sábado, 18 de abril de 2020

DUELO O VERBENA


                 Ante la tragedia que sufrimos lo más humano y natural es la reacción ética de poner por encima de todo la solidaridad con el dolor, lo que debiera ser el dolor de todos. Pero no es menos natural olvidar esa responsabilidad compasiva en bien de la supervivencia y del goce de la vida. En las guerras y catástrofes prolongadas ambas reacciones han coexistido, no más se relaja la inminencia del peligro, en la forma de una simbiosis del culto por los muertos y de expansión vital sentida como prueba de entereza y fortaleza.

                Por otra parte las masacres terroristas sólo admiten una manifestación sufriente de duelo y de solidaridad moral, porque lo focalizan todo. Ante el terror programado y manifiesto lo instintivo es tocar y sentir, como si los cadáveres delataran a los culpables. El terrorista cuenta con ello y es parte de la macabra estrategia del terror. En la mente de todos ha de quedar grabada a fuego la marca de que uno mismo puede ser el siguiente porque el terror dictamina que somos cómplices, y que así nos lo hace saber por su alarde de inhumanidad. Pero aunque así sea el crimen se torna un foco contra el que concentrarnos.

                 A diferencia de ello nuestra pandemia disemina el dolor en un vertido estadístico como si los muertos formaran parte de los margenes de un paisaje nebuloso y sin horizonte. Como en una famosa película, “la niebla” acecha de forma indefinida. Lo instintivo es escapar de ella depositando nuestra esperanza en el presente más palpable, en lo más particular y privado ,que mientras lo presente esté siendo no anda contaminado. En un caso como el nuestro sólo la acción institucional puede movilizar colectivamente los resortes éticos que nos ligan a nuestros muertos y nos otorgan un sentido de comunidad. De no ser así el dolor se disemina junto con los muertos y en especial con los que han muerto injustamente abandonados a su suerte.

                El gobierno posterga, en realidad oculta, el duelo en favor de la verbena mediática hogareña. Porque sólo con una especie de desviación festiva se pueden olvidar los tremendos golpes con que nos sacude el más acá. Cabe que lo haga de buena fe, en prevención de que la visibilidad de la tragedia mueva a la desesperación y a la perdida de la capacidad de resistencia. Como si fuera traumático añadir a la incomodidad presente y la angustiosa amenaza del futuro, motivos funestos de pesar provenientes de los más recóndito de nuestra conciencia moral. Seguramente es lo que recomendarían terapeutas de esa psicología que más valora el estado de ánimo que el asiento entre la personalidad y la dignidad como ser humano.

                Pero es imposible evadir el hecho de que el gobierno sigue un guión político, su guión. Su apuesta por el olvido y la verbena prueba inequívocamente que se sabe responsable del desaguisado, pero sobre todo de que se sabe vulnerable en caso de que el debate público tenga por centro las responsabilidades políticas por la tragedia. El cálculo político no da más de sí, como si liderar el duelo lo expusiera ante sus responsabilidades. Pero sin embargo es un riesgo que podría afrontar , incluso si lo hiciera con intenciones maquiavélicas. ¿No se arriesga con su incitación a la evasión y el olvido a que en su momento sea tachado de culpable de lesa inhumanidad? Me temo que esta posibilidad no la contempla porque no cabe en su cabeza.

                Hay en la actitud del gobierno algo que sobrepasa el simple cálculo político, por muy repulsivo que este sea. Es una reacción natural, su reacción natural, que incita a un determinado emplazamiento político. Me refiero a la reacción sustentada en la interiorización de la infantiloide cultura vigente de negación de lo desagradable, y nada más desagradable que el mal y la muerte, como si de esa manera lo desagradable quedara exorcizado.

               Aun así siendo comprensible esa interiorización no es suficiente para adormecer la energía ética humanitaria cuando esta anda apremiada en su raíz más profunda. Posible es el cinismo de quien urgido por esa energía la sofoca librándose al logro de beneficios para su empresa o secta de poder. Pero en el caso de que aun reste esa energía el poso de dignidad sólo puede sobrevivir entregándose al autoengaño de que procediendo así se sirve a un bien superior, a una causa que lo justifica, sino ante los ciudadanos, sí "ante la historia".

              ¿Y si la maquinaria gubernamental no sufriera de tal cinismo? Podría ser también que quien tiene por hogar el cálculo político, vive en la virtualidad y cabalga en la demagogia como campeón del arte político, tenga inhibidas las reservas morales humanitarias, las defensas reflejas más elementales que nos hacen reaccionar y sentir el dolor ajeno como de todos. Si esto no implica la pura y dura deshumanización, sí que desnaturaliza el sentido de humanidad al recluirlo en la esfera de lo virtual, lo negociable y en definitiva de las representaciones prestas a endilgarlas al público por medio de alguna narrativa espabilada. Pues al fin y al cabo cuando la realidad canta y atruena la narrativa no es sino el sustitutivo de la falta de memoria, el proyecto de sanción del olvido de lo que está bien presente.

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