lunes, 3 de marzo de 2014

ÉBOLE EL EDUCADOR.



No seré yo quien se atreva a decir si la farsa que Ébole representó sobre el 23 F fue una broma de mal gusto, un experimento más  o menos sugerente o una gamberrada juguetona. Pero el autor cae en el ventajismo cuando lo justifica como un ejercicio dirigido a despertar la conciencia crítica ante la información. En realidad muestra al decir esto algo de mala conciencia.
La comparación con la dramatización radiofónica que hizo O. Wells de la Guerra de los mundos no resiste el mínimo envite. Aquello fue un experimento en los albores del poder de los medios en el que se ponía a prueba precisamente ese poder al transmitir algo inverosímil pero sin embargo fascinante. Era como traer al mundo el misterio de los misterios. El radioyente acababa aterrorizado, pero no por la historia que incrédulamente pudo creerse, sino por el poder de quien se la hacía creer un momento. Esto no despertó ninguna conciencia crítica sino el estupor por el poder de los medios. La farsa de Ébole es más bien  un trabajo de aliño dirigido a aprovechar la desconfianza reinante hacia la clase política. Contando con la participación en el juego de quienes por su reputación hacen el espectáculo creíble la farsa tiene el poder de sorprender de momento a cualquiera. Se parece algo a la broma de quien avisa a algún amigo por la muerte de un familiar querido pero que se ha vuelto molesto, o de que le ha tocado la lotería y luego lo devuelve a la realidad para mutuo regocijo. Pero en este caso la burla de la que el público ha sido objeto es digerible, porque una vez aclarado todo, éste perdona. Le importa más salvaguardar el prurito de haber estado desde siempre en la verdad, que lo que objetivamente ocurrió. Los unos lamentaran, eso sí, no haber asistido a un auto de desenmascaramiento, aunque con el consuelo de que  “sinon e vero bene trovato”.  Los otros se avergonzarán de haber dudado. Poco más y pelillos a la mar, nadie está para indignarse por que se juegue con algo que debiera ser muy serio, ni menos para tomarse en serio algunas fantasías y pedir que se investigue lo que pudiera seguir oculto. La deportividad de  la que la población hace gala, salvo alguna estridencia de quien se ha se ha dejado llevar por sus ganas, puede ser una prueba de madurez democrática o del reinado de la completa indiferencia y del escepticismo. De salud de la monarquía o de su irreversible agonía. Desde luego el cuidado del sentido crítico ante lo que dicen los medios es asunto crucial. Pero lo que se pone en juego no es tanto si las noticias y las informaciones son ciertas sino su enfoque y sesgo. No es lo mismo decir que unos centenares de subsaharianos han asaltado la valla a pedradas y golpes movidos por las mafias, que decir que estos mismos lo han hecho presas del hambre y la desesperación. Pero en la farsa el enfoque y el sesgo son a gusto del consumidor. Igual que hicieron sus colegas belgas cuando “informaron” de la independencia de los flamencos, en este caso la gracia juega con la inquietud de los españoles por el desmoronamiento institucional y a ello debe su efectividad. Juega con lo que estaríamos dispuestos a creer, pero no por nada sino por desconfiar tanto de todo que cualquier cosa es creíble. ¿Hay que llamar a esto educación de la conciencia crítica o incitación al escepticismo reinante?.

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