Ante la tragedia que sufrimos lo más humano y natural es la
reacción ética de poner por encima de todo la solidaridad con el
dolor, lo que debiera ser el dolor de todos. Pero no es menos natural
olvidar esa responsabilidad compasiva en bien de la supervivencia y
del goce de la vida. En las guerras y catástrofes prolongadas ambas
reacciones han coexistido, no más se relaja la inminencia del
peligro, en la forma de una simbiosis del culto por los muertos y de
expansión vital sentida como prueba de entereza y fortaleza.
Por otra parte las
masacres terroristas sólo admiten una manifestación sufriente de
duelo y de solidaridad moral, porque lo focalizan todo. Ante el
terror programado y manifiesto lo instintivo es tocar y sentir, como
si los cadáveres delataran a los culpables. El terrorista cuenta con
ello y es parte de la macabra estrategia del terror. En la mente de
todos ha de quedar grabada a fuego la marca de que uno mismo puede
ser el siguiente porque el terror dictamina que somos cómplices, y
que así nos lo hace saber por su alarde de inhumanidad. Pero aunque
así sea el crimen se torna un foco contra el que concentrarnos.
A diferencia de
ello nuestra pandemia disemina el dolor en un vertido estadístico
como si los muertos formaran parte de los margenes de un paisaje
nebuloso y sin horizonte. Como en una famosa película, “la niebla”
acecha de forma indefinida. Lo instintivo es escapar de ella
depositando nuestra esperanza en el presente más palpable, en lo más
particular y privado ,que mientras lo presente esté siendo no anda
contaminado. En un caso como el nuestro sólo la acción
institucional puede movilizar colectivamente los resortes éticos que
nos ligan a nuestros muertos y nos otorgan un sentido de comunidad.
De no ser así el dolor se disemina junto con los muertos y en
especial con los que han muerto injustamente abandonados a su suerte.
El gobierno
posterga, en realidad oculta, el duelo en favor de la verbena
mediática hogareña. Porque sólo con una especie de desviación
festiva se pueden olvidar los tremendos golpes con que nos sacude el
más acá. Cabe que lo haga de buena fe, en prevención de que la
visibilidad de la tragedia mueva a la desesperación y a la perdida
de la capacidad de resistencia. Como si fuera traumático añadir a
la incomodidad presente y la angustiosa amenaza del futuro, motivos
funestos de pesar provenientes de los más recóndito de nuestra
conciencia moral. Seguramente es lo que recomendarían terapeutas de
esa psicología que más valora el estado de ánimo que el asiento
entre la personalidad y la dignidad como ser humano.
Pero es imposible
evadir el hecho de que el gobierno sigue un guión político, su
guión. Su apuesta por el olvido y la verbena prueba inequívocamente
que se sabe responsable del desaguisado, pero sobre todo de que se
sabe vulnerable en caso de que el debate público tenga por centro
las responsabilidades políticas por la tragedia. El cálculo
político no da más de sí, como si liderar el duelo lo expusiera
ante sus responsabilidades. Pero sin embargo es un riesgo que podría
afrontar , incluso si lo hiciera con intenciones maquiavélicas. ¿No
se arriesga con su incitación a la evasión y el olvido a que en su
momento sea tachado de culpable de lesa inhumanidad? Me temo que esta
posibilidad no la contempla porque no cabe en su cabeza.
Hay en la actitud
del gobierno algo que sobrepasa el simple cálculo político, por muy
repulsivo que este sea. Es una reacción natural, su reacción
natural, que incita a un determinado emplazamiento político. Me
refiero a la reacción sustentada en la interiorización de la
infantiloide cultura vigente de negación de lo desagradable, y nada
más desagradable que el mal y la muerte, como si de esa manera lo
desagradable quedara exorcizado.
Aun así siendo
comprensible esa interiorización no es suficiente para adormecer la
energía ética humanitaria cuando esta anda apremiada en su raíz
más profunda. Posible es el cinismo de quien urgido por esa energía
la sofoca librándose al logro de beneficios para su empresa o secta
de poder. Pero en el caso de que aun reste esa energía el poso de
dignidad sólo puede sobrevivir entregándose al autoengaño de que
procediendo así se sirve a un bien superior, a una causa que lo
justifica, sino ante los ciudadanos, sí "ante la historia".
¿Y si la
maquinaria gubernamental no sufriera de tal cinismo? Podría ser también
que quien tiene por hogar el cálculo político, vive en la
virtualidad y cabalga en la demagogia como campeón del arte
político, tenga inhibidas las reservas morales humanitarias, las
defensas reflejas más elementales que nos hacen reaccionar y sentir
el dolor ajeno como de todos. Si esto no implica la pura y dura
deshumanización, sí que desnaturaliza el sentido de humanidad al
recluirlo en la esfera de lo virtual, lo negociable y en definitiva
de las representaciones prestas a endilgarlas al público por medio
de alguna narrativa espabilada. Pues al fin y al cabo cuando la realidad canta y atruena la narrativa no
es sino el sustitutivo de la falta de memoria, el proyecto de sanción
del olvido de lo que está bien presente.
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