viernes, 30 de octubre de 2020

LA TAPADA DE EUROPA

 

A partir de la aciaga Leyenda Negra y su insólita interiorización en España la marca España significó el reino de la barbarie, el oscurantismo y el más fiero despotismo por contraste con el ímpetu racionalizador de lo más avanzado del mundo. Con el tiempo tal espanto se suavizó y quedó en una reserva de exotismo y de extrañas pasiones disputando en esto con el lejano Oriente o los pueblos cercanos del otro lado del mediterráneo. El romanticismo y luego la Guerra Civil certificaron este aserto tomándonos por el último resto del heroísmo sanguíneo, deleitado eso sí en todo tipo de atrocidades.


Tan nefasta era tan arraigada imagen que, por contraste, la pacífica y ordenada transición a la democracia fue celebrada como un acontecimiento ejemplar y un hito histórico capaz de devolver la confianza en la condición humana, a la vista de lo que parecía una prueba de la capacidad humana de reconversión. Acontecimiento solo comparable, en cuanto a significación civilizatoria y democrática, a la caída del Muro. Nuestra Europa se ha acostumbrado a nuestra realidad más benigna y ha disfrutado de ella, sobrepuesta a los tópicos denigrantes. Nadie dudaba de que compartimos el espíritu de prosperidad y progreso, libertad y tolerancia, con el aliciente de ser la vanguardia festiva del mundo civilizado.


Esta imagen benévola se ve de pronto expuesta por negros nubarrones. Ya el Procés fue un toque de atención, bajo el que empezaron a resucitar los tópicos presuntamente enterrados y para siempre pulverizados. Ahora la aventura socialista podemita y Cía debe mover no tanto a la inquietud como al pasmo. Debemos parecer un alcohólico rehabilitado que, bien instalado y acomodado de por vida, merodea melancólico por sus antiguos tugurios y tabernas aburrido de su tranquila vida en busca de camorra y de las más broncas excitaciones etílicas.


De forma inopinada España plantea un problema para el que Europa no podía estar preparada. Ya el precedente de la andanada del Procés significó un reto que todavía no ha llegado a mayores. Se trataba de cuanto podía consentirse de descomposición territorial y si cabía permanecer impertérritos. Ahora la concomitante senda sanchista deconstituyente va a poner sobre la mesa si algún grado de dictadura, bananera en este caso, es compatible con la sociedad común europea y en su caso hasta qué grado de mascarada constitucional se está dispuesto a admitir.


Pero esto es una cuestión práctica de muchas aristas que dará lugar a todo tira y aflojas. En lo que a imagen se refiere debe resultar tentador recuperar los tópicos del baúl de los recuerdos, pero ya acostumbrados a convivir en buena vecindad, cabe que prive la sensación de estar ante algo de sustancia imprevisible e inclasificable, a la espera de que con el tiempo se destape a ver lo que resulta. Seguramente es el mismo vértigo ante lo desconocido que se comparte, más vivamente, en nuestros lares. Es la sensación de que no hay forma de comprendernos ni de comprendernos entre nosotros, la que se transmite al compás de la funesta pandemia. Antes la Pachorra decía que nada puede pasar, ahora es de pachorra pensar que cualquier cosa puede pasar y que no hay oráculo que tenga nada que hacer.

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