El proceso separatista catalán
pone de manifiesto dos fenómenos que por inéditos e inauditos merecen incorporarse a los anales de la
teoría política y de la sociología. Me refiero a la apatía e indiferencia del
pueblo español y por otra parte al hecho de que buena parte de la población
catalana está apoyando lo que en el fondo no quiere, apoya la
independencia en contra de sus
sentimientos profundos. Voy a tratar de lo primero.
La apatía rayana en el pasotismo
responde a una mezcla de la devaluación de la marca España en el conjunto de
España y al convencimiento de que “no puede pasar nada”. Lo primero se vincula
con el vaciamiento del sentimiento patriótico y en lo segundo interviene la
desafección generalizada hacia la política.
Si creo que los españoles
empezando por los políticos, pero destacando si cabe a los intelectuales,
asisten a este grave conflicto de forma pasota no es porque no se reaccione con
testiculina, ni porque falten aspavientos patrioteros, sino porque no hay
debate de lo que está en juego, y cuando existe se obvia la gravedad de lo que
significa la práctica desaparición de España como nación. Ante el bien trabado
discurso separatista brilla por su ausencia una idea ilusionante de España que ofrezca
motivos para seguir juntos, más allá del tópico de que así lo dice la
Constitución.
Desde un punto de vista estrictamente político
este pasotismo no significa que se
otorgue la razón y se comparta en alguna
medida la causa independentista, estamos más bien ante un vacío de sentimiento patriótico.
En puridad esto significa la voluntad solidaria intergeneracional e
interclasista que une a los miembros de una sociedad. Se confunde habitualmente
con el nacionalismo y el chauvinismo. El nacionalismo es la preferencia
incondicional por la propia nación, el chauvinismo es el reconocimiento
exclusivo de los valores de la propia nación o sociedad y el rechazo de lo
ajeno. Hay que suponer que una mínima dosis de patriotismo es imprescindible
para que una sociedad carbure y pueda mejorar y tener expectativas de futuro, y
lo que es más importante: sobreviva. Apreciar sólo la solidaridad entre los
miembros de un mismo grupo, región o generación es peligroso incluso para ese
interés particular, en la medida que no puede prescindir de la marcha del
conjunto. Algo tan obvio, que avergüenza recordarlo, ha ido perdiendo sentido
desde la transición, como les pasa a aquellas playas, cuya arena se va tragando
el mar hasta hacerlas desaparecer. De un modo insospechado España va
adquiriendo el perfil de una nación apátrida, nación única en el planeta, donde
el interés nacional y el orgullo patriótico fueran cosas de mal gusto o, lo que
es peor, resabio de fachas. Algunos dirán que la sociedad tiene miras más altas,
hacia un cosmopolitismo y europeísmo en el que las fronteras no tienen sentido.
Pero no creo que las enseñanzas de Séneca, Marco Aurelio y Luis Vives hayan impregnado
tan sanamente la piel de toro. Más parece que el recurso al europeísmo es muy
superficial y trata de llenar el vacío de identidad colectiva que padecemos.
Porque quiérase o no la sociedad precisa reconocerse en una identidad y en una
forma de pertenencia.
Las razones que han inducido a
esta desafección interior tienen sin duda su arraigo en las peculiaridades de
la historia de España. Algo tan complejo desborda, como es obvio, este
comentario. Me limito a indicar que de los tres problemas seculares que han
puesto en cuestión la identidad colectiva nacional: el encaje de la Iglesia, la
integración de las clases trabajadoras y populares, y por último la cuestión
vasca y catalana, los primeros han quedado resueltos razonablemente y el
tercero está a punto de zozobrar. Eso no impide que una parte de la población
desconfíe de que la Iglesia esté convenientemente embridada y la cuestión
social bien atendida, cosa que no deja de afectar a la manera de tomarse lo que
eufemísticamente se denomina la “cuestión territorial”, y en general a la
asunción de la identidad colectiva. Pero sobre todo la cuestión catalana y
vasca se atraviesa exponencialmente al desconfiar el conjunto de España de sí
misma. La marcha de las cosas desde la transición tiene mucho que ver.
