Hay
razones evidentes en favor de la extrema pulcritud con que el
Gobierno procede contra el Golpe separatista. Nada menos que la
necesidad de cubrirse las espaldas, por si no tiene otro remedio que
actuar más contundentemente, empezando por aplicar el 155. Pero se
hace de la necesidad virtud.
El
gobierno cree que no debe actuar más que como lo hace, es decir
evitando la respuesta proporcionada que requiere el hecho consumado
del desafío, para no provocar más victimismo. Pero la razón de
fondo, lo que verdaderamente teme el gobierno es que la sociedad
española no le siga ni le apoye e incluso se la haga pagar.
Aparece
así esta prudente pulcritud como efecto y expresión de la
incapacidad de los españoles de hacer frente unidos al desafío
hasta sus últimas consecuencias, pero no es menos causa de ello,
aunque el gobierno no lo pueda admitir. En su beneficio cabe pensar que no es que el Gobierno se disculpe, parapetándose detrás de esta deficiencia, sino que está convencido de que tal desunión es insuperable y decisiva. Sin duda espera el Gobierno
que, de no tener más remedio que bajar a la arena, se reconozca que
ha tratado de evitar algo tan indeseable. Pero incurre en un gran
riesgo, del que no es claro que sea consciente.
Ha
prometido que basta con las medidas judiciales y que todo está
perfectamente controlado en todos sus pasos. De forma todavía más
arriesgada ha dado a entender que en ningún caso haría falta llegar
al extremo de sortear la línea roja, es decir tener que hacer valer
la fuerza que detenta legítimamente el Estado, porque nunca el
desafío alcanzaría una situación de no retorno.
Pero
de esta manera provoca que tal medida se considere, de suceder, una
especie de victoria moral de los golpistas. Y lo que es peor, que se
considere algo ilegítimo, aunque fuera legal. El problema ya no es
pues si harán falta medidas verdaderamente “proporcionadas”,
justas y legítimas, sino si la sociedad española está en
condiciones de comprenderlas y respaldarlas.
Sin
comerlo ni beberlo y pretendiendo tal vez lo contrario es la misma
dignidad del Estado, frase grandilocuente normalmente pero ahora
verdadera y me temo que oportuna, lo que anda tan en entredicho,
hasta tal punto que amenaza preceder a su propia desaparición, al
menos como Estado español.
Narra
S. Zweig cuando, en los inicios de la revolución francesa, se truncó
la fuga de los monarcas franceses en Varennes, …
“Pero
en realidad esos cinco días <los que transcurren de la huida de
Paris al regreso humillante> han sacudido más los fundamentos de
la Monarquía que cinco años de reformas, porque los prisioneros
<los monarcas>ya no son testas coronadas (….)
Mas
esto no parece conmover mucho a este hombre agotado. Indiferente a
todo es indiferente a su propio destino. Con mano inconmovible, no
anota en su diario más que: “Partida de Meaux a las seis y media.
Llegada a París a las ocho, sin estancia”. Es todo lo que un Luis
XVI tiene que decir sobre la más profunda humillación de su vida. Y
Petión <comisionado por la Asamblea Nacional para devolver a los
fugados a París> informa asimismo: “Estaba tan tranquilo como
sino hubiera pasado nada. Se podría pensar que volvía de una
partida de caza”. (María Antonieta. S.Zweig)
Sería
sin duda desproporcionado ilustrar, de esta manera la actitud del
Presidente del Gobierno, pero espanta pensar que hay razones para que
tal caricatura resulte mínimamente verosímil. Sobre todo porque
cabe la sospecha de que ha estado en todo momento convencido de que
el desafío nunca se iba a consumar y todo se iba a reconducir en la
debida forma, sin molestar a nadie. Como si actuando mansamente todo
se amansaría, o simplemente que nunca podría ser para tanto pues
vivimos en una sociedad civilizada.
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