La proclamación del comienzo de la ruta hacia la
independencia, requeteconfirmando que la cosa va en serio, tiene, al
menos, una doble virtud. Abre por una parte los ojos a la mayoría de la clase
política y de la clase tertuliana que prefieren estar en Babia pase lo que
pase, creyendo que no estamos más que frente a un asunto contable o ante un
truco para despistar de la crisis, la corrupción y otros asuntos
perentorios. Pero sobre todo sitúa la cuestión en sus justos términos: la
invocación del “derecho a decidir” no es más que un eufemismo, ante la decisión
de impugnar de partida la soberanía del pueblo español a favor de la soberanía
del pueblo
catalán, determinado como “sujeto político soberano”. En términos puramente
formales y jurídicos estamos ante un círculo vicioso. Se invoca el derecho a
decidir para determinar si el pueblo catalán es soberano, y se justifica el
derecho a decidir por la previa soberanía del pueblo catalán. Y esa es la
cuestión de fondo: ¿tienen derecho y razón los que así lo pretenden para proclamar
a Cataluña como nación soberana dejando en suspenso el orden constitucional
dentro del que Cataluña se inserta?. Es obvio que en política el derecho
se origina en los hechos consumados, aunque no debiera ser así siempre.
Si Cataluña se independiza y se le reconoce como país independiente, será titular
del derecho de decidir soberanamente, sin duda. Pero no siendo así todavía, es
procedente discutir si existe ese derecho y, sobre todo, si los nacionalistas
tienen derecho a conseguirlo al margen de la ley constitucional y al margen en
definitiva del resto de España. En términos puramente legales y formales la
solución es sencilla. El orden constitucional tiene sus trámites y
procedimientos y los catalanes como los demás españoles tienen que atenerse al
mismo. Pero está en cuestión ese orden desde una presunta legitimidad
superior, la soberanía constituyente del pueblo catalán. Pues lo que está
abierto no es otra cosa que un proceso constituyente. La cuestión es pues:
¿existe esa legitimidad?, ¿hay razones, sino jurídicas, sí basadas en la
realidad de los hechos para justificar esa legitimidad?. Que el asunto se vaya
a resolver por la vía de los hechos no quita importancia a que se haga con
razón o sin ella. Pues hay que confiar en que la historia, por mucho que se
diga que la hacen los vencedores, no juzgará esto con indiferencia. Y sobre
todo no hay que desechar del todo la posibilidad de que las razones influyan
algo en el devenir de los acontecimientos.
Las razones que pueden invocarse a favor de esta
legitimidad son de tres tipos: las referentes a la identidad étnica o de otro
tipo suficientemente diferenciada; las referentes a la existencia o no de una
tradición común; las referentes a la validez del pacto político vigente. Estos
requisitos responden al hecho de que los componentes básicos de las naciones
modernas, o de las naciones-estado son una cierta homogeneidad étnica y
cultural que permite la integración de los miembros de esa sociedad; una
tradición histórica común suficiente, decantada en unos ciertos valores
comunes; el pacto político que instaura la ley común y sobre todo la
voluntad de convivir en corresponsabilidad. Pues al fin y al cabo lo que
determina el ser o no una nación, en el sentido moderno de nación política, es
la voluntad exclusiva de corresponsabilidad, a lo que se denomina soberanía.
Creo que cualquiera de estas razones, aun estado
entrelazadas, podría bastar para legitimar la soberanía y el derecho a su
ejercicio. Por lo menos hay que concederlo así, para equivocarse lo menos
posible. Veamos someramente cada una de ellas.
