martes, 29 de enero de 2019

ALFONSO GUERRA EN EL DIVÁN


Vivimos en vilo por si el sectarismo cainita del PSOE es irreversible o cabe un saneamiento. La entrevista de A. Guerra es significativa no sólo por lo que omite, la responsabilidad de la élite que refundó el PSOE y lideró a la sociedad española en la presente degradación ideológica y moral de su partido y de la izquierda en general, sino por la sorpresa y alarma que le produce algo que aparentemente nace de la nada. Hay que alabar esta preocupación, no sólo por lo que tiene de advertencia de la deriva al sectarismo sino por sus chispazos bien intencionados. Pero es una reflexión que arrastra prejuicios inveterados que las mentes más lúcidas del socialismo no se han atrevido a abordar. Así la cuestión clave, que es la idea de la nación y de España en particular. Únicamente “comprende” el distanciamiento (debiera decirse asco a mi parecer), de la progresía por la idea de España, debido a la apropiación franquista de la idea de nación. Pero las dictaduras y regímenes totalitarios conocidos han manipulado indignamente el sentimiento nacional y no por ello la izquierda ha renegado de la idea de nación y menos aún ha vilipendiado a su nación, como si fuera una artilugio totalitario y cavernícola. Por el contrario quien más quien menos ha reivindicado para sí el verdadero patriotismo.

Aquí pasa algo raro.

La izquierda española arrastra desde la transición el descuelgue que sufrió, contra su voluntad por supuesto, de la experiencia socialdemócrata reformista occidental. No se ha reformado asumiendo la gestión socialista del capitalismo en toda su amplitud y con todas sus consecuencias. Lo ha asumido mejor o peor en lo económico y social, pero con reservas en el orden político y sobre todo en el discurso ideológico, en gran parte todavía una mitología decimonónica. Pese a liderar meritoriamente el progreso social y la homologación con el resto de Europa se han enturbiado las ideas y creencias colectivas.

En los años gloriosos del felipismo el PSOE fió la medula de su identidad a la condición de ser el único partido verdaderamente democrático para todo “el Estado”. El PSOE no resistió la tentación de asociar su necesario liderazgo modernizador con la reclamación de la exclusividad de la sinceridad democrática, extendiendo sobre cualquiera que apareciese a su derecha la sospecha cuando no el estigma de ser herederos del franquismo con diversos grados de simpatía. La falacia se reforzó al incentivar el prejuicio histórico típico de la izquierda española de que "los ricos" son un oprobio para la sociedad y la democracia.

Cuando la derecha se hizo competitiva y se desfondó este discurso supremacista, el posfelipismo se dejó llevar por las peores pulsiones de la izquierda hispana, esas que Felipe Gonzalez soterró pero no erradicó: el cainismo y la confraternización con el nacionalismo. Pulsiones que no hay que confundir ni en su naturaleza ni origen pero que se alimentan mutuamente.

 Así es de notar que de la desgraciada e ilegítima guerra sucia de los GAL los dirigentes socialistas extrajeran la enseñanza de que no se podía confiar en la derecha, en lugar de reivindicar la necesidad de la unidad de las fuerzas nacionales para, por el camino de la ley, erradicar el terrorismo y garantizar la unidad nacional.

La nueva generación zapateril está a punto de llevar hasta el límite las peores pulsiones del socialismo de las que algunos se pueden honrar de haberse querido desembarazar pero que mantuvieron larvadas por la indefinición y el oportunismo. Bien podría decir A. Guerra que “al PSOE no lo conoce ni la madre que lo parió”. Si gran parte de las bases y del discurso socialista se ha podemizado, no se debe a una pájara momentánea sino a disposiciones profundas y a la ausencia de una cultura de responsabilidad en el seno de esta constelación política.

El nexo entre el cainismo y la confraternidad con el nacionalismo funciona sin duda por motivos cortoplacistas. La preferencia por el nacionalismo obliga a demonizar a la derecha, es decir a lo que no es izquierda, máxime cuando el nacionalismo ya se ha desbocado. Pero el socialismo no se ha atrevido a combatir el mito inaugural de la transición de que el nacionalismo es una fuerza democrática, no sólo porque estaría dispuesta a jugar en el marco constitucional, presumiblemente, sino porque sería el antimodelo de la España de alpargata, pandereta y sambenito. Modelo en suma de progresistas. Como tampoco ha aceptado lealmente que la misma sinceridad democrática podía existir en las fuerzas de izquierda y derecha, por no decir del conjunto de la población, fueran cuales fueran sus inclinaciones y sensibilidades políticas.

Por encima de estas cuitas episódicas, pero no menos trascendentales, el socialismo sufre el lastre histórico de lo mal que se ha llevado con la idea de España, pese a titularse “español”. Se tendría que comprender desde nuestra azarosa y contradictoria historia, pero es menos comprensible que los líderes que podían ser más conscientes no emprendieran “la revolución cultural” de que la izquierda asumiera con normalidad la idea de nación y los símbolos nacionales, en lugar de legitimar su autoridad en el supremacismo moral, y el derecho moral proveniente de las autonomías, que no de la nación en su conjunto. Porque el problema de fondo de las autonomías no es tanto su viabilidad funcional sino la tendencia a constituirlas en la verdadera fuente de legitimidad política, mientras que la legitimidad proveniente del pasado republicano aguardaría para su momento.

La tendencia natural del socialpodemismo, con independencia de su configuración, es el desbordamiento de la Constitución, pero el origen de esta marea sigue siendo el antiguo PSOE. Su sectarismo está en el límite, en el que o bien sobrevive arrastrando a la nación hacia la fragmentación o bien desaparece como el resto de socialdemocracias europeas. Sólo que mientras en Europa esa desaparición apenas significa una reconfiguración del marco política, en España pone en juego la supervivencia de la nación y su constitución. Por desgracia parece como si el PSOE y la izquierda en general pusiera su destino en manos de lo que ofrezca de sí la siembra de insensibilidad nacional, de ausencia de patriotismo, que conscientemente pero sobre todo con inconsciente oportunismo tanto se ha alentado.




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