jueves, 14 de septiembre de 2017

¡NACIONES DEL MUNDO DESUNÍOS!


De los tres afluentes que nutren el río separatista catalán, el suprematismo urbanita de toda la vida, el criptocarlismo pagés quintaesencial y el de los revolucionarios autodeterministas, este último es el más reciente pero fluye repleto de aguas bravas, con las que se revitaliza, tal como hacían las bandas de la porra, lo que parecía definitivamente caduco. Adorna además al independentismo con la patina más preciada de los Shares mediáticos, la rebeldía antisistémica de los “incorruptibles” y “desheredados”. Pero no ha surgido de repente.

En una charleta cercana Tardá y Rufián afirmaban que la independencia de Cataluña no era un fin en sí mismo sino que era un medio para alcanzar la República y la igualdad social. Pero además no pretendía sólo el beneficio de Cataluña, sino salvar a España de Rajoy …y de paso de sí misma <me atrevo a apostillar>.

Tan peregrina idea no merece en sí misma mucho comentario, pero lo merece por lo que tiene de escasamente original, por lo que nos retrotrae a los tiempos lejanos de los estertores de la lucha antifranquista e incluso de mucho más lejos por supuesto.

Era común a la única oposición activa existente contra la Dictadura, el PCE y la dispar familia de grupos y grupúsculos comunistas, el cuidado de “la cuestión nacional”, es decir los nacionalismos reales o imaginarios. Predominaba la doctrina leninista/stalinista según la que la revolución socialista o popular conllevaría el ejercicio de tal supuesto derecho. Pero eso sí ejercido una vez realizada la revolución, con lo que ya se sabe por descontado cual sería el resultado. En teoría bien a través de una República “burguesa” como sostenía el PCE o bien ya en el marco del régimen revolucionario como sostenía otros, el resultado sería la restauración de los estatutos de autonomía de la II República y aquí paz y después gloria.

Se pretendía con el señuelo de la autodeterminación ganarse a las burguesías nacionalistas vasca y catalana, a quienes se les otorgaba sin mucha advertencia crítica la condición de impecables demócratas y progresistas. Seguro que además se alegrarían sobre manera al ver satisfechos sus derechos dentro de una República española democrática. Pero también y sobre todo se pretendía legitimar de esta manera el imaginario régimen alternativo, más tarde o temprano revolucionario, en el pasado de la II República.

Con la apuesta en favor de la transición el derecho de autodeterminación se adaptó al derecho a la autonomía. El PCE y otros como la ORT o Bandera Roja interpretaron que el derecho de autodeterminación tenía su satisfacción práctica con las autonomías y que, establecidas estas, ya quedaba amortizado.

Una excepción fueron algunos grupos extremosos, MCE, PTE, Trotkistas varios no digamos el FRA...etc, irrelevantes a escala general pero muy influyentes en ambientes muy sensibles como las universidades, algunos núcleos fabriles y el campo andaluz, por ejemplo. Imposible la ruptura y la revolución directa, confiaron en el banderín de enganche del derecho a la autodeterminación para iniciar un proceso revolucionario. Ya no sería un “derecho” ejercido al hacerse la revolución, sino una reivindicación que, o bien podía incendiar la chispa de la revolución o bien mantener encendida su llama.

Animaba a esta corrección estratégica la eclosión de movimientos nacionalistas y localistas de todo tipo en las diversas regiones. Se evidenciaba que las banderas disgregacionistas tenían mucho mayor empuje que los envejecidos slogans revolucionarios y que incluso resultaba lo más atractivo y movilizador. La apuesta por iniciar un proceso revolucionario nació muerta cuando la inmensa mayoría de la nación demostró su voluntad, pero la extrema izquierda inició un proceso de batasunización que contagió a su medula ideológica y que ha derivado en las más variadas manifestaciones y “mareas” al sostenerse en el tiempo, debido sobre todo a la cobertura que ha ofrecido el vigor de HB.

Por su parte la izquierda ya asentada en el sistema se vio expuesta a una imperceptible transformación ideológica de más profundo calado. Ya con el PSOE a la cabeza, del corazón socialista no pudo disiparse el prejuicio de que la única fuente de legitimidad posible de un régimen democrático era la II República. Así asumió racional y pragmáticamente, la transición y la Constitución, pero con el corazón partido. Esta esquizofrenia se moderó con el éxito de F. Gonzalez y la promesa de una victoria permanente sobre la derecha, pero no curó las heridas del corazón, es decir la nostalgia de una II República mas imaginaria que real. Porque cuanto más identificaba a la derecha con la herencia franquista más excitaba en el inconsciente de los suyos las ganas de saldar cuentas.

Las autonomías resultaron una válvula de escape hasta cierto punto inesperada. Al menos distraía, en principio, de la melancolía. Por supuesto no por lo que significaban de solución al problema que planteaban las reclamaciones insaciables de los nacionalistas, ni como solución administrativa más o menos eficaz, sino como fuentes de adhesión emocional alternativa a la sospechosa idea de España. Por extensión la clase política constitucionalista aprendió a fidelizar a la población a través de la lealtad prioritaria a propia autonomía evitando complicarse la vida con la defensa expresa de la, repito, incómoda idea de España.

Una deriva no menos influyente fue la que encabezó el PSUC, cuando interpretó la doctrina eurocomunista de acceso democrático al gobierno de la mano de la derecha democrática, el “Compromiso Histórico”, como medio para la creación de una hegemonía social y cultural de izquierdas en los términos de una estrategia para alcanzar un régimen de izquierdas en Cataluña. Lo relevante es que esto implicaba la apuesta por su plena catalanización en términos políticos e ideológicos. Pero en el sentido estricto de la palabra y no como mero reclamo retórica: Se instauraba la doctrina de que la única lealtad debida de los trabajadores catalanes es la nación catalana, mientras que la solidaridad y “fraternidad” con los demás “pueblos de España” es cosa de generosidad o conveniencia. El PSUC quedó marginado, pues corrió demasiado, pero señaló el camino al futuro PSC.

De estos retales se ha ido cosiendo el traje de la ideología pronacionalista de la izquierda en general, en un proceso que, por contradictorio y esquizofrénico en su raíz, es incurable y no puede tener fin. En especial la interpretación, que en esta domina, de que la pluralidad de España significa que España no es más que un conglomerado ocasional de pueblos cada uno hijo de su padre y su madre, una forma de unidad más o menos oportuna pero en el fondo extraña cuando no estrafalaria.

Ahora el procés resucita el viejo sueño de “a la revolución por la autodeterminación”. Mientras unos revolucionarios irredentos aspiran a la libertad de “su pueblo” los podemitas aspiran a la “libertad de los pueblos” mediante la conquista conjunta del Estado “centralista”. Se supone que P.I. es perfectamente consciente de que no puede quemar sus naves fiando la revolución al éxito de la independencia catalana. Su estrategia de aprovechar este empuje para legalizar de alguna forma el derecho de autodeterminación para “todos los pueblos de España”, carecería de sentido si se demuestra su complicidad con la sedición. Por eso ha de esperar hasta donde llega la rebelión sin parecer que la reprueba o que la acompaña, pero dejando clara la simpatía. Porque Sanchez va a dejarse querer en lo fundamental, mareado como está entre la nación y las naciones. Que para ser querido se ha mareado tanto.

Son episodios tácticos de la avanzada metamorfosis de la tradición marxista de toda la vida en multinacionalismo revolucionario y “fraterno” de nuevo tipo. Y ninguna experiencia como la del Procés para acelerar la deriva natural que sufre el revolucionarismo marxista. Su influjo convulsiona el ADN ideológico del nuevo marxismo, como ocurrió con los progres basatunizados. “¡Naciones del mundo desuníos!” Pero, dicho en su honor, conservando el espíritu esencial: se trata de hacer la revolución como sea y donde sea y en nombre de lo que sea. Para tal fin ha de servir y estar bien afinada la intuición infalible del buen revolucionario y del “hombre nuevo” de toda la vida, ante los vientos cambiantes de la historia.






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