Se
ha tenido que producir la estampida del sanedrín de la economía
catalana para que se destape la indecencia moral y la chapuza
económica en la que se sustenta el independentismo catalán, en
completa contradicción con su actual, y ojala que sea pasajero,
éxito político. La trayectoria histórica del nacionalismo catalán,
y por supuesto el vasco, desafían las explicaciones al uso de la
historia, el marxismo y el liberalismo. Ya el nacionalismo
contemporáneo y en general movimientos como el islamismo es
refractario a esos modelo explicativos dominantes, pero en este caso
es todo un acertijo indescifrable. Que la realidad no despierte del
sueño, que el disfrute de la gloria bien merece autoengañarse.
El
mito que el nacionalismo ha conseguido inyectar en la sociedad
catalana como droga en vena es el de la creación de la Holanda del
Sur. Es un mito modesto en comparación con los grandes movimientos
totalitarios de la historia, es también aparentemente inocuo, pero
oculta consecuencias terribles y no menos totalitarias. No me refiero
sólo a que sería el pistoletazo de salida de la disolución de
Europa y de España. Lo sería de su suicidio colectivo.
Lo
paradójico es que Cataluña debe su poder y prosperidad a su
situación económica privilegiada dentro de España. Desde luego no
puede ser Holanda, pero no por falta de poder y prosperidad sino
porque no es Holanda ni necesita serlo. Se imaginan los nacionalistas
que desembarazados de España adquirirían una prestancia
internacional semejante a la que tiene el Barça de Messi. Pero para
nada la estancia en España impide lograr lo que en teoría y en el
mejor de los casos podría conseguir fuera de España. La incapacidad
de apreciar la cobertura y las privilegiadas oportunidades que supone
España para la prosperidad de la sociedad catalana no es
consecuencia de una falta de información o una ceguera accidental,
es la forma de engañarse para creerse superiores. Lo que es el Barça
en el mundo, y es mucho, lo es a partir de la plataforma de la Liga
española y su sempiterna disputa con el Madrid, cosa que no podría
reemplazar, aunque se incorporase a cualquier otra Liga como la
francesa.
Esto
lo saben y comprenden perfectamente, pero los supremacistas
no se atreven a reconocer que, a otras escalas, lo mismo sucedería
en todo tipo de factores de la vida y de la actividad económica. El
estropicio en el que se encontraría el Barça, excluido de la liga
española, es el que tendría Cataluña privada del beneplácito de
la sociedad española y apartada de la tensión competitiva con el
centro que tanta vida le da a Cataluña.
La
pasión de las élites catalanas, especialmente económicas, de tirar
pedruscos sobre su tejado, desdice el
tópico de su pragmatismo y mercantilismo económico a
ultranza. Porque este pragmatismo se reduce a prácticas que bordan
la picaresca, pero a costa de negar la realidad el vínculo
inquebrantable entre la economía catalana y el conjunto de la
española. Es un pragmatismo de pandereta sin ningún sentido
práctico de fondo, tal como se exige y supone de los poderes
elementales de cualquier sociedad moderna. Reniegan del compromiso
moral con la sociedad española lo que no es óbice para creerse con
derecho a exigir que la marcha global de España sea lo más
beneficiosa posible para Cataluña.
Los
buenos réditos de esta política no se han interpretado como una
demostración de lo beneficiosa que resulta la inserción en la
economía española y por ende europea. Se atribuyen a su astucia y
a la candidez de los españoles. Tanto éxito ha recalentado el
complejo de superioridad y de impunidad, hasta llegar a creerse que
siempre se contará con la atención del mercado español y que podrá
presumir por el mundo como si fueran un Messi mercantil.
Contra toda evidencia creen que tendrán las dos cosas, sin más
problema, con solo desembarazarse políticamente y afectivamente de
España. La incapacidad de asumir que el poder de Cataluña es
proporcional al beneficio que Cataluña recibe por pertenecer a
España, es la consecuencia de un mal entendido complejo de
superioridad. Complejo que se extrema sin límite en la medida que
constituye el principal factor cohesionador del nacionalismo catalán.
Con lo que el interés práctico que liga Cataluña con el resto de
España no se puede asumir con todas sus consecuencias sin
desmoronarse esa base de cohesión.
Por
eso la evidencia de que la sociedad española está bien encaminada
en la senda del progreso y la modernidad, como Holanda o cualquier
otra, no anima al seny, más
bien a la rauxa. Se
atribuye a que tal progreso se hace a costa de Cataluña,
haciendo parecer que las contradicciones y tensiones normales son
agravios estructurales insolubles e inadmisibles. Ya no sería
Cataluña un oasis en el desierto medievalizante de la España de
Zuloaga, sino un noble mastín al que le chupan la sangre las
sanguijuelas mesetarias.
Nada resulta así más inadmisible que la idea de que se puede
progresar juntos y que esa es la mejor forma de tener las mayores
oportunidades posibles.
Por
eso cuando España en los setenta parecía modernizarse el
supremacismo
andaba agazapado, temeroso de que los inmigrantes
andaluces, gallegos y murcianos disolvieran la identidad
catalana en la española. Agazapado pero dedicando todas sus energías
a “construir nación”. Cuando ya la modernización, con todas
sus contradicciones, del conjunto de la sociedad española es una
evidencia, y el complejo de superioridad carece de razón alguna que
lo sostenga, el supremacismo
sólo se puede conservar entrando en la senda de la locura.
Quien
ha fundado su identidad y diferencia en la superioridad no puede
reaccionar de otra manera que convenciéndose de la inferioridad e
incompetencia de su presunto contrario, así como de la persecución
que sufre por este. Y tiene que seguir haciéndolo dispuesto a
comerse los pedruscos que está lanzando sobre su propia cabeza. Al
final no van a tener más motivación que la de esos chavistas que
aun pasando necesidad y pobreza se alegraban de que su empresario lo
fuera a pasar mal de verdad. Pero en el caso catalán el mito
postrero de que España lo va a pasar peor que la misma Cataluña, de
que los “miserables” de España no van a poder seguir “chupando”
de la generosa Cataluña, va a dejar paso a la evidencia de que los
vampiros son sólo paisanos, los peores paisanos, y de toda la vida.
Al menos que esto se haga evidente es un peligro provocado por los
cabecillas del Procés y que no van a tener más remedio que
afrontar.
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