Cataluña tiene desde luego un origen étnico cultural
distinto del que predomina en el resto de España, por lo menos si
suponemos su origen en los tiempos carolingios. Pero la diferencia étnica con
el tiempo y rápidamente fue inapreciable, máxime cuando se comparte un mismo
origen ibero-latino en lo fundamental. Lo relevante es la diferencia cultural y
lingüística. Hay sin duda una cultura y lengua propia catalana y en
Cataluña, que se ha mantenido con altos y bajos, pero que ha tendido a
enriquecerse y a salir boyante tras los momentos más comprometidos. Este
patrimonio simbólico marca la identidad catalana en lo que tiene ésta de diferente
respecto a los demás pueblos hispanos, incluidos los de Latinoamérica, y
también, si se quiere respecto del resto de España en conjunto. Pero esa
identidad no es la exclusiva de la sociedad catalana ni es incompatible con la
identidad cultural del resto de España. La identidad lingüístico cultural
catalana es compartida, siendo, por decirlo así, catalana-hispánica e hispano-
catalana, según se mire. Ni respecto a la cultura de élite, ni a la
cultura popular lo castellano en su sentido muy amplio resulta algo ajeno. Y lo
mismo cabe para las relaciones vitales y de convivencia, en lo que no hay
sentimientos de comunidades diferenciadas, aunque predomine ideológicamente de
forma abusiva un catalanismo excluyente. Pero por otra parte se puede decir que
lo catalán-exclusivo está razonablemente integrado dentro del conjunto de la
cultura española. Se respeta el catalán en las regiones de esta tradición y en
el resto de España se admite sin problemas la política lingüística de Cataluña
y de estas comunidades. Las relaciones de convivencia han sido igual de
normales con los catalanes, que con los andaluces o asturianos, por mucho que
la disputa futbolística proyecte el espejismo de una guerra abierta y de una
incompatibilidad insuperable. Que quede mucho por hacer en pro de la mayor
confianza mutua posible, no significa que lo que hay de diferente sea más
fuerte que lo que hay en común. Ni mucho menos que tenga que sepultar lo
común.
Por lo que a la historia se refiere, es indudable que,
desde la unidad de los reinos de España, la relación entre Cataluña y el resto
de España no ha sido sencilla ni ha discurrido en línea recta. Cataluña ha
ocupado sin duda la posición más singular y si se quiere conflictiva dentro de
la historia de España. Pero España, por lo menos en sentido geográfico, ha sido
en buena medida y fundamentalmente su ámbito de proyección
natural. Sobre todo cuando, desde la derrota de Muret, (s. XIII) se
proyectó junto con Aragón hacia el Levante peninsular. Y cuando precisó del
apoyo castellano para conservar su imperio mediterráneo y protegerse contra
Francia. Pues los condados catalanes y la catalanidad histórica se construyeron
frente a Francia y en colaboración con los reinos de España. El condado
de Barcelona, y si se prefiere Cataluña, es parte fundadora de España. Y su
destino ha estado vinculado de una manera u otra con el destino de España. En
este sentido aportó y recibió, tanto como entró en conflictos de gran calado.
No es por ejemplo insignificante el hecho de que la unidad de España se originó
a partir de la unidad entre la corona de Castilla y la corona
aragonesa-catalana, frente a la otra posibilidad que estaba en juego, la unidad
entre Castilla y Portugal. Y no se debió esto tanto a la imposición de Castilla
como a la conveniencia de la nobleza catalana- aragonesa. Pero es obvio que el
sistema semiconfederal de los Austrias y la hegemonía de Castilla impiden hablar
de una marcha homogénea, a la manera que se supone en las naciones
modernas. Ha habido en lo fundamental una historia común pero con
diferentes tiempos y papeles, por la sencilla razón de que Cataluña no podía
tener una historia independiente, en base por ejemplo a su dominio del
Mediterráneo, porque este dominio era imposible. En aquel ámbito cada uno, la
parte castellana y la aragonesa, tendió a hacer su vida con algunas
instituciones comunes, de la misma forma que así lo hacían todos los reinos del
imperio hispano. ¿Y qué fue ese imperio sino un conglomerado de reinos unidos y
más bien coordinados tras la hegemonía castellana?. Nada tuvo en esto Cataluña
de singular, y ningún problema se planteó más que las disputas sobre los fueros
y privilegios, normales en las sociedades medievales y pos renacentistas. La
relación con la corona española entró en un terreno más comprometido al entrar
en crisis el sistema de los Austrias. Desde entonces a la vez que Cataluña
adquiere protagonismo frente a Castilla, dentro de España, empieza a
perfilarse la “cuestión catalana”.
