Al
explicar la radicalización política, especialmente yihadista, se
suele incurrir en dos errores, con la consiguiente desvirtuación del
fenómeno:
1.Se
confunde con los procesos comunes de asimilación sectaria
convencional, de carácter fundamentalmente religioso/heterodoxo pero
marginal. En estos casos lo fundamental es el factor psicológico y
de necesidad de pertenencia grupal. El sectario atiende
fundamentalmente a la necesidad de darle un sentido a su vida pero en
forma estrictamente personal, a compartirlo vitalmente dentro de una
comunidad creyente, pero palpable, y por último a sentirse diferente
y libre de un mundo que siente irremediablemente corrompido.
Encuentra por ello en la diferencia y la marginalidad un signo de
distinción y de superioridad moral.
Sin
embargo en la radicalización política, política/religiosa en el
caso del yihadismo, predomina fundamentalmente el afán de
protagonismo histórico, sentirse protagonista y creador de los
destinos de una sociedad y, cada vez más, de la globalidad del
mundo. Su afán delirante no es tanto la salvación personal, ni
llevar una existencia auténtica, sino redimir el mundo de sus males.
En la medida que el abducido se sacrifica por esa tarea considera
amortizados sus vicios y defectos personales, pero no porque
desaparezcan sino porque ayudan a la causa.
Conviene
puntualizar que el hecho de que los abducidos tanto por la
sectarización convencional como por el radicalismo político tengan
carencias y deficiencias psicológicas y sociales (marginalidad,
pobreza,etc) no significa que esa sectarización sea producto de
estas carencias. Todos los humanos somos deficientes y nuestro
equilibrio es profundamente inestable e incierto. Pero también
tenemos sueños e ideales, que no tienen porque ser en su esencia una
sublimación de esas carencias psicológicas,afectivas o sociales.
Esas carencias se tornan enormemente peligrosas cuando se consumen al
mezclarse con afanes idealistas delirantes si falta el bagaje moral e
intelectual suficiente que permita contrarrestar la manipulación de
los “impulsos nobles o idealistas” de que son objeto. Nada es más
manipulable que el idealista que respira en la atmósfera del
nihilismo y del fanatismo, aunque este sea potencial.
2.Esto
lleva a lo que es más importante, la confusión de entender el
adoctrinamiento como un proceso de inoculación de ideas extrañas al
ámbito de vivencia de los afectados. Estamos más bien ante la
excitación y el calentamiento de ideas latentes ya instaladas en el
universo cultural y vital de una determinada comunidad o sociedad
como resultado de un proceso histórico complejo. De no entender esto
hay que recurrir al pensamiento mágico.
En
el caso del Islam resulta secundario si en abstracto se trata de una
religión de paz o de guerra. No hay una relación directa entre el
contenido doctrinal del Islam y la acción que se lleva acabo en su
nombre. Lo importante no es la doctrina en sí, abierta a múltiples
interpretaciones, sino la forma predominante de vivirla y de
entenderla. Pero no oficial y externamente, sino de corazón.
El
Islam histórico plantea a este respecto un problema especial ya
resuelto por el cristianismo a fines del edad media: la dicotomía
entre la lealtad a la nación y la ley civil y la lealtad a la
comunidad religiosa, pero no en el terreno moral privado (como ocurre
en cualquier religión) sino en el terreno público. En su fórmula
extrema la religión ha de regir todos los aspectos de la vida y del
orden social y sólo es aceptable un estado islámico e islamista.
Esto significa en la practica que cualesquiera que sea su grado de
integración, asimilación o como se quiera decir, las comunidades
islámicas tienen por referencia la imaginaria comunidad islámica
universal y el destino del Islam en su conjunto, mientras que
entienden su participación en las sociedades occidentales como una
adaptación por motivos de conveniencia, más o menos temporal y
provisional. Naturalmente esto no significa estar contra Occidente,
sino mantener una distancia moral respecto a Occidente como un todo.
