Si el PSOE quisiera conservar algo de la vitola de partido responsable y
con sentido de Estado, debería aclarar con urgencia lo que propone con su
llamada al federalismo y sobre todo su posición sin ambages ante el curso
secesionista. Como se decía en los
exámenes de tiempos de Maricastaña: hable o calle sino tiene nada que decir.
A
la vista de que al nacionalismo le resbala el federalismo, el empecinamiento en
esta “solución” milagrosa puede empezar a alarmar entre sus seguidores. Seguramente
los dirigentes socialistas saben que están vendiendo humo y que de concretar su
propuesta zozobraría su nave. Porque lo paradójico es que, como decía el sabio Tiresias
a Edipo, “el problema está dentro de ti”. El federalismo implica igualdad de
condiciones entre todas las partes y nada es más desigual que las pretensiones
de Andalucía especialmente y Cataluña en materia financiera, precisamente los
dos graneros de votos más sabrosos del socialismo. Encabezando a las regiones
receptoras Andalucía aspira a que se le bombee a través del Estado con recursos
financieros a la carta, Cataluña ya está harta de financiar a quienes allí se
considera unos despilfarradores. De desengancharse Cataluña, el PSOE debiera
explicar si los recursos de las otras regiones contribuyentes como Madrid o
Baleares serían suficientes para saciar a Andalucía, a cuyo modo peculiar de
entender las finanzas públicas se ha unido el popular Monago en Extremadura. En
este punto a los catalanes no les faltan razones, aunque los nacionalistas las
aprovechen con oportunismo, mientras que la izquierda andaluza hace bien poco
para cargarse de alguna razón. Seguramente que la chirriante inventiva de
Esperanza Aguirre a “catalanizar España”, no es ajena a este asunto. En el
juego de la financiación y de la productividad el liberalismo catalán puede sacar pecho frente al poco lustre de la
gestión socialista andaluza. Por lo menos puede decir que sus problemas merecen tanta
atención como la que el Estado presta a quienes durante treinta años se han
empeñado en un modelo proteccionista inviable para sacar a su región de la
postración. Seguramente que, a doña Esperanza, Cataluña se presenta como la
perla de una concepción liberal de la economía que quisiera para toda España.
La oferta socialista parece obedecer a motivos puramente tácticos, de suprema
mezquindad tacticista, tal como están las cosas. Hay dos hipótesis explicativas.
La primera es que sea presa hasta tal punto de los tiempos felices del “cordón
sanitario” que, por mucha necesidad y urgencia que haya, no puede desembarazarse
del mismo. Dada las connotaciones mágicas que el término “federalismo” tiene
para la izquierda hispana desde la primera República, parece que resucitarlo marca
ante los suyos una frontera con la “derechona”, aunque esto signifique entregar
al PP el manual del constitucionalismo. La segunda hipótesis es que con ello
pretende frenar la gangrena del PSC y de los votantes socialistas tradicionales
de Cataluña. Pero sólo puede conseguir algo, es decir evitar la ruptura,
mientas siga viva la ficción. Porque hasta para esas huestes más fieles,
federalismo ya significa desigualdad, “singularidad” se dice, y que el Estado
los deje en paz. Pero algún mal pensado podría sugerir otra hipótesis, que ya
se da tan por descontado que habrá independencia y que lo importante es tomar
posiciones para el día después, para la posindependencia. Entonces lo que
vendrá a cuento es la reclamación de responsabilidades entre la izquierda y la
derecha. Quizás el PSOE piense que podrá responsabilizar a la derecha por no
aplicar el antídoto que generosamente le ofreció. Al fin y al cabo los más perjudicados electoralmente en ese caso serían las izquierdas, obligadas a tener que refugiarseen Andalucia como San Hermenegildo. Pero este panorama es muy mezquino y no conviene adelantar acontecimientos.
Temo que el tiempo de la pedagogía y de acercar Cataluña a España
simpáticamente y con argumentos sobre la bondad de seguir en España ya ha
pasado con creces. Es harto improbable que el estudiante que ha tenido treinta
años para preparar el examen lo pretenda aprobar sólo estudiando la última
semana. Lo cierto es que ante la magnitud del incendio hay pocas soluciones, si
las hubiera, y menos aún mágicas. Dado que, según parece y es hasta cierto punto
lógico, el pueblo español no está por grandes sacrificios para conservar la
unidad de España tal como la define el sistema constitucional vigente, parece
que no hay más alternativa que o negociar lo más razonablemente que se pueda la
separación, o bien confederar a Cataluña y País Vasco sin que quepa imaginar a qué
precio y en qué condiciones. Es posible que ante esta opción una parte de quienes
por ahora están seducidos o arrastrados por el independentismo se aviniesen a
hacerle frente a favor de una cierta unidad con
España. Las condiciones determinarían si al resto de España la solución le
parece aceptable. Pero en el trayecto y como parte de esa solución, u otras que
a gente más ingeniosa y responsable se le ocurran, no vendría mal que las
autonomías, surgidas como dice Esperanza, no sin razón en este caso, “de la nada”, hicieran cura de humildad y se
preparasen a hacer bueno el dicho de Adolfo Suarez “hacer que sea normal en
política lo que es normal en la calle”. Nos hubiera ido seguramente mucho mejor
si el susodicho y, a su vera, las fuerzas políticas de la transición hubieran
aplicado este mensaje a la hora de emprender la denominada organización
territorial del Estado, en lugar de jugar a aprendices de Brujo.
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