martes, 18 de marzo de 2014

POLÍTICOS BISOÑOS.


Según creía T. Jefferson una de las más destacadas virtudes de la democracia sería su impermeabilidad a los embates que la opinión pública pudiera ejercer sobre los representantes del pueblo. Este padre de la nación americana creía en una democracia aristocrática a la manera de la república romana y se imaginaba un parlamento donde los padres de la patria discuten razonablemente lo mejor para el pueblo, cualquiera que sea el estado de opinión que pueda imperar en el momento, pues ya se sabe que estos estados cambian de un día para otro como el estado de la mar y son manipulables por cualquiera que tenga algún medio y suficiente descaro. Su opositor T. Payne, que no comulgaba demasiado con esta visión idílica y sosegada, postulaba la obligación que tenían los representantes del pueblo de trasladar la inquietud que en cada momento sentía el pueblo. Entre los filósofos de la política tal vez nadie como H. Arendt ha sido tan receptiva a la idea de que la política es una especie de escenario donde priva el arte del diálogo y del debate entre individuos razonables y civilizados, interesados tanto en sí mismos como en el bien común.
Hoy nadie puede dudar de la deuda que tiene la democracia con la opinión pública. Una de las diferencias más características entre las sociedades abiertas y las sociedades cerradas, es decir de totalitarismo consumado o en ciernes, es la calidad y limpieza de la opinión pública. Las sociedades totalitarias y los movimientos totalitarios disponen de un estado de opinión pública artificial y a la carta. La maquinaria del Estado o los aparatos encargados de movilizar a las masas se esmeran en tener a la población en estado de calentamiento permanente próximo a la neurosis como si se estuviera a la puerta del fin del mundo. No hace falta que el Estado lo consume; en el País Vasco, por ejemplo, el movimiento totalitario etarra tiene secuestrada a la opinión pública como resultado de la “sabia” combinación del terror con la sistemática manipulación ideológica de los complejos de la democracia.
Por contra la democracia progresa en la medida que la opinión pública sea lo más libre posible y en tanto que cuente razonablemente en las medidas de gobierno y leyes. El inmenso poder de los medios patrocina y complica a la vez sobremanera la pureza de la opinión pública, contando con que el primer requisito de esta es la pluralidad y la posibilidad de que las alternativas más decisivas disputen su relevancia en términos de igualdad. La opinión pública es una constelación social demasiado ambigua y turba multa como para soportar el peso de la democracia, pero es en cualquier caso un tamiz por el que todo político ha de pasar, aunque sea para torearla. Esto obliga a modelar las formas pero también crea todo tipo de espejismos. Cualquiera piensa que su opinión es la del pueblo y cualquier manifestante cree hacerlo no por sí mismo sino como parte de la manifestación de todo el pueblo. El político civilizado suele evitar los compromisos y se especializa en generalidades cuando juega a que todo siga igual y se entrega como un poseso al “pueblo” cuando la multitud toma las calles y parece comerse el mundo. Véase don Artur Mas.
Uno de los fenómenos más relevantes de nuestro tiempo es la configuración de lo que podría considerarse opinión pública internacional o mundial. La globalización impone una división estrepitosa entre las sociedades y los gobiernos sensibles a la opinión pública mundial, normalmente los occidentales, y los regímenes a los que esta opinión le hace cosquillas. En el caso de Ucrania, Occidente asistió embelesado al putsch que en nombre del pueblo dieron las turbas airadas para luego quedar pasmado con el festín que se ha dado Putin con Crimea. Los “líderes” occidentales, tan suspicaces por el impacto de imágenes como Fukuyima o la ocupación del parlamento de Kiev, están expuestos a sufrir de forma compulsiva lo que Jefferson quería evitar. Hay que convenir que el viejo manual de Maquiavelo aporta poco para desentrañar las reglas que rigen una opinión pública tan expuesta a las impresiones del momento, sin que los políticos puedan tampoco marcar el paso como era normal antiguamente. Es lógico que los políticos occidentales anden todo el día de los nervios con esta nueva forma de aparecer el fantasma de la opinión pública. Parecen bisoños en su primer baile de graduación. En el caso de Ucrania se ha comprobado algo ya previsible desde las “primaveras árabes”: que si los resultados de las iniciativas políticas masivas son imprevisibles en general, pueden llegar a tener efectos entrópicos por poco que todo dependa de ello. El cada vez más poderoso imperio de la denominada comunicación horizontal ilimitada anima a convertir cualquier manifestación y protesta mínimamente masiva en un acto de imposición de “la voluntad del pueblo”. En Ukrania el tiro ha salido por la culata, porque se han encontrado enfrente con quien concibe la política a la antigua usanza, en los términos de Metternich, es decir como la continuación de la guerra por otros medios, pero empezando por la guerra si hace falta. Ahora en Cataluña los más decididos, que son muchos, emplazan a tomas de plazas y edificios públicos para imponer de esa manera la independencia. Tienen razones para hacerlo porque la experiencia demuestra lo sensible que es la opinión pública internacional a estos alardes y lo fácilmente que puede ganar su favor. Sólo faltaría después la comprensión de la comunidad internacional y asunto terminado. Lo malo es que las llamadas a respetar la legalidad, a las consecuencias de la salida de Europa o el miedo a la Comunidad Internacional, les anima más que los desanima, sino les entra la risa. Pero una mirada más serena a lo que pasa en Ucrania y acontecimientos semejantes debiera hacer reflexionar, a quien esté en condiciones todavía de hacerlo, que lo único previsible es que todos nos veremos metidos en un atolladero de consecuencias imprevisibles. Además si se tiene en cuenta que el pueblo español es de los más raros e imprevisibles que pueda pensarse.

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