lunes, 2 de marzo de 2015

EL PODER DE PODEMOS


Con lo que se sabe, prácticamente a ciencia cierta de Podemos, las encuestas tendrían que anunciar un desencanto de muchos de sus enamorados, pero todo indica que estos se muestran tan fieles y pertinaces como al principio. Cuando, contra todas las evidencias, se está dispuesto a creer que todo lo que se cuenta es una campaña orquestada, estamos ante un elemental y operativo mecanismo de defensa DE NEGACIÓN DE LA REALIDAD, por el que, por encima de todo, hay que defender la comunidad ideal creada y con ello la pertenencia a la misma. Por ese supremo bien todo lo demás resulta accidental. En el País Vasco y ahora Cataluña se sabe de esto de sobras. La crisis y sus efectos explica la indignación o incluso la rebelión, pero no el apoyo a un movimiento totalitario de izquierdas. Se puede decir a la inversa, la crisis y la descomposición de los partidos dominantes ha sido la ocasión por la que se ha despertado la fiera o el salvador dormido, según se quiera ver. El poder de Podemos, que lo convierte en una amenaza real para la democracia, es el hecho de que en el epicentro de la cultura de izquierdas en nuestro país, cultura que puede abarcar hasta el sesenta por ciento de la población, desde el más radical al más pragmático, se cree que no hay libertad sin igualdad económica y social, y que por tanto, si así no ocurre, la libertad política y civil que garantiza la Constitución es un sucedáneo de la verdadera libertad. Por eso de la desigualdad, de las injusticias y de la corrupción no tiene la culpa la mala política, la ineficiencia productiva, el retraso económico, el desastre de la educación o el mal funcionamiento de las instituciones, sino el sistema, que no es verdaderamente democrático, aunque lo parezca. La deslegitimación de la derecha y de cualquier fuerza que no asuma este principio, como partidos democráticos, y la declaración de estos como enemigos absolutos, es una consecuencia elemental. Las élites del PSOE se han acomodado demasiado a estas desviaciones ideológicas, muchos porque se las creen ciegamente, los más lucidos porque pensaban que, el riesgo que comporta corregirlas y centrar la educación política de la población era mucho mayor que las ventajas de consentirlas, por mucho que esto tuviera que entrar en contradicción con la práctica real. Al fin y al cabo se pensaba que la patrimonialización de la legitimidad democrática ofrecía un buen colchón de seguridad contra el desgaste que podía traer consigo el negocio de la incierta realidad. Todos hemos vivido en la idea de que el status quo político sería inalterable y ahora a muchos no les tiembla el pulso para imponer un sistema totalitario, porque creen que eso no es tal sino es la verdadera democracia por la que siempre han estado soñando, quizás sin saberlo.

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