Aunque la bulla mediática pueda concitar la atención a gran escala, asistimos
a un caso penal, que no es preciso
nombrar, que ejerce por sí mismo un magnetismo invencible sobre cualquiera que repare
en él, incluso inopinadamente. Es lo que sucede cuando algo tan monstruoso ilumina
el reverso de la condición humana, no tanto para aclararlo sino para
enfrentarnos a su existencia. De ser
todo como parece, nos vemos estremecidos por lo que tiene de arquetipo de la
maldad. La inmensa mayoría de actos de maldad y crueldad obedecen a algún
interés o son el producto de alguna pasión incontrolada o quizás incontrolable.
En estos casos la pasión desemboca en el mal. Pero cosa distinta es cuando el
mal se torna pasión, el odio y el deseo de venganza se ponen al servicio de la
afirmación personal, el sufrimiento infinito de la persona odiada es la única
forma de sentirse bien consigo mismo, más concretamente de sentirse un “hombre
como debe ser”. En los casos normales, al provenir el mal de la pasión, el daño
y el sufrimiento de la persona odiada suele producir una satisfacción que dura
mientras subsiste la impresión del acto producido, pero una vez se desvanece
este, los más “duros” olvidan y los más “blandos” empiezan a ser presas del
remordimiento. Pero cuando se hace de la destrucción del otro el motivo de la
afirmación de uno mismo y el odio
concentrado reclama esta destrucción de forma incondicional, resulta inútil
tratar de comprender estos casos con cualquier categoría al uso de la
convivencia entre personas. La vida que a estas personas les queda es la de
regodearse en su poder. Por eso la justicia y el derecho pueden afrontar el
delito pero poco pueden hacer contra la maldad. Si por alguna casualidad fuera
declarado inocente, quien así se encuentra se sentiría más feliz por el hecho
de que eso añadiría a su víctima un sufrimiento definitivo que por la misma
libertad. Inversamente si fuera declarado culpable y tuviera que pagar la pena
de su libertad, no lamentaría tanto la perdida de la libertad, como el pequeño
consuelo que su víctima obtendría. Con esta carcoma se vería obligado a vivir,
hasta el caso incluso de que podría realimentar el deseo de venganza por mucho
que no quepa imaginar mayor venganza que la que se llegó a consumar.
Pero el mayor motivo de estremecimiento no es de orden psicológico, sino de
orden ético. No es cómo es posible algo tan monstruoso, ni siquiera que ninguna
pena pueda retribuir tan inmenso daño. Lo insoportable es la sospecha de que el
malvado sea feliz con su maldad y por su maldad, de que la consumación de la
venganza sea motivo suficiente de felicidad. Es lo que se deduce si con esta
consumación el malvado se reafirma a sí mismo, resbalándole el desprecio ajeno
o creándose un mundo imaginario en el
que se siente apreciado. O incluso, como cuando el Holocausto o el terrorismo,
la maldad se ampara en el aplauso y la complicidad de los suyos. Si esto fuera
posible, si admitiéramos que el malvado puede ser feliz por su maldad, sería
cierto eso de que la felicidad es sólo cuestión de sentimiento, más en concreto
del sentimiento que está atado a nuestras pasiones más profundas. ¿Puede ser
una persona “feliz” por lograr su gran objetivo, aunque sea este objetivo
exterminar a los suyos como si cazara moscas, porque así produce dolor a quien
odia “entrañablemente”?, ¿tendría algún sentido entonces replicar, como podría
hacer Kant, que si así fuera su felicidad carece de mérito moral?. Tal vez en
este punto lo más que se puede decir es que quien así es feliz, o se siente feliz,
ha desperdiciado su vida, es incapaz de gozar del mundo y de la vida. Esto no
le serviría para convencerlo de su miseria y abyección, pero sería bueno que
ayudara a convencer a muchos otros que la felicidad no es meramente sentirse
feliz, sino vivir plenamente desarrollando la capacidad de gozar con nuestros
semejantes.
Es preciso distanciarse del mal, verlo objetivamente, para poder oponerle
razones prácticas. Quien se entrega a la pasión del mal es impermeable a
cualquier argumentación o reproche moral, porque la voluntad de reafirmarse es
más fuerte que cualquier barrera moral. Ni los hechos ni la moral pueden
derrumbar a quien traspasa la frontera, sólo cabe conmoverlo poniéndolo ante su
verdadera naturaleza, su impotencia ante los demás y ante sí mismo. A la maldad que se cierra herméticamente en
su caparazón solo cabe oponer razonablemente lo que esto supone de negación de
sí mismo, de amputación de la esencia de su verdadera realidad como ser humano.
De lo que pierde por no querer vivir como ser humano. Pero esto en la
conciencia de que quien se niega a sí mismo tan radicalmente le sobra y basta
afirmarse a sí mismo, aunque sea por
medio de afirmarse en su negación.
Estos casos echan por tierra la visión inocente e idílica, en la que tanto
necesitamos creer, de que la buena educación, el buen orden social o las
acertadas terapias psicológicas, bastan para erradicar las raíces de la maldad.
Pero el impacto con el que esto nos impresiona es un síntoma de que la pasión
por el mal repele a la naturaleza humana. Ocurre más bien que es una de las
posibilidades latentes a las que estamos expuestos como seres libres, libres
hasta el extremo de poder renegar de la libertad o de la fuente de la que esta
brota, nuestra hermandad como seres humanos. Nuestra naturaleza permite que
algunos se crean por encima de la humanidad y hallen en esto incluso
satisfacción. La civilización es a fin de cuentas la posibilidad de ser tan
fuertes que podamos soportar nuestra debilidad, que pueda seguir la vida sin
que el dolor nos encoja.
No hay comentarios:
Publicar un comentario