Creo que la transición presenta
tres fallas estructurales: la desafección de la izquierda social, y en parte
política, al régimen monárquico, el fiasco de las autonomías, y por último el
desenfoque del significado de la Constitución. La añoranza de la República por
parte de la izquierda es indisociable de su desconfianza casi congénita a
admitir que las derechas puedan ser sinceramente demócratas. Este factor ha
pesado más que la evidencia de que pueden serlo en los tiempos que corren. La
aceptación racional de la Constitución por lo que tiene de sistema de
libertades, Estado social y Estado de derecho, impecable en todos los extremos
choca con el recelo emocional a la forma del régimen. Pero no tanto porque la
monarquía vigente no pueda ser perfectamente coherente con la democracia
moderna, y en ciertos aspectos de forma ventajosa, sino por simbolizar tiempos
pasados. Los líderes de izquierda han alentado sin aspavientos y sin proclamas
programáticas, pero de una forma que no admite dudas y con tenacidad, en la
izquierda sociológica la ficción de que la República sería un régimen más
democrático y atento a las clases populares. La idea de España ha quedado
irremisiblemente asociada para una parte de la población, precisamente la más
activa, visible e influyente a efectos de opinión pública, a la monarquía y al
centralismo, por mucho que el presente
régimen actual cumpla con creces los parámetros
más exigentes de las sociedades democráticas más avanzadas. Es una falacia
hacer a este régimen responsable de la corrupción, la partitocracia, el
despilfarro y otras calamidades y no a
las fuerzas políticas y sociales. Pero lo más llamativo e insólito, incluso
desde el punto de vista de la historia universal, es que una disputa latente
sobre el régimen arrastre las señas de identidad colectiva y la misma idea de
nación. Las razones de algo tan singular deben ser sin duda muy enrevesadas y
profundas para tratarlas en este punto pero se ha producido un grave equívoco colectivo
al asociarse la idea de España a una cuestión de opción política partidista. No
hay más que ver la molestia que produce en gran parte de la opinión pública
cualquier insinuación favorable a la unidad de la nación, e incluso el mismo
concepto de nación. Lamentablemente la izquierda, que tiene la sartén por el
mango en cuanto a ideología se refiere, presenta su alternativa partidista no
como una forma de patriotismo, sino como una alternativa al patriotismo, metiendo en el mismo saco patriotismo,
patrioterismo, nacionalismo y chauvinismo. En el imaginario colectivo y en el
diseño fáctico del juego político hay un reparto de papeles no escrito: la
izquierda representa la cuestión social y los derechos democráticos, la derecha
el nacionalismo y la gestión económica. La izquierda se ha sentido cómoda con
sólo guardar las formas institucionales, la derecha ha tenido que lamentar
impotente no poder compartir con la izquierda el regalo envenenado del
nacionalismo. Atravesando la línea roja, Zapatero puso en la bandeja de sus
dudas académicas la cabeza del concepto de nación, es decir de la nación
española. Cuando tildó de “antipatriotas” a quienes osaban aventar la
conciencia de la crisis económica, alcanzó el límite más alto de sutileza para
el que está dotado.
Por lo que respecta al sistema autonómico constitucional, se dice
que la desgraciada fórmula del “café para todos” obedeció al temor de que el
ejército se sublevase, de darse un trato especial y diferenciado para Cataluña,
País Vasco y Galicia. Pero siendo eso verosímil, cuando se vio cómo se estimulaba
inmediatamente el secular localismo y aldeanismo hispano, muchos encontraron la
solución al problema de la lealtad política de la sociedad. Buena parte de la
clase política hizo de las autonomías el sucedáneo de la lealtad a la nación. En lugar
por supuesto de coger el toro por los cuernos y aplicar la solución de la II
República: autonomía para el País Vasco, Cataluña y para el caso Galicia, pero
con delimitación clara y transparente de las competencias, líneas rojas más
claras e inequívoca voluntad del Estado de hacerlas cumplir. Se jugó a inventar
diferencias artificiales para desdibujar las diferencias reales. Los padres de
la patria se empeñaron en hacer creer que al firmar un acuerdo de respeto a la
Constitución los nacionalistas se portarían con la lealtad que se supone a los
caballeros. Y lo acabaron creyendo ellos mismos. Es mejor creer que el agua, aunque
esté al fuego, no ha de quemar nunca. Sorprende esta ingenuidad, como si fuera
genética, de los políticos formados en la transición, ingenuidad que por cierto
los republicanos estaban bien lejos de padecer. Cuando Carmen Cervera, Baronesa
von Thyssen, adjudicó parte de su colección a las autoridades catalanas, puso
la condición de que Barcelona la perdería si Cataluña se salía de España. Las
chanzas y risotadas se oyeron en toda España, pero no creo que la varonesa se
arredrase. Ahora otra Carmen, ha tomado las de Miami para ver como los ángeles a
donde para el cotarro de su tierra. Eso sí, prometiendo volver. Pero volvamos a
lo nuestro. Por muy simples que fueran era inevitable que los padres de la
patria no barruntasen lo que los nacionalistas podían dar de sí. La ambigüedad
proverbial del título octavo de la Constitución y la voltereta con la que se
hablaba de “regiones y/o nacionalidades” no se hace para acordar con los leales
sino para contentar a los desleales. Lo que ha quedado es el cabreo permanente
de los nacionalistas y el desconcierto de los que se sienten españoles. Los
primeros, cabreados al sentirse ninguneados por ser tratados como iguales, sin
que por ello haya menguado la claridad con la que saben que sus demandas y
agravios pueden prosperar sin obstáculo. Los segundos no han llegado a
inclinarse, salvo exiguas minorías, hacia una nueva microlealtad, pero han
sufrido la neutralización de la lealtad por lo suyo.
A la Constitución se le ha dado un
parecido significado que a las autonomías como sustitutivo del sentimiento
patriótico. Se habla en este sentido de “patriotismo constitucional”, tomando
la fórmula de los intelectuales alemanes ante la polémica de la unidad alemana.
Hay en esto un gran equívoco, tanto para Alemania pero sobre todo para España.
Allí se quería exorcizar la relación íntima entre el nazismo y la nación
alemana, aquí entre España y el franquismo. Pero no es lo mismo. El pueblo
alemán fue cómplice del nazismo, el pueblo español se dividió en una cruenta
guerra civil y fue paulatinamente resistiendo a la dictadura. En el fondo
padecemos de “constitucionalitis”: se pide a la Constitución lo que no puede
dar. La Constitución es el fundamento del orden legal y del Estado de derecho
pero no de la identidad nacional. No somos españoles porque lo diga la
Constitución, hay Constitución porque los españoles tenemos voluntad de vivir
en común. Otra cosa es que la Constitución sancione a efectos jurídicos la
unidad de España. Es lo mínimo si queremos un marco legal. Pero que la
constitución proclame la unidad de España no es argumento contra el
separatismo. Los nacionalistas pueden reclamar su derecho legítimo a que
Cataluña, por ejemplo, tenga su Constitución y su Estado. Que para hacerlo
tengan que atenerse a las reglas del juego vigente no afecta al fondo de la
cuestión, por muy importante que esto sea. La confusión de los “patriotas constitucionalistas”,
o lo que es lo mismo la de quienes invocan la condición común de ciudadanos
como motivo de lealtad, es la creencia de que el motivo de unidad colectiva de
la nación española es la obligación de respetar la ley. Pero es al revés, esta
obligación política-moral proviene de la voluntad de convivir o al menos de
conllevarse. Y para ello son preciso motivos y fe en los mismos. Hay que
demostrar a los catalanes y vascos por qué ese derecho que reclaman a tener
Estado propio es más presunto que legítimo, o si se quiere que les conviene más
estar en España que fuera. Por lo que parece la clase política, los
intelectuales y los líderes mediáticos son incapaces de hacerlo y dan signos de
que ni siquiera se lo proponen. ¿Será porque no lo tienen claro?, ¿o por qué
creen que todo es cuestión de formas y sólo de formas?
No voy insistir en la evidencia de que la
desafección hacia la clase política y la política no hace más que hinchar leña
al fuego e inflar el globo del desconcierto sobre la identidad política colectiva.
Cualquier advertencia sobre lo que está en juego suena a prédica jeremíaca a
una sociedad que fluctúa entre quienes tienen a la constitución y el status quo
como algo tan invulnerable como el escudo de Odín y tan poderoso como la capa
de Superman, y quienes creen que todo es un cuento de viejas o una riña de
políticos.
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