Siguió así en la orbita moral del
cristianismo, abandonando la cristiandad. Ha tenido luego la gran
virtud de labrar su imperio con el músculo liberal y de haber
enriquecido la tradición occidental con el aporte del liberalismo no
sólo económico sino sobre todo político. Con lo que tanto le
debemos por la creencia en los derechos civiles, el equilibrio y la
división del poder y el estímulo de una democracia responsable.
Pero
también ha adaptado este liberalismo a la forma de entender su
relación con los pueblos de la tierra. Más allá de la útil
defensa del valor del comercio para la humanidad, su imperio ha
pretendido ser un puzzle de las mas variadas culturas, naciones y
religiones, sin más relación mutua que el comercio y el rigor de la
ley que el gobierno británico ha de asegurar, para que todas
convivan sin importunarse. Al fin y al cabo este modelo, así como el
liberalismo político tiene hondo arraigo en la Inglaterra medieval
de la carta magna, el parlamento, pero también de las comunidades
religiosas separadas, según la tradición común europea.
En
sus designios el comercio no ha sido una vía para el mestizaje, como
lo fue en gran medida en el caso del Imperio romano y de otra forma
en el caso del imperio hispanocatólico, sino una forma de
prosperidad que además permitía evitarlo en su caso. Britania ha
cuidado especialmente guardar su pureza racial bien por el
convencimiento de que de la preservación de la misma depende su
liderazgo y prosperidad, o bien porque de esa manera la humanidad
puede estar bien avenida. Así el multiculturalismo se ha tornado,
una fórmula liberal y bastante sajona de entender la relación entre
los pueblos, a partir del primado y preservación de la diferencia
frente al mestizaje.
Ahora
que el Imperio ya es un residuo histórico y Britania se sostiene
como una red financiera, esta nación se está transformando en un
emporio multicultural. La dinámica creada con el imperio ha
conducido a que los pueblos descolonizados vean en la antigua
metrópolis una fuente de oportunidades incomparablemente superior a
la que ofrece sus países de origen. Y es indudable por otra parte
que el multiculturalismo colonial no fue en detrimento sino más bien
todo lo contrario de que se extendiese el afán de prosperidad por
todo el imperio, como ocurre con todo el mundo.
Los
británicos no han visto este cambio en un tiempo casi invisible como
una amenaza, sino más bien como una oportunidad. Dejando aparte los
posibles beneficios económicos que pudiera ir deparando, significaba
corroborar el ideal multicultural como parte de la propia tradición.
Lo que es sumamente importante pues nada es más sagrado en Britania
que la propia tradición. A diferencia de Francia no se trataba tanto
de integrar en los valores republicanos y civiles comunes, sino dejar
libremente que cada cultura y pueblo se constituyese respetando a las
demás. Tanto las facultades que ofrece el estado del bienestar como
la supremacía política de la etnia sajona ofrecían además
suficientes garantías del éxito del modelo. En gran medida la
experiencia delos EEUU sería un aval suficiente.
Pero
el modelo sólo puede funcionar si no hay una comunidad poderosa que
potencialmente tienda a ponerlo en cuestión. Ninguna tiene tal
deriva excepto la comunidad musulmana. Con independencia de si el
Islam puede avenirse a convivir en un ámbito democrático y bajo un
estado de derecho secularizado, es indudable que en su interior late
el sentimiento histórico de humillación contra occidente. Eso no
significa que todo el Islam sea antioccidental. Sucede más bien que
la relativa pero persistente occidentalización del mismo Islam desde
la II GM, unido a la tremenda crisis del nacimiento de Pakistan y de
la formación de Israel, ha acentuado la reacción antioccidental en
el plano político hasta el más fiero fanatismo. El ansia de
proteger la identidad islámica frente ante occidente y de hacerle
pagar por las, desde su perspectiva, supuestas humillaciones
históricas y en general todas las debilidades de los pueblos
islámicos es un caldo de cultivo llamado a extenderse por muchas que
sean la atenciones que ofrezca el cada vez más mermado estado del
bienestar.
Seguramente
tanto en Britania como en toda Europa no sea visible en el horizonte
una solución definitiva. Vamos a tener que “conllevarnos” según
pedía Ortega que se hiciera con Cataluña, controlando los daños y
estimulando el mestizaje cultural en la medida de lo posible. Pero es
todo más difícil si la pervivencia de prejuicios casi ancestrales
anclados en el orgullo de lo que ya no se puede ser impiden analizar
correctamente la realidad.
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