El dogma liberal de que el ciudadano
actúa en política como el particular en economía, maximizando su
beneficio y minimizando el riesgo, se hace añicos cuando brotan
movimientos colectivos.
En períodos de estabilidad la gente
suele vivir la política acomodaticiamente, se instala en su partido
o ideología y no necesita pensar mucho más. Los medios hacen de
sensores que indican su reacción ante diferentes temas y situaciones
que les pueden preocupar, y de esta forma se ajusta la opinión
pública y los dirigentes políticos. Pero el ciudadano sólo se
activa y mueve de forma constante por odio o animadversión contra el
enemigo, que está fijado de antemano en el subconsciente o de forma
expresa. Incluso el amor o el aprecio por metas justas se enturbia
por este odio y se subordina al mismo. Cuando las circunstancias lo
provocan se vuelve para ajustar cuentas, si encuentra un líder o un
entramado político que le de esperanzas de acabar con su enemigo.
Entonces se entrega sin pensárselo. En esta fase de enamoramiento y
compromiso todo lo que le pueda contradecir le resbala o incluso le
da fuerzas, más si es verdad, porque ésta hiere su orgullo y la
resolución de la que no esta dispuesto a abdicar. También su
interés particular pasa a segundo plano o se olvida pues sólo
preocupa la marcha general a la que se ha incorporado, aunque sea
sólo mentalmente, y a través de ello lo mide todo. Mientras, los
políticos y la opinión pública tradicional sigue creyendo el dogma
liberal y no encuentra explicación a que de forma tan pertinaz
tantos y tantos de sus conciudadanos se dejen seducir tan fácilmente.
Los políticos lo explican porque la crisis lo explica todo o porque
no han sabido comunicar, mientras la gente reticente al nuevo
movimiento empieza a pensar que algo bueno tendrán. Este cuento
sucedió con Batasuna en el País Vasco, el reciente movimiento
separatista en Cataluña y ahora se repite con Podemos, como si
estuviera en los genes de nuestras sociedades...
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