Es imposible tratar esto con un mínimo decoro sin hacerlo
con pausa y extensión, pero podemos destacar lo más esencial. En lo
fundamental: mientras Cataluña ha buscado, y en gran parte conseguido, la
hegemonía y en ciertos períodos el dominio económico de España y las posesiones
hispanas, ha tendido a distanciarse de su corresponsabilidad política, a no ser
que limitara ésta a que el Estado protegiera esos intereses económicos. Esta
dicotomía o si se prefiere esquizofrenia ha marcado la historia común.
Seguramente que la responsabilidad de este desencuentro incumbe a todos los
protagonistas y es una frivolidad juzgar la carga de unos y de otros. Bien pudo
por ejemplo la tendencia a la esclerosis de las oligarquías castellanas y
aragonesas chocar con las inclinaciones modernizadoras de la burguesía
catalana, pero en términos prácticos se produjo un convenio y un reparto de
papeles e intereses que funcionó en los dos sentidos, haciendo compatible la protección
y el desarrollo de la industria catalana con el sistema rentista de los
latifundios castellano andaluces. Que esto beneficiara el progreso conjunto de
España es otro cantar. Pero resulta una completa deshonestidad intelectual
calificar de colonial o de anexión a la situación de Cataluña en España. Igual
que sería difícil achacar su prosperidad sólo a la iniciativa y al espíritu
emprendedor de su burguesía, pasando por alto la protección del Estado y las
manos proletarias del resto de España.
Siendo pues parte de una historia común, es evidente que
esta ha pasado por momentos especialmente críticos. A destacar cuatro hasta
ahora: la revuelta dels segadors contra Felipe IV; la guerra de Sucesión
; la crisis del 98; la proclamación del Estát Catalá en la II República. La
revuelta del XVII fue una reacción burguesa y popular contra la ruptura del
status quo, al pretender el conde duque de Olivares integrar a Cataluña en la
política imperial castellana, reacción que, al intervenir Francia, se tornó contra
esta potencia. El resultado fue la vuelta a la corona hispana y la aparición de
una sensibilidad anti francesa que aun llegó hasta el siglos XIX. La guerra de
Sucesión fue un conflicto dinástico internacional en el que buena parte de
Cataluña se posicionó contra los borbones en gran medida por el
recuerdo del enfrentamiento anterior. El decreto de Nueva Planta
respondió en parte a una represalia y un acto de uniformización del
Estado, pero en cualquier caso originó un nuevo escenario que a grandes rasgos
dura hasta nuestros días: la abertura económica de Cataluña al resto de España,
incluyendo no se olvide las posesiones imperiales, y de otro parte el resquemor
por la postergación de la cultura y la lengua. Creo a este respecto que hasta
muy entrado el s. XIX hubo una integración normal, en el sentido de que
los motivos de la sociedad catalana no fueron muy diferentes de los del resto
de España, guerra de independencia o el conflicto entre liberales y carlistas
inclusive. La Renaixença catalanista de mediados del XIX sólo encontró un
sentido político cuando la burguesía catalana achacó al Estado el desastre del
98 y la pérdida de sus intereses, que pasaban, no se olvide, entre otros
por la defensa de la esclavitud en las colonias. Esto ha creado el nuevo
escenario hasta el franquismo. La burguesía catalana ha oscilado entre reclamar
la protección del Estado frente a los anarquistas y socialistas, y ponerse a
rebufo de estos movimientos obreros para tener en jaque al Estado español.
