Desdibuja el significado de la
corrupción política reducirla a una excrecencia o una manifestación de la generalizada
corrupción social. La corrupción política y en general las prácticas políticas tienen
un efecto multiplicador sobre las
relaciones sociales que no tiene ninguna otra actividad, hasta marcar en cierta
manera la pauta social. Por otra parte el poder político goza de una
preponderancia que lo hace inmune, por lo menos a corto plazo, y unas reglas
propias de funcionamiento que no son sin más la réplica de las más generales
reglas sociales. De ello surge buena parte de la corrupción. Es mucho decir que
el sistema político sea intrínsecamente corrupto, pero sobran los síntomas de
que una cuota de corrupción es parte integral del funcionamiento del sistema.
Puede ser el aceite lubricante o la atmósfera en la que se respira, pero en
cualquier caso algo imprescindible. En buena parte la corrupción emerge de la
dinámica de nuestro sistema político como la hierba en primavera. Sólo se
necesita un poco de riego. Los partidos son fundamentalmente empresas de poder (*véase
mi artículo “sobre empresarios y sacerdotes”) que se disputan la tarta
electoral, pero se rigen, y aprovechan,
por las mismas reglas “no escritas”. El Estado tiene un poder e influencia
determinante y amplísimo en la vida económica diaria. De la administración depende no sólo la gestión de la macroeconomía,
la legislación económica o los servicios públicos, sino además una red
inagotable de concesiones y recursos que alcanza hasta lo más recóndito. Sabido
es que nuestro peculiar sistema autonómico por encima de algunas virtudes da
cobijo a poderes parasitarios y multiplica descontroladamente las redes
clientelares. Por último la debilidad de la sociedad civil propicia la
interferencia y hasta el control partidario y sectario de las instituciones que
debieran servir de contrapeso: medios de comunicación, sistema judicial, el
mundo del arte y la cultura, incluso el deporte si hace falta. etc.
Que todo esto tiene sus raíces en prácticas sociales viciosas y enquistadas
es algo indudable. Los vicios de nuestra cultura popular son parte condicionante de la práctica corrupta en
las alturas, de la misma forma que está práctica refuerza y renueva la tierra
fértil en la que se arraiga. Veamos
alguno de estos vicios.
Predomina un sentido providencialista
de la política y del gobierno. Se pide al Estado y a los políticos en general que
“resuelvan los problemas”, pues para eso están o se les paga. El ciudadano cree
que hay solución para todo, si el gobernante o el político encargado tienen
voluntad para ello; mientras que si el problema no se resuelve se debe al
desinterés o los intereses inconfesables de quien debe hacerlo. Se protesta
cuando se siente en peligro el propio interés o el interés de “los nuestros” en
el caso de los más politizados. La idea nociva de que a los políticos les
incumbe preocuparse del bien común y a cada uno de su bien propio, es el complemento
de la idea de que la política es cosa de los políticos. Así cuando hay viento
en popa los políticos pueden estar tranquilos y actuar a sus anchas, pero
cuando viene el temporal son objeto predilecto del repudio y la maldición
colectiva. Lo peor de esta actitud no es tanto que conduzca a la inhibición
práctica sino a la mental. El ciudadano se priva de entender los asuntos prácticos y deslindar las responsabilidades
concretas de unos y otros. En lugar de ello se refugia en sus clichés
ideológicos y se deja llevar por la simpatía por los unos o los otros.
Se vive la política desde el sectarismo
colectivo. Muchas veces se toma posición en virtud de quien, o mejor de quienes, y no del qué,
y se decide más por miedo a que ganen los otros, que por conocimiento de lo que
supone elegir o seguir a los propios.
Aunque se denueste a la “clase política” en general, se guarda siempre
en el fondo del corazón el aprecio por los propios, como una madre que ante las
fechorías de sus hijos se tranquiliza pensando que en el fondo son buenos. Los
políticos saben que tienen una red de seguridad a toda prueba y que pase lo que
pase el cordón umbilical con los parroquianos no se romperá. El repudio de los
contrarios puede volverse siempre contra ellos, “y tú más”, a satisfacción de
la parroquia. Por suerte hay indicios de que esto cuela cada vez menos, aunque
puede quedar cuerda para rato.
Por último tenemos el consentimiento proverbial de los españoles por la
corrupción cotidiana. Es la idea de que las relaciones y los tratos económicos tendrían
que seguir el mismo patrón que las relaciones familiares o de convivencia entre
amigos, conocidos y colegas. Cuesta mucho admitir que en este plano está en
juego además del propio interés, la responsabilidad y el interés social, y que
no es verdad que algo es bueno si se queda en casa. Por fortuna parece que ya
no esta tan bien visto vanagloriarse de defraudar a Hacienda, aunque uno no sea
rematadamente rico. El gran salto moral, tal vez impensable, es dejar de
justificar la pequeña corrupción, (pequeña en cada caso, inmensa socialmente)
por la evidente corrupción en mayúsculas. Y lo que es lo mismo: dejar de ver el
Estado como algo intrínsecamente ajeno.
Dicho esto, la corrupción social y la política confluyen en parte pero cada
una tiene su ritmo y su dinámica. Cuando la política empeora gravemente, la
sociedad se resiente hasta sus cimientos. No hay una solución que todo lo
comprenda, pero es obvio que lo primero es la regeneración o saneamiento de la
actividad política, porque es lo más práctico y lo que se tiene a mano y por su
efecto indudable en la marcha global de la sociedad. Las transformaciones en
mentalidad y costumbres son a largo plazo, y sólo a la larga se ven sus
efectos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario