miércoles, 12 de julio de 2017

NOSTALGIA DE ERMUA


La conmemoración del espíritu de Ermua es sin duda un acto de nostalgia. El dolor por lo que pudo y debiera haber sido, pero que se fue segando nada más nacer. Al irrumpir la ciudadanía de forma imprevisible, súbita, espontánea y visceral, quedaron paralizados los ancestrales reflejos cainitas todavía latentes. Sobre todo el tabú de que izquierda y derecha no podían ir juntos a ninguna parte, porque no compartían valor alguno. Se produjo una situación en la que era posible que la unidad contra el terror se proyectase a la unidad frente a las tendencias separatistas y centrífugas en defensa de la Constitución. Esto alteraba el guión imperante, pero no escrito, según el cual una parte de la sociedad tenía derecho a sospechar de la sinceridad democrática de la otra parte y esta a tener que justificarse para desautorizar esa sospecha.

Pero a la gran movilización siguió la desmovilización controlada. En realidad la incipiente posibilidad de la unidad democrática espoleó la imaginación para renovar la dialéctica de las dos Españas. El pacto de Estella y a su estela el “discurso del método”, “la hoja de ruta”, la manipulación del 11M, el “cordón sanitario”...etc, son episodios de esta refundación del cainismo.

Pudo haber sido de otra manera de haber existido más claridad y menos torpeza en quienes, en la izquierda y la derecha, eran favorables a fortalecer la unidad, pero hubiera hecho falta subsanar el talón de Aquiles del movimiento social antiterrorista. Me refiero a que éste no llegó a comprender ni poner en primer plano la conexión esencial entre el terrorismo y el independentismo. No la conexión abstracta sino la concreta y efectiva. Por supuesto “todo el mundo” era consciente de que la ETA pretendía la independencia mediante el terror. Incluso se era consciente, o se sospechaba con bastante convencimiento, que los nacionalistas de todos los pelajes empezando por el PNV se dedicaban a obtener los mayores beneficios posibles a la sombra del terror. Pero imperó la doctrina de que una cosa es el terrorismo y otra distinta el derecho de propugnar la independencia si se hace por medios pacíficos y legales.

De esta obviedad se hizo bandera para desvirtuar el significado del terrorismo. Se olvidó lo que el terrorismo supuso para la expansión y consolidación del nacionalismo y luego del separatismo. Pero sobre todo se olvidó que el terrorismo no sólo era terrible por cruel e inhumano, sino también por formar parte de una dinámica poderosa que conducía a poner en riesgo la democracia y la unidad de España.

En el fondo no se quería reconocer la existencia de ese riesgo. Tal vez sea una de las pocas coincidencias en la percepción de las izquierdas y las derechas. La carga está en la izquierda política, social y sobre todo intelectual. Han interpretado siempre la denuncia del peligro separatista como una añagaza de la derecha. No puede la izquierda desprenderse de la idea de que el peligro no son los separatistas, sino “los separadores”. E incluso muchos en el fondo sienten que el separatismo es una reacción legítima y justificada, aunque “tal vez equivocada”, contra la que imaginan omnipotencia de los separadores. La evidencia de que las autonomías dominadas por los separatistas son de facto pequeños Estados a los que falta el reconocimiento exterior y un ordenamiento jurídico ad hoc no basta para deshacer este prejuicio inveterado y en el fondo a corto plazo interesado.

Es más compleja la desmovilización de la derecha. Reaccionó contra la hoja de ruta y la legalización del brazo político del terror por motivos humanitarios y de justicia. Advierte también el peligro que sufre la democracia y la unidad de España. Pero ante todo cree que el Estado y las instituciones son tan poderosos que el peligro separatista no puede pasar de ser una molestia. Con ese flanco cubierto, sólo le preocupa en la práctica el temor a la soledad, quedar descolgada de la opinión pública, sino se adapta a la técnicas seductoras de la izquierda. Lo que significa evitar a toda costa la imputación de provocar. Fantasea así que, ante el golpe separatista, mientras nadie desde la derecha dé un paso adelante, la izquierda no encontrará motivos suficientes para unirse con los separatistas y se verá obligada a defender, aunque sea nominalmente, la Constitución. Suficiente para que el Estado con sus resortes automáticos frene el golpismo de forma limpia y sin necesidad de causar daños colaterales.

De esta forma se ha instaurado la opinión de que el episodio terrible de ETA es algo separable de la dinámica política de la que forma parte. Se esgrime que el Estado no haya cedido en las reivindicaciones políticas de ETA, salvo la legalidad de su brazo político, como prueba de que ETA ha sido derrotada política y militarmente. Aunque, eso sí, falta “el relato”. Pero el hecho decisivo es el fortalecimiento político del secesionismo frente a la retracción ante el peligro independentista, cosa incomprensible sin que el Síndrome de Estocolmo ya instalado en la sociedad vasca no haya contagiado a gran parte del resto de la sociedad española. Como si la explosión colectiva contra el terror hubiera agotado las energías colectivas y creara una inmensa resaca. Como si se pudiese vivir en paz, siempre y cuando no se provoque a quienes sólo quieren destituir el orden constitucional. En este sentido la conmemoración del asesinato del M. A. Blanco parece una molestia. Como si expusiera públicamente la imposibilidad de ocultar la falta de unidad en torno a lo que debiera unir.

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