A partir de la transición los historiadores coincidían en que España es un país normal homologable a cualquier país europeo y que así es también su historia. Pero coincidían sobre todo en la necesidad de divulgar ese mensaje. Como todo país, España tiene sus peculiaridades, vicisitudes y crisis, progresos y retrocesos correspondientes, pero globalmente seríamos homologables a los mejores. Lo único que podía desconcertar era la pasión con la que se denostaba eso de "Spain ist diferent", presunto emblema del franquismo. Chocaba también esta idea con el hecho de que la historiografía antifranquista daba por hecho la anomalía hispana según el guión de la Leyenda negra y la mitificación de la II República, único hito que habría puesto a España en la senda de la modernidad occidental. Es de reseñar en favor de la historiografía proveniente de la transición tanto la neutralidad ante el significado de la II República y la Guerra civil, como la desvinculación del guión de la Leyenda Negra, a la vez que de la patética retórica imperial del primer franquismo. La normalización histórica e historiográfica enfatiza así tanto el valor supremo de la reconciliación nacional, como el consiguiente merecimiento de ser parte de la civilidad democrática.
Para la gran mayoría social la homologación con la Europa moderna y desarrollada premiaba la reconciliación. La europeidad de España y la paz civil fue el vínculo con el que España se separó del franquismo, pero sin traumas ni ajustes de cuentas. Ahora el sanchismo, ¡maldición!, ha destapado señales alarmantes de anomalía y resucita el fantasma de un país condenado a la negrura. Con la particularidad de que ahora es la negrura del alma, el "malaje", y no tanto la reacción ciega a las apreturas materiales y morales que depara la historia.
¿Somos anómalos? ¿Es el sanchismo la versión de la anomalía que haría de España el "fuste torcido" de Occidente, para tiempos de globalización?¿Cómo es posible que ante la monstruosa y desvergonzada exhibición de desprecio al Derecho y la libertad saltándose todas las líneas rojas inimaginables pueda el sanchismo perpetuarse en el poder? El más mínimamente interesado en las cosas públicas supone que un ejemplo de este tipo sería inimaginable en cualquier democracia asentada, sin recibir un merecido castigo.
La pregunta surge de forma natural, pero conlleva una trampa que hay que sortear. El sanchismo es señal de que hay algo anómalo en la raíz de la convivencia política y por extensión en la medula de la sociedad civil. Pero es ficticio que lo anómalo sea el camino emprendido desde la transición, como si la democracia española estuviese cautiva del franquismo. El sanchismo avala esta ficticia anomalía como una profecía autocumplida: una vez provocado el caos y la normalización de la inmoralidad que hace la vida pública irrespirable, una vez provocada la confrontación y el desprecio hacia la política y los políticos, se hace responsable al "sistema". Es lo mismo que cuando se decía que no había terrorismo sino "conflicto".
¿Qué hay de verdad en que "somos anómalos",más allá de esta trampa? La cuestión llevaría demasiado lejos si la ponemos en relación con el ser y el devenir de España, aunque no estaría mal que se explorase esto "sin prisas pero sin pausas". Circunscritos más modestamente al estar actual, es decir al arco que viene de la transición hasta ahora, y retraídos a un simple bosquejo creo que llama la atención tres cosas.
Primero lo agrietado que parece estar el suelo moral común que sustenta todo proyecto colectivo o al menos proyecto de convivencia. Por supuesto que tal suelo sostiene el entramado institucional y la identificación social con la democracia y el derecho. Y tan agrietado parece que no es vana la sospecha de que se tratase de un espejismo contra todas las apariencias.
En segundo lugar la ausencia de personalidad de los políticos, por extensión los aledaños del poder. Es como si el que entra en la política tuviera que abandonar la libertad de expresarse y no menos la libertad de pensar. No parece sólo una molesta coincidencia que triunfe el modelo del aparatchik , extendido a los mediáticos e intelectuales y artistas. En España no se entiende el compromiso político personal sino el compromiso con la representación colectiva institucionalizada de la causa tenida por verdadero. Es un legado que parece indeleble de la forma de entender la relación del hombre con dios y de proveer a su salvación. No menos paradójicamente el socialismo ahora y antes el comunismo son los seguidores más fieles de esta forma de entender la política. Ningún socialista, como antes ningún comunista, duda de que el socialismo es el partido socialista. Para sus adentros como el socialismo es un término sacro, avant la lettre, lo verdaderamente sacro es el partido. Dado además que el modelo del aparatchik en España es un sucedáneo del modelo sacerdotal eclesiástico, que dota sus representantes de una relación especial con la gracia divina, no extraña que el sacerdocio socialista se sienta poseído de un estado de gracia prácticamente invulnerable en el terreno moral e incluso intelectual.
En tercer lugar aparte del credo político la actitud hacia la política es dispar en las sociedades occidentales. En España esta disparidad es extrema. Lo que en Europa es relativamente accidental , un juego episódico con papeles ya escritos, en España es sustancial, el día a día. Por una parte la derecha social, entiéndase la convención, tiende a la indiferencia y al apoliticismo, la izquierda está poseída por una estricta ultrapolitización. La derecha confía en la ley y el orden, la izquierda bien en la ley y el orden alternativo, bien en la alternativa a la ley y al orden. Esto no significa que la gente de derechas no se preocupe por la política y que no se haga una idea, incluso con sobrado celo, pero todo "queda dentro de casa", incluso las redes. La izquierda es fundamentalmente callejera y tiende a preocuparse únicamente de los mensajes y las señales que huelan a convocatoria. Pero aparte de esta diferencias lo anómalo es que estos reflejos están vivos, la forma de entender la política en lugar de dirigirse a una hermenéutica "convergencia de horizontes", se petrifica.
Las razones de tan asimétricas motivaciones deben ser muy profundas, por lo que no es cuestión de meterse en ello. Pero esta diferencia de actitudes ante la política encubre la siguiente paradoja. Que el ultrapoliticismo izquierdista contradice la civilidad política, mientras que el apoliticismo de la derecha respeta esta civilidad. Pues en efecto, el sanchismo ha ejecutado el giro del socialismo hacia el entendimiento totalitario de la política como una guerra entre amigos y enemigos; mientras que los presuntos herederos del franquismo la entienden como la gestión democrática de los asuntos públicos según los principios de libertad e igualdad. Estos a su vez creen en la existencia actual de un bien común que se trata de conservar o mejorar mientras los primeros creen que el bien común, de existir, está por llegar. No tenía porque haber sido así, no esta esta distorsión en el ADN de la socialdemocracia posterior a la IIGM, pero el socialismo español sobrevive como si fuera homologable.
Son vertientes que nos llevan a la historia y la filosofía política como mínimo, pero que presentan una evidente interdependencia. La polarización presente es contra natura, según los parámetros del bienestar social y de las costumbres de la convivencia existentes. La animadversión inducida ha tenido éxito porque había algo latente, pulsiones y reflejos que están a medias de la historia y la psicología. Si en el grueso de la sociedad que comprende a los bloques polarizados hay animadversión se eleva esta sobre un modo de vida y un campo de intereses semejantes según corresponde a lo estructural del bienestar. Que, entonces, media sociedad entienda, en una sociedad abierta, la política como una guerra entre amigos y enemigos, revela la debilidad del suelo moral común, en caso de que este todavía exista. Que este dogma bilioso haya encontrado la coartada de la angustia por la "ultraderecha" para acompañar, sin pesar ni vergüenza y con desapegada complicidad, el proceso a la tiranía liberticida, la "democracia perfecta e inmaculada", cuya llegada bien vale el aquelarre "invisible" de la corrupción y la mentira, indica que en el deterioro del suelo moral cuenta mucho la voluntad de no compartir los valores elementales de la convivencia política. Es decir que todos saben que esa coartada es falsa pero que hay que creerla para que sea verdadera.
El contraste entre esta animadversión y la fundamental similitud de la forma de vida y de posibilidades personales, en parámetros occidentales, obliga a extremar esa animadversión para vivirla con credibilidad. Así la dialéctica entre amigos y enemigos tiene por corolario la dialectica entre fieles y traidores. De la misma forma que la ausencia de una contestación contundente, y no digamos que sacrificada, en las filas liberticidas, evidencia negativamente el valor de la personalidad moral en política. Seguramente ese valor está de capa caída en toda Europa, pero aquí , presos de la dialéctica entre amigos y enemigos, ni está ni se le espera.
Por último la asimetría en las actitudes respecto a la política se traduce en una diferente forma de integrarse en la sociedad civil. La penetración dirigida al control de los nudos por donde discurren los intereses sociales y sus altavoces propia del ultrapoliticismo, se contrapone a la aplicada dedicación a los asuntos propios del personal apolítico en la confianza de que la ley funcione. Se dirá que esta indiferencia no deja de ser el caldo de cultivo de cualquier proyecto totalitario que se precie. Pero esto es equívoco. Fue así en la crisis de los totalitarismos de los años treinta. Nada que ver con la actualidad. Ahora más que indiferencia hacia la política las gentes de derechas carecen de sentido del compromiso personal en una tarea común. Lo fían todo a algo que parece en principio granítico, el funcionamiento institucional.
Visto retroactivamente había buenas dosis de ingenuidad en el diseño y puesta en práctica de la transición, pero esto era inevitable. Máxime cuando esta ingenuidad reproduce la fantasía nacional más elemental, ya acreditada en las Cortes, cuando por ley se decretaba que los españoles serán justos y benéficos. Tal vez la transición tuvo tanto brillo que ocultaba los motivos de perplejidad y preocupación. Desconozco si se ha estudiado o analizado por qué fue tan fácil cuando todo auguraba lo contrario. Veamos algo.
Las ganas de paz venían en gran medida del temor a la repetición de la guerra. Máxime cuando en el ambiente social estaba que se tenía mucho que perder. La expectativa del bienestar no era un mera ilusión, ya se contaba con algo de bienestar. Pero la conexión de la entrada en la sociedad del bienestar y la cultura política colectiva es en esto decisivo. En la Europa occidental el bienestar se forjó asociado a la democracia, en España los signos del bienestar precedieron a la democracia. Esto significa que la transición llegó sin aprendizaje democrático o político, bajo el manto de la atonía política que imponía la dictadura, mientras las democracias europeas fueron acomodando su sensibilidad y educación política al de la conquista del deseado bienestar general. No se valorará lo suficiente en qué medida la creación del Estado de bienestar tras la derrota nazi disuadió de la repetición de los experimentos totalitarios hasta nuestros días, dejando aparte, claro esta, la cuestión del totalitarismo comunista.
La sociedad española no pudo adecuar, por razones obvias, su sensibilidad política a la marcha de los asuntos comunes. La transición fue una zambullida súbita en esa empresa con el hecho notable de que esa zambullida no fuera calamitosa y apenas dio señales de peligro, a diferencia de Portugal por ejemplo. Su transcurso pareció equipararnos con ejemplaridad. Desde luego que cívicamente ¿pero con madurez política? En este caso ni el miedo, ni la improvisación permitían, contra las apariencias iniciales, apariencias legitimadas en lo que tenían de verdadero por la ejemplar resistencia al terrorismo, echar las campanas al vuelo. Por lo crítico del momento el pueblo apostó, como no podía ser de otra forma por su imaginario más elemental. Más bien por las ofertas, que podía intuir representaban lo más evidente de ese imaginario, en la conciencia de que ahora es "lo que tocaba". Desde entonces los bloques sociales de derechas, izquierdas y nacionalistas permanecen casi inmutables al menos cualitativamente.
Pero el imaginario no bastaba para erradicar reflejos funestos. Los más funestos atenazan a la izquierda. La derecha no ha superado su complejo porque, agraviada e indefensa ante la sospecha de ser la heredera del franquismo, se aferra su prejuicio más ingenuo. No entiende la política sino como el amparo de la ley y el orden de lo que ha de ser responsable el Estado.
Pero lo grave es que la izquierda se ha dejado despertar su instinto guerra civilista con toda la parafernalia ideológica que lo acompañó y cebando las nuevas sensibilidades por muy extrañas que sean a la original matriz del discurso revolucionario, la cuestión social. La fortuna y el éxito de ZP y especialmente Sanchez parecen sugerir que las masas vivían en un sueño a la espera del beso rescatador del Príncipe Rojo.
Pero en el fondo este quebranto de los postulados socialdemócratas aquilatadas tras la IIGM, aun en el autoengaño de estar en inequívoca fidelidad a los mismos, indica la dependencia de la sociedad de la calidad y catadura de sus líderes. Sin su autoridad y liderazgo no se puede ajustar algo tan delicado como la sensibilidad política, que incluye tanto el bagaje ideológico y doctrinal como el significado de las experiencias colectivas, y la realidad que se vive. Por desgracia en España parte de esta discordia se concreta en el hegemonismo ideológico de la izquierda y la pasividad ideológica y política de la derecha.
Tenemos en fin que la virtualidad del discurso hegemónico lleva consigo la vigencia de un mundo encantado, en una realidad paralela de la que no se puede escapar civilmente. Los resignados de las circunstancias que no se resignan a desaparecer, conscientes de la fuerza de este encantamiento, sobreviven ejercitándose en el Nirvana político, y a este paso tendremos que practicar el Nirvana civil.
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