Para explicar el auge nacionalista
entre la población se suele recurrir a la idea de que los mueve el
sentimiento y no la razón. Se supone que esto significa que se
adhieren a causas confusas y peregrinas que satisfacen una especie de
orgullo inveterado, en lugar de la utilidad y el sentido práctico.
¿Pero por qué triunfa el sentimiento sobre la razón? ¿siempre
tiene que ser así? Desde luego si así fuera no habría sociedad
gobernable ni duradera.
Lo llamativo es que quienes se
comportan así son gentes con vida confortable bien integradas en la
escala de valores presidida por el hedonismo típico de las
sociedades contemporáneas. Normalmente se supone que "sólo los
que tienen que perder sus cadenas” al sentir la comezón de
la política son presa de los delirios sentimentales. ¿No son
capaces de comprender los ciudadanos catalanes que con estas
aventuras tienen más que perder y casi nada que ganar en términos
prácticos? ¿por qué creen que sólo con la independencia tendrán
dignidad y libertad? ¿acaso la vida personal va a cambiar algo y a
mejor? ¿van a gozar de más libertades, derechos y oportunidades
personales? ¿por qué arte la administración será más
transparente, justa y eficaz? ¿acaso lo único tangible no será el
cambio del escenario de la vida pública, la persecución exhaustiva de los
signos o maneras que huelan a español y un estado de cosas que
demanda a los ciudadanos la perpetua demostración de adhesión
nacional?
La piel de quien esto escucha se
impermeabiliza ante estas cuestiones, lo que nos sitúa ante las
fauces de resortes morales profundos del comportamiento colectivo.
Pero también ante el hecho de que los dirigentes separatistas están
hipersensibilizados y los constitucionalistas anestesiados. Aquellos
los cuidan de forma prioritaria en su acción política y estos los
desprecian como si no existieran, ni pesaran en los comportamientos
colectivos. Es obvio que uno de estos resortes es el sentimiento de
pertenencia, la necesidad de sentirse parte de una comunidad o de un
colectivo y orgulloso de la misma. No es menos obvio que los
nacionalistas han atizado con tal éxito este sentimiento a su favor
que se han ganado de esta forma a gran parte de la población. Pero
no es todo tan sencillo. ¿Por qué no se ha despertado el
sentimiento de pertenencia a España, es decir la pertenencia común
en la que hacemos la vida, tanto entre la población que se siente
catalana de toda la vida como la que proviene de la “emigración”
(maldita palabra) del resto de España? ¿No hay razones para que sea
motivo de orgullo? ¿no existe acaso ese sentimiento? Pues el
sentimiento de pertenencia nacionalista no se excita en abstracto
sino frente a otra pertenencia y rechazando esta, máxime si es una
pertenencia común. Se dirá que se ha evitado entrar en una guerra
de pertenencias porque eso le hace el juego a los que hacen de la
bandera identitaria su único argumento. El hecho es que mientras los
nacionalistas, aun cuando todavía no se decantasen por la
separación, alentaban hasta el paroxismo el desprecio a lo español
en Cataluña, en España predomina la idea de que la pertenencia o el
sentimiento de pertenencia es una cuestión privada, como la fe
religiosa o el equipo de fútbol, y que no se debía hacer causa
pública. Pero también con ello en el fondo se admitía que la
pertenencia a España no es una causa demasiado digna y