Sobre
esta base cabe considerar lo excitables y manipulables que pueden ser
muchos individuos que participan de ciertas ideas latentes aunque en
su origen apenas tengan conciencia de las mismas. Ideas y
mentalidades como:
-que
el Islam tiene una superioridad moral absoluta, pero además
innegociable. Lo primero es común a las diferentes religiones, ya no
lo segundo. Es decir la línea que separa moralmente a los fieles de
los infieles es absoluta. Desde un punto de vista humano se es fiel o
infiel. Se es obediente a Dios o un obstáculo a los designios
divinos. Llevado a sus últimas consecuencias se desprende el derecho
e incluso la obligación de que el Islam se extienda hegemónicamente
por todo el mundo, lo que no significa el derecho a hacerlo
violentamente, pero tampoco lo excluye.
-el
sentimiento de derrota y humillación histórica por Occidente,
derrota que se considera injusta e inaceptable. Igual que cualquier
forma de occidentalización resulta una traición a la esencia del
Islam, la vida colectiva no se puede desprender tan fácilmente del
ánimo de venganza o restauración histórica. Por supuesto este
sentimiento de decadencia y de victimismo histórico es de origen
complejo, pero es evidente que la cuestión palestina y la revolución
iraní, además de los intereses expansionistas de las monarquías
del golfo, lo han reavivado en carne viva.
-por
último el ambiente de autonegación común de occidente, lo que cabe
considerar a grosso modo como nihilismo, refuerza las tendencias y
argumentos en favor de la perversidad intrínseca de la sociedad
occidental. Aunque paradójicamente las fuerzas que animan el
malestar dentro de occidente esgrimen “razones” en muchos
aspectos opuestas a lo que los radicales yihadistas estarían
dispuestos a admitir, esto carece de importancia en términos
estrictamente políticos, donde decide el odio al enemigo común. Los
potencialmente radicales islamistas arriman el ascua a su sardina de
las denuncias de los antisistema que tienen a Occidente por el reino
de la represión, la corrupción, el despilfarro, la desigualdad y la
hipocresía. No importa tanto la verdad de esto sino el aval que
ofrece a la imagen de caos y abyección moral en la que presuntamente
viviría occidente.
El
terrorismo islamista es un fenómeno político/religioso. Es justo
llamarlo islamista y yihadista porque además de que se reclaman los
auténticos defensores del Islam, obran en nombre del Islam y dicen
emprender la Yihad, tienen dentro del mundo islámico un predicamento
suficiente para poder perdurar y desarrollarse. Deben las comunidades
islámicas ajustar cuentas sobre si están manipulando y denigrando
al Islam. Pero es claro que por encima de sus justificaciones y
reivindicaciones ideológicas el terrorismo islamista emprende su
acción en clave esencialmente político/militar, dentro de la que es
clave el sometimiento de las comunidades islámicas. Con sus
peculiaridades siguen el manual básico del terrorismo. No tratan de
alcanzar inmediatamente el poder, porque es obviamente imposible,
sino crear una situación de crisis permanente, de poder inaccesible
y oculto que conduzca al silencio, beneplácito y por fin a la
complicidad colectiva. Es parte de su peculiaridad que los ataques a
Occidente no sólo tienen por fin debilitar directamente a occidente
sino reforzar su poder en las comunidades islámicas, dentro y fuera
de occidente. El terror es sobre todo una señal de fuerza y así se
quiere que lo perciban tanto los fieles como los infieles. El
sometimiento de las poblaciones islámicas no occidentales también
se realiza por el terror.
Porque
en definitiva lo que excita el delirio y el afán de poder y
protagonismo de los más receptivos no son las ideas que les ofrecen,
sino la sensación de fuerza y de poder de la que creen participar. Y
convendría tener claro que esta sensación suele ser inversamente
proporcional a la sensación de poder y de fuerza que transmiten las
instituciones y las sociedades que tienen enfrente.
Naturalmente
estas consideraciones esquemáticas son ajenas al tema fundamental de
la relación del Islam con el mundo y la humanidad, pero conviene no
olvidar que la adhesión a una causa en el escenario de una guerra,
por muy poco convencional que sea, proviene de las posibilidades que
la misma guerra ofrece a quienes se comprometen con ella. Es decir el
delirio que lleva a creer que sólo al servicio de lo absoluto se
puede demostrar la verdadera valía.
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