La cara más deplorable de los movimientos colectivos de masas es la
facilidad con que al recalentarse pueden abrasarse a sí mismos llegando a
calcinar incluso sus justas reivindicaciones. Si en la vida privada la buena
educación se muestra en la capacidad de dominar el impulso repentino y la
pasión contumaz cuanto más explosiva, esta medida debería valer para los
movimientos colectivos. A nadie se le ocurre asistir a un concierto de música clásica
a abuchear al director, porque el director le deba un bis, como tampoco dejaría
cualquiera de asistir a su vecino accidentado porque no le salude o le haya
timado. En el caso de los movimientos colectivos el asunto se complica por el
hecho de que una vez han prendido los participantes se contagian del fervor
ajeno y sienten su causa múltiplemente legitimada por este simple hecho. Es más,
creen que la presunta legitimidad de la causa justifica cualquier actuación y se torna
principio absoluto indiscutible que todo lo permite, mereciendo quien se
resiste ser incluso suprimido. Este elemental proceder de la conducta de masas
se ha hecho evidente en las protestas contra el internamiento de la delegada
del gobierno en un hospital público. Los españoles tendemos a retraernos de las
cuestiones políticas y sociales hasta que sentimos nuestro interés
completamente cuestionado, entonces nos lanzamos con una furia que de poder reflexionar
un poco nos avergonzaría. Nuestra cultura política y social está demasiado
prendida de nuestra pasión personal dado que el compromiso político y social es
extraño a la vida cotidiana. Lo peor no son estos desvaríos sino la propensión
de los políticos a aprovecharse de los mismos e incluso atizarlos, a sabiendas
de que de esa manera tienen más posibilidades de aumentar su clientela. Los
líderes políticos tienen la responsabilidad de servir a los suyos incluso hasta el punto de mecerlos
en sus sueños, pero tienen una responsabilidad ética y democrática
infinitamente incomparable, que es la de reconducir las pasiones a sus justos
términos y amparar el respeto a las mínimas
reglas éticas de las que depende la convivencia.
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