Cuando la República, tuvo que decidir entre colaborar en la modernización de
España o demoler el estado republicano. La tentativa de proclamar el Estado
catalán en el 34 se justificó en la presunta deriva fascista de la República,
pero fue más bien un intento oportunista de aprovecharse de la revolución
obrera. Y es que en definitiva los conflictos nacionalistas y en especial el
catalán se inscriben en la lucha entre las dos Españas, provocando en
todo caso una distorsión en la forma que tomó esta lucha fratricida, sin poseer
un protagonismo propio, como el que por ejemplo enfrentó a Inglaterra e
Irlanda. Esto es especialmente relevante para el nacionalismo catalán, que,
como movimiento moderno, se inscribió en el movimiento republicano y obrerista
más general de modernización y democratización de España. La represión
franquista afectó a lo catalán en cuanto parte del movimiento democrático
general de España y no por un motivo de enfrentamiento nacional. Tan es así que
las izquierdas no han dejado de mostrar su simpatía por el nacionalismo
catalán, mientras que no tanto con el nacionalismo vasco peneuvista, en la
creencia de que el leit motiv del mismo es colaborar en la creación de
una España plural. Simpatía que ha propiciado una cierta identificación
ideológica.
Lo que resulta de esta sumaria panorámica es que las
tensiones y crisis, siendo reveladoras de una tensión de fondo digamos que
estructural, no cuestionan el protagonismo de Cataluña en la historia de
España, protagonismo en algunos aspectos desde el privilegio y el predominio,
en otros desde el distanciamiento y la incomprensión. Y de este protagonismo se
desprende la imposibilidad de que España sea lo que es sin Cataluña, y lo mismo
Cataluña sin España. Sin mengua todo ello de que sería iluso esperar una
solución definitiva a la “cuestión catalana”.
Pero el tema crucial del momento es el cuestionamiento
del pacto político que sirve de fundamento a la España actual. Un tanto
abusivamente se puede ver el pacto constitucional de la transición igual que
como un acuerdo entre todas las fuerzas y poderes políticos de España, también
como un pacto entre Cataluña y el resto de España destinado a resolver la
“cuestión catalana”. Ese pacto se concreta en el respeto de la Constitución y
del Statut. Lo que ahora está en juego es la impugnación del mismo y de
cualquier pacto posible con el resto de España. ¿Hay razones para ello? Creo
que un pacto o un acuerdo se puede romper si quieren hacerlo las dos partes, si
se ha hecho de forma injusta e ilegítima o si la otra parte lo incumple. Es
decir la simple conveniencia o ganas de romperlo por una de las partes no
obligan a la otra parte a admitir esta ruptura. Si nos atenemos al estatuto de
autonomía tan denostado, este ha funcionado razonablemente dentro de la
ambigüedad del sistema autonómico constitucional. Seguramente que el problema
no ha sido tanto que no se reconociera la personalidad de Cataluña, cuanto el
“café para todos” que ha llevado a diluirla en el conjunto de España para la
conciencia de la ciudadanía catalana. El poder competencial se ha incrementado
constantemente y la Generalitat dispone del poder fáctico casi total sobre toda
Cataluña. Es difícil que en una Cataluña independiente la Generalitat tuviese
necesidad de mucho más poder. Pero la relación con el resto de España no ha
dejado de vivirse con incomodidad creciente por razones de muy diversa índole.
Habría que tratar esto de forma especial y de hacerlo sería necesario otro
trabajo.
Vamos a ceñirnos a los motivos que pueden alegar
los que pretenden revocar el pacto constitucional y estatutario. La idea de que
“esto ya no funciona” se ha instalado pero apenas se dice qué es lo que no
funciona. Creo que pueden darse dos motivos. El primero la constancia y
continuidad del predominio nacionalista desde la transición. No sólo no ha
menguado sino que se ha extendido incluso de forma exagerada hasta atraer
incluso a una buena clientela antes socialista y de origen castellano parlante.
Pero no es menos cierto que esta fortaleza electoral se ha hecho en nombre del
autonomismo y de la aspiración a mejorar la posición dentro de España, aunque
también con un espíritu de distanciamiento, indiferencia e incluso hostilidad
creciente respecto al proyecto de España.
La razón presuntamente objetiva que se podría aducir es
el desencuentro económico que tanto ha acentuado la crisis, cuajando
lamentablemente en la insidia de “España nos roba”. Se invoca además que
no se comprende a Cataluña, sacando a colación los excesos que algunas
tertulias suelen cometer, cuando por otra parte responden al descrédito tan
habitual de España en los medios catalanes. Pero este toma y daca no puede
aducirse seriamente como motivo objetivo de conflicto por ninguna de las
partes, por mucho que lo más cómodo sea instalarse en la espiral de la
acción-reacción. Supongo que habría mucho que decir sobre el problema de la
balanza fiscal, pero hay algo que hay que aclarar con anterioridad. La
izquierda nacionalista que es, por lo menos, bastante sincera en cuanto a sus
intenciones, reclama la independencia por motivos estrictamente histórico
identitarios, creyendo en una idea imaginaria de Cataluña y de España, así como
de su historia. Para ellos el presuntamente desfavorable balance fiscal es una demostración
de la maldad de España y del diferente interés de Cataluña y España, pero no es
la razón para la secesión. Porque la única razón es que Cataluña es Cataluña y
España es otra cosa distinta y ajena, vayan las cosas como vayan. Las élites
del, en otrora, catalanismo “moderado” se inclinan ahora por lo mismo y cuesta
pensar que el recurso de la discrepancia económica con el Estado no sea más que
un señuelo.Es difícil saber si la burguesía tradicional, de la que el
nacionalismo político sería supuestamente expresión, está de acuerdo con esto o
si piensa que el problema es el encaje económico. Seguramente no sabe qué
pensar, como ocurre con los socialistas catalanes. <Tema este interesante
para la teoría política, en la que todavía predomina la idea de que los
movimientos y partidos políticos sólo son la voz pública de los intereses
clasistas de poderes económicos determinados>.
Pero ¿hasta qué punto este desencuentro justifica una
ruptura unilateral?. Desde la óptica catalana se puede argüir el mal uso
que el Estado hace de su contribución, y tiene razones para ello, ya que el
subvencionismo sin límite no ha ayudado precisamente a que las regiones más
retrasadas progresen lo que debieran. Pero la contribución se ha hecho de
acuerdo en lo fundamental según las reglas comunes, y con algún beneficio de
más de acuerdo con el último estatuto. Y en todo caso el presunto perjudicado
por este uso no es sólo la sociedad catalana. Que esas reglas sean discutibles
y que Cataluña pretenda otras ad hoc no deja de ser cuestión negociable,
pero nunca algo tan decisivo como para quebrar siglos de vida en común. Sobre
todo si no ha intentado negociar nada en serio.
Pues al fin y al cabo de la misma manera que la
Constitución ha condicionado relativamente la forma de la autonomía también ha
permitido y respetado el ejercicio de la plena personalidad catalana. Mientras
que por otra parte ha ofrecido a los catalanes decidir en el gobierno y
la marcha del resto de España, en una medida sin duda mucho mayor que la que
puede hacer el resto de España en lo referente al gobierno catalán.
No se sostiene pues que, por cualquiera de estos motivos,
se tenga derecho a romper unilateralmente el marco vigente y hacer uso del
derecho a decidir en un sentido distinto del modo como ahora la sociedad
catalana y la española ejercen ese derecho. Pues se hace uso del mismo al
decidir en cada elección o consulta, pudiendo considerarse que este ejercicio
es un acto confirmatorio de los procedimientos que establece la Constitución.
Reglas de juego que permiten y amparan el derecho a cuestionar o acabar con la
Constitución y la unidad de España, siempre que se haga conforme a esas reglas.
Los nacionalistas catalanes sólo pueden llenarse de razón si
proponen una negociación razonable de su proyecto de independencia con el resto
de España, si demuestran que ese es el único camino para la prosperidad de
Cataluña, y por último que esta separación no se hace a costa de los
intereses del resto de España. El argumento de que la voluntad de separarse es
suficiente es tan legítimo como el que pudiera tener la otra parte para impedir
esa separación. Si la política se moviera por motivos racionales se evitarían
el recurso a ese tipo de “razones”. No sueño con que esto suceda alguna vez,
pero quizá sea posible presionar para que se razone lo más posible.
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