jueves, 29 de junio de 2023

LA IDEA DE HUMANIDAD EN EL TIEMPO DE LA GLOBALIZACIÓN.

Avala que se hable de humanidad con sentido y no por ejemplo de “tigreidad” el hecho de que todos los humanos en nuestro ser profundo nos sentimos parte de la humanidad y que al mismo tiempo sea moralmente indiscutible que “nada humano me es ajeno” y no menos encomiable la solicitud hacia el prójimo. Primero que nada somos seres humanos y a partir de eso se diversifican las diferencias personales y grupales. Pero por contra las diferencias convertidas en desavenencias y en antagonismos son tan comunes y de tal calibre que sólo estamos ante una idea quimérica sin realidad sustancial alguna. Entre las incontables hipóstasis posibles es un aspirante a ocupar el podio más selecto del fetichismo intelectual e incluso moral. Como si no fuera más que un ejemplo preclaro de lo ajenos que son el mundo de las esencias platónicas y la cruda realidad sensible. Es evidente también que la idea de humanidad y el humanismo que la suscribe son, cuanto menos en parte, productos culturales e históricos bien aquilatados por doquier aunque porten preferentemente el sello de “una parte” de la humanidad, paradoja universalmente reconocible que no permite dar un carpetazo a la disquisición. Porque no es baladí que las grandes empresas en principio de Occidente, desde el monoteísmo y Grecia, hasta el progresismo contemporáneo se hayan hecho en nombre de la Humanidad, hasta la entrega fatal al absoluto del “hombre nuevo”, pero no como consigna retórica sino con veleidades históricas de consecuencias de alguna forma edificantes y de otra monstruosas. Una vez que el ideal humanista ha animado la apuesta por un mundo a la vez justo y feliz para todos los humanos las catástrofes materiales y sobre todo morales del siglo XX, culminadas en los totalitarismos comunista (pseudo humanista) y nazi (abiertamente antihumanista) han conducido a la grieta fe en la humanidad como trasfondo de un implacable colapso ideológico y moral.

Sobrevive la idea de la humanidad en términos morales al cobrar forma el canon de los derechos humanos. Como es, o así se pretende, un orden transcendental, por tanto incondicional y universal, que puede enmarcar todos los proyectos beneficiosos para la concordia humana, podría significar la recuperación de la fe en la historia común. Pero no es difícil advertir lo que tal empeño neohumanista debe a la necesidad de defenderse de la persistencia amenazante de la deshumanización. Si algo ha quedado manifiesto de las experiencias utópicas que fueron tomadas con toda seriedad es el hecho de que la humanidad ha de convivir con su peculiar mal, la maldad intrínseca que es la deshumanización, de una forma estructural y no sólo circunstancial o episódica. Frente a la evidencia de la proclividad deshumanizadora de las pulsiones anónimas que todos compartimos, la pasión religiosa de librar al individuo del mal parece quedar en un anacronismo en los márgenes de la historia.

En esta mezcla de pretensión regenerativa de la humanidad común y de defensa frente a la deshumanización el canon de los Derechos Humanos encarna la idea regulativa de humanidad (Kant) a la vez que la decantación de la idea de la Humanidad hacia la condición regulativa y no constitutiva o fáctica en un sentido escatológico. La novedad de que tal canon esté filtrado y a la vez comprendido en la regulación político administrativa del orden internacional, bien como autoridad espiritual inspiradora o bien como compromiso ejecutivo del sistema legal, da la apariencia de institucionalización y por tanto de una estabilización duradera de la que depende el viento de la historia. Es como si al ideal kantiano de un Gobierno federal universal que garantizase la paz entre los pueblos, único ideal sensato desde una perspectiva liberal todavía crédula en el poder ilimitado de la racionalidad, le sucediese el compromiso mundial por un marco jurídico moral humanitario sin otra garantía que el predominio a escala mundial de los estados fieles interiormente al ideal regulativo de los DDHH., o en su caso de una opinión pública global sensibilizada.

Si el avance en la humanización consiste fundamentalmente en el avance en la defensa de la deshumanización, pudiera parecer que en cualquier forma son términos equivalentes y nada más lejos de la realidad. Porque lo primero equivaldría a unos ciertos máximos y lo segundo a no caer por debajo de ciertos mínimos. Hay como una maldición histórica de que lo primero es demasiado peligroso, aunque sea moralmente necesario, y lo segundo recorta las más queridas aspiraciones del ser humano. Por eso para un occidental la moral oriental es conformista y para un oriental la moral occidental es infantil.

La oscilación entre la regeneración humanizadora y la protección de la deshumanización es una situación de impasse moral en contraste con la efectiva e irreversible globalización del planeta. Más que una danza acompasada entre el neohumaniso ético y la inquebrantable voluntad de dominio de la tierra, se vislumbra más bien la insuficiencia configuradora de la eticidad. De hecho la globalización se asemeja más bien a un automatismo de estructuras inabarcables y además monstruosas que a una creación compartida. Como si los dos grandes poderes de lo humano, la institucionalización y la creación, fueran extraños o incluso capaces de bloquearse mutuamente.


La globalización corresponde de forma fáctica, constatable, a la materialización de la civilización científico técnica a escala planetaria y a un sesgo cultural complementario fruto de las ventajas y posibilidades que ofrece tal civilización a la expresión de los impulsos humanos. De esta forma hay una conexión esencialmente pulsional que atraviesa todas la culturas tradicionales dando lugar a un solapamiento entre la cultura global “técnico pulsional” y las culturas tradicionales, en un grado de vigencia y de caída en lo residual variable, donde es imposible separar y discernir lo que hay de sinergia y de mutuo bloqueo e incluso degradación. Pues cada cultura particular tiende a adecuarse a la cultura global a la vez que resistirse, en un esfuerzo más emocional que esclarecido, mientras que la cultura global alimentada fundamentalmente por las consecuencias desconocidas del ímpetu de las relaciones anónimas entre los humanos, toma sobre sí el canto de las sirenas particulares de todo tipo que llenan todo el universo global, como si de un inmerso zoco cultural se tratase.

Desde esta perspectiva nos incomoda la idea de Humanidad, por lo que tiene de vanidosa entelequia y por contener la mayor verdad que acerca al hombre a la divinidad. En la tesitura de prescindir de ella, más bien arrojarla al estercolero de los sueños vacíos, o de revitalizarla como promesa divina sin la cual no podemos ser, se desliza la permanente tarea de desentrañar lo que esa misma idea dice de sí.


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