El papa Francisco trata de recuperar el prestigio marchito de la Iglesia empezando por purificar a
ésta interiormente, especialmente la corrupción política y economica, pero la senda por la que ha de transitar es muy estrecha y
con pocas sombras y cubiertas. Lo que está en juego de forma perentoria es frenar la sangría de Iberoamérica en provecho
de las sectas protestantes y de los cachorros de la teología de la liberación y
del neomarxismo más chabacano que
populista al uso, y adquirir un mínimo
aura de respetabilidad y credibilidad ante las clases medias del primer mundo
católico. Francisco llama a salir de las parroquias y ser más la Iglesia de los
pobres que de los ricos, pero la política de la Iglesia sobre las costumbres
sociales, especialmente en materia de sexualidad, y en materia interna, contra
el matrimonio, de los sacerdotes o la ordenación de las mujeres, la puede
convertir a velocidad de vértigo en un fósil que se relame en la ilusión de un
destino imposible. El camino del compromiso social y de una justicia caritativa
requiere de planteamientos novedosos si se quiere distinguir de las ONG y de
las instituciones sociales, partidos, sindicatos e incluso movimientos sociales
espontáneos, planteamientos que es difícil entrever. La pretensión de ser una
voz profética contra la injusticia y los desvaríos del poder no es fácil de
sintonizar con el consuelo de las almas y con la aspiración de las clases
medias a la comodidad y a las menos aventuras posibles. Los suyos no están preparados
para volver a los tiempos de Diocleciano y aceptarían a los sumo los de San
Agustín. Al fin y al cabo este es el tiempo de la Iglesia actual, pero los
tiempos de Agustín de Hipona eran de adolescencia y los actuales son de lento
envejecimiento. Y además no hay ningún S. Agustin a la vista. Al margen de los cambios doctrinales o de las políticas
sociales, creo que la Iglesia tiene que comprender la laicidad más
profundamente. En concreto ha de distinguir entre lo que puede permitir la ley y lo que se puede pedir a la conciencia. En
casos notables la defensa de lo que es bueno se confunde con lo que debe
procurar la ley, que no es tanto lo bueno en sí sino lo conveniente socialmente
conforme a muchas circunstancias.
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