Según creía T.
Jefferson una de las más destacadas virtudes de la democracia sería
su impermeabilidad a los embates que la opinión pública pudiera
ejercer sobre los representantes del pueblo. Este padre de la nación
americana creía en una democracia aristocrática a la manera de la
república romana y se imaginaba un parlamento donde los padres de la
patria discuten razonablemente lo mejor para el pueblo, cualquiera
que sea el estado de opinión que pueda imperar en el momento, pues
ya se sabe que estos estados cambian de un día para otro como el
estado de la mar y son manipulables por cualquiera que tenga algún
medio y suficiente descaro. Su opositor T. Payne, que no comulgaba
demasiado con esta visión idílica y sosegada, postulaba la
obligación que tenían los representantes del pueblo de trasladar
la inquietud que en cada momento sentía el pueblo. Entre los
filósofos de la política tal vez nadie como H. Arendt ha sido tan
receptiva a la idea de que la política es una especie de escenario
donde priva el arte del diálogo y del debate entre individuos
razonables y civilizados, interesados tanto en sí mismos como en el
bien común.
Hoy nadie puede dudar de la deuda que tiene la democracia con la opinión pública. Una de las diferencias más características entre las sociedades abiertas y las sociedades cerradas, es decir de totalitarismo consumado o en ciernes, es la calidad y limpieza de la opinión pública. Las sociedades totalitarias y los movimientos totalitarios disponen de un estado de opinión pública artificial y a la carta. La maquinaria del Estado o los aparatos encargados de movilizar a las masas se esmeran en tener a la población en estado de calentamiento permanente próximo a la neurosis como si se estuviera a la puerta del fin del mundo. No hace falta que el Estado lo consume; en el País Vasco, por ejemplo, el movimiento totalitario etarra tiene secuestrada a la opinión pública como resultado de la “sabia” combinación del terror con la sistemática manipulación ideológica de los complejos de la democracia.
Hoy nadie puede dudar de la deuda que tiene la democracia con la opinión pública. Una de las diferencias más características entre las sociedades abiertas y las sociedades cerradas, es decir de totalitarismo consumado o en ciernes, es la calidad y limpieza de la opinión pública. Las sociedades totalitarias y los movimientos totalitarios disponen de un estado de opinión pública artificial y a la carta. La maquinaria del Estado o los aparatos encargados de movilizar a las masas se esmeran en tener a la población en estado de calentamiento permanente próximo a la neurosis como si se estuviera a la puerta del fin del mundo. No hace falta que el Estado lo consume; en el País Vasco, por ejemplo, el movimiento totalitario etarra tiene secuestrada a la opinión pública como resultado de la “sabia” combinación del terror con la sistemática manipulación ideológica de los complejos de la democracia.
Por contra la democracia
progresa en la medida que la opinión pública sea lo más libre
posible y en tanto que cuente razonablemente en las medidas de
gobierno y leyes. El inmenso poder de los medios patrocina y complica
a la vez sobremanera la pureza de la opinión pública, contando con
que el primer requisito de esta es la pluralidad y la posibilidad de
que las alternativas más decisivas disputen su relevancia en
términos de igualdad. La opinión pública es una constelación
social demasiado ambigua y turba multa como para soportar el peso de
la democracia, pero es en cualquier caso un tamiz por el que todo
político ha de pasar, aunque sea para torearla. Esto obliga a
modelar las formas pero también crea todo tipo de espejismos.
Cualquiera piensa que su opinión es la del pueblo y cualquier
manifestante cree hacerlo no por sí mismo sino como parte de la
manifestación de todo el pueblo. El político civilizado suele
evitar los compromisos y se especializa en generalidades cuando juega
a que todo siga igual y se entrega como un poseso al “pueblo”
cuando la multitud toma las calles y parece comerse el mundo. Véase
don Artur Mas.
Uno de los fenómenos más
relevantes de nuestro tiempo es la configuración de lo que podría
considerarse opinión pública internacional o mundial. La
globalización impone una división estrepitosa entre las sociedades
y los gobiernos sensibles a la opinión pública mundial, normalmente
los occidentales, y los regímenes a los que esta opinión le hace
cosquillas. En el caso de Ucrania, Occidente asistió embelesado al
putsch que en nombre del pueblo dieron las turbas airadas para luego
quedar pasmado con el festín que se ha dado Putin con Crimea. Los
“líderes” occidentales, tan suspicaces por el impacto de imágenes como Fukuyima o la ocupación del parlamento de Kiev, están
expuestos a sufrir de forma compulsiva lo que Jefferson quería
evitar. Hay que convenir que el viejo manual de Maquiavelo aporta
poco para desentrañar las reglas que rigen una opinión pública tan
expuesta a las impresiones del momento, sin que los políticos puedan
tampoco marcar el paso como era normal antiguamente. Es lógico que
los políticos occidentales anden todo el día de los nervios con
esta nueva forma de aparecer el fantasma de la opinión pública. Parecen bisoños en su primer baile de graduación. En
el caso de Ucrania se ha comprobado algo ya previsible desde las
“primaveras árabes”: que si los resultados de las iniciativas políticas masivas son imprevisibles en general, pueden llegar a tener
efectos entrópicos por poco que todo dependa de ello. El cada vez
más poderoso imperio de la denominada comunicación horizontal
ilimitada anima a convertir cualquier manifestación y protesta mínimamente masiva en un acto de imposición de “la voluntad del
pueblo”. En Ukrania el tiro ha salido por la culata, porque se han
encontrado enfrente con quien concibe la política a la antigua
usanza, en los términos de Metternich, es decir como la continuación
de la guerra por otros medios, pero empezando por la guerra si hace
falta. Ahora en Cataluña los más decididos, que son muchos,
emplazan a tomas de plazas y edificios públicos para imponer de esa
manera la independencia. Tienen razones para hacerlo porque la
experiencia demuestra lo sensible que es la opinión pública
internacional a estos alardes y lo fácilmente que puede ganar su
favor. Sólo faltaría después la comprensión de la comunidad
internacional y asunto terminado. Lo malo es que las llamadas a
respetar la legalidad, a las consecuencias de la salida de Europa o
el miedo a la Comunidad Internacional, les anima más que los
desanima, sino les entra la risa. Pero una mirada más serena a lo
que pasa en Ucrania y acontecimientos semejantes debiera hacer
reflexionar, a quien esté en condiciones todavía de hacerlo, que lo
único previsible es que todos nos veremos metidos en un atolladero
de consecuencias imprevisibles. Además si se tiene en cuenta que el
pueblo español es de los más raros e imprevisibles que pueda
pensarse.
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