miércoles, 10 de julio de 2013

LA PASIÓN DEL MAL




Aunque la bulla mediática pueda concitar la atención a gran escala, asistimos a un caso penal,  que no es preciso nombrar, que ejerce por sí mismo un magnetismo invencible sobre cualquiera que repare en él, incluso inopinadamente. Es lo que sucede cuando algo tan monstruoso ilumina el reverso de la condición humana, no tanto para aclararlo sino para enfrentarnos a su existencia.  De ser todo como parece, nos vemos estremecidos por lo que tiene de arquetipo de la maldad. La inmensa mayoría de actos de maldad y crueldad obedecen a algún interés o son el producto de alguna pasión incontrolada o quizás incontrolable. En estos casos la pasión desemboca en el mal. Pero cosa distinta es cuando el mal se torna pasión, el odio y el deseo de venganza se ponen al servicio de la afirmación personal, el sufrimiento infinito de la persona odiada es la única forma de sentirse bien consigo mismo, más concretamente de sentirse un “hombre como debe ser”. En los casos normales, al provenir el mal de la pasión, el daño y el sufrimiento de la persona odiada suele producir una satisfacción que dura mientras subsiste la impresión del acto producido, pero una vez se desvanece este, los más “duros” olvidan y los más “blandos” empiezan a ser presas del remordimiento. Pero cuando se hace de la destrucción del otro el motivo de la afirmación de uno mismo y  el odio concentrado reclama esta destrucción de forma incondicional, resulta inútil tratar de comprender estos casos con cualquier categoría al uso de la convivencia entre personas. La vida que a estas personas les queda es la de regodearse en su poder. Por eso la justicia y el derecho pueden afrontar el delito pero poco pueden hacer contra la maldad. Si por alguna casualidad fuera declarado inocente, quien así se encuentra se sentiría más feliz por el hecho de que eso añadiría a su víctima un sufrimiento definitivo que por la misma libertad. Inversamente si fuera declarado culpable y tuviera que pagar la pena de su libertad, no lamentaría tanto la perdida de la libertad, como el pequeño consuelo que su víctima obtendría. Con esta carcoma se vería obligado a vivir, hasta el caso incluso de que podría realimentar el deseo de venganza por mucho que no quepa imaginar mayor venganza que la que se llegó a consumar.
Pero el mayor motivo de estremecimiento no es de orden psicológico, sino de orden ético. No es cómo es posible algo tan monstruoso, ni siquiera que ninguna pena pueda retribuir tan inmenso daño. Lo insoportable es la sospecha de que el malvado sea feliz con su maldad y por su maldad, de que la consumación de la venganza sea motivo suficiente de felicidad. Es lo que se deduce si con esta consumación el malvado se reafirma a sí mismo, resbalándole el desprecio ajeno o creándose un mundo imaginario en  el que se siente apreciado. O incluso, como cuando el Holocausto o el terrorismo, la maldad se ampara en el aplauso y la complicidad de los suyos. Si esto fuera posible, si admitiéramos que el malvado puede ser feliz por su maldad, sería cierto eso de que la felicidad es sólo cuestión de sentimiento, más en concreto del sentimiento que está atado a nuestras pasiones más profundas. ¿Puede ser una persona “feliz” por lograr su gran objetivo, aunque sea este objetivo exterminar a los suyos como si cazara moscas, porque así produce dolor a quien odia “entrañablemente”?, ¿tendría algún sentido entonces replicar, como podría hacer Kant, que si así fuera su felicidad carece de mérito moral?. Tal vez en este punto lo más que se puede decir es que quien así es feliz, o se siente feliz, ha desperdiciado su vida, es incapaz de gozar del mundo y de la vida. Esto no le serviría para convencerlo de su miseria y abyección, pero sería bueno que ayudara a convencer a muchos otros que la felicidad no es meramente sentirse feliz, sino vivir plenamente desarrollando la capacidad de gozar con nuestros semejantes.
Es preciso distanciarse del mal, verlo objetivamente, para poder oponerle razones prácticas. Quien se entrega a la pasión del mal es impermeable a cualquier argumentación o reproche moral, porque la voluntad de reafirmarse es más fuerte que cualquier barrera moral. Ni los hechos ni la moral pueden derrumbar a quien traspasa la frontera, sólo cabe conmoverlo poniéndolo ante su verdadera naturaleza, su impotencia ante los demás y ante sí mismo.   A la maldad que se cierra herméticamente en su caparazón solo cabe oponer razonablemente lo que esto supone de negación de sí mismo, de amputación de la esencia de su verdadera realidad como ser humano. De lo que pierde por no querer vivir como ser humano. Pero esto en la conciencia de que quien se niega a sí mismo tan radicalmente le sobra y basta afirmarse  a sí mismo, aunque sea por medio de afirmarse en su negación.
Estos casos echan por tierra la visión inocente e idílica, en la que tanto necesitamos creer, de que la buena educación, el buen orden social o las acertadas terapias psicológicas, bastan para erradicar las raíces de la maldad. Pero el impacto con el que esto nos impresiona es un síntoma de que la pasión por el mal repele a la naturaleza humana. Ocurre más bien que es una de las posibilidades latentes a las que estamos expuestos como seres libres, libres hasta el extremo de poder renegar de la libertad o de la fuente de la que esta brota, nuestra hermandad como seres humanos. Nuestra naturaleza permite que algunos se crean por encima de la humanidad y hallen en esto incluso satisfacción. La civilización es a fin de cuentas la posibilidad de ser tan fuertes que podamos soportar nuestra debilidad, que pueda seguir la vida sin que el dolor nos encoja.




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