La
conmemoración del espíritu de Ermua es sin duda un acto de
nostalgia. El dolor por lo que pudo y debiera haber sido, pero que se
fue segando nada más nacer. Al irrumpir la ciudadanía de forma
imprevisible, súbita, espontánea y visceral, quedaron paralizados
los ancestrales reflejos cainitas todavía latentes. Sobre todo el
tabú de que izquierda y derecha no podían ir juntos a ninguna
parte, porque no compartían valor alguno. Se produjo una situación
en la que era posible que la unidad contra el terror se proyectase a
la unidad frente a las tendencias separatistas y centrífugas en
defensa de la Constitución. Esto alteraba el guión imperante, pero
no escrito, según el cual una parte de la sociedad tenía derecho a
sospechar de la sinceridad democrática de la otra parte y esta a
tener que justificarse para desautorizar esa sospecha.
Pero
a la gran movilización siguió la desmovilización controlada. En
realidad la incipiente posibilidad de la unidad democrática espoleó
la imaginación para renovar la dialéctica de las dos Españas. El
pacto de Estella y a su estela el “discurso del método”, “la
hoja de ruta”, la manipulación del 11M, el “cordón
sanitario”...etc, son episodios de esta refundación del cainismo.
Pudo
haber sido de otra manera de haber existido más claridad y menos
torpeza en quienes, en la izquierda y la derecha, eran favorables a
fortalecer la unidad, pero hubiera hecho falta subsanar el talón de
Aquiles del movimiento social antiterrorista. Me refiero a que éste
no llegó a comprender ni poner en primer plano la conexión esencial
entre el terrorismo y el independentismo. No la conexión abstracta
sino la concreta y efectiva. Por supuesto “todo el mundo” era
consciente de que la ETA pretendía la independencia mediante el
terror. Incluso se era consciente, o se sospechaba con bastante
convencimiento, que los nacionalistas de todos los pelajes empezando
por el PNV se dedicaban a obtener los mayores beneficios posibles a
la sombra del terror. Pero imperó la doctrina de que una cosa es el
terrorismo y otra distinta el derecho de propugnar la independencia
si se hace por medios pacíficos y legales.
De
esta obviedad se hizo bandera para desvirtuar el significado del
terrorismo. Se olvidó lo que el terrorismo supuso para la expansión
y consolidación del nacionalismo y luego del separatismo. Pero sobre
todo se olvidó que el terrorismo no sólo era terrible por cruel e
inhumano, sino también por formar parte de una dinámica poderosa
que conducía a poner en riesgo la democracia y la unidad de España.
En
el fondo no se quería reconocer la existencia de ese riesgo. Tal vez
sea una de las pocas coincidencias en la percepción de las
izquierdas y las derechas. La carga está en la izquierda política,
social y sobre todo intelectual. Han interpretado siempre la denuncia
del peligro separatista como una añagaza de la derecha. No puede la
izquierda desprenderse de la idea de que el peligro no son los
separatistas, sino “los separadores”. E incluso muchos en el
fondo sienten que el separatismo es una reacción legítima y
justificada, aunque “tal vez equivocada”, contra la que imaginan
omnipotencia de los separadores. La evidencia de que las autonomías
dominadas por los separatistas son de facto pequeños Estados a los
que falta el reconocimiento exterior y un ordenamiento jurídico ad
hoc no basta para deshacer este prejuicio inveterado y en el fondo a
corto plazo interesado.
Es
más compleja la desmovilización de la derecha. Reaccionó contra
la hoja de ruta y la legalización del brazo político del terror por
motivos humanitarios y de justicia. Advierte también el peligro que
sufre la democracia y la unidad de España. Pero ante todo cree que
el Estado y las instituciones son tan poderosos que el peligro
separatista no puede pasar de ser una molestia. Con ese flanco
cubierto, sólo le preocupa en la práctica el temor a la soledad,
quedar descolgada de la opinión pública, sino se adapta a la
técnicas seductoras de la izquierda. Lo que significa evitar a toda
costa la imputación de provocar. Fantasea así que, ante el golpe separatista,
mientras nadie desde la derecha dé un paso adelante, la izquierda no
encontrará motivos suficientes para unirse con los separatistas y se
verá obligada a defender, aunque sea nominalmente, la Constitución.
Suficiente para que el Estado con sus resortes automáticos frene el
golpismo de forma limpia y sin necesidad de causar daños
colaterales.
De
esta forma se ha instaurado la opinión de que el episodio terrible
de ETA es algo separable de la dinámica política de la que forma
parte. Se esgrime que el Estado no haya cedido en las
reivindicaciones políticas de ETA, salvo la legalidad de su brazo
político, como prueba de que ETA ha sido derrotada política y
militarmente. Aunque, eso sí, falta “el relato”. Pero el hecho
decisivo es el fortalecimiento político del secesionismo frente a la
retracción ante el peligro independentista, cosa incomprensible sin
que el Síndrome de Estocolmo ya instalado en la sociedad vasca no
haya contagiado a gran parte del resto de la sociedad española. Como
si la explosión colectiva contra el terror hubiera agotado las
energías colectivas y creara una inmensa resaca. Como si se pudiese
vivir en paz, siempre y cuando no se provoque a quienes sólo quieren
destituir el orden constitucional. En este sentido la conmemoración
del asesinato del M. A. Blanco parece una molestia. Como si expusiera
públicamente la imposibilidad de ocultar la falta de unidad en torno
a lo que debiera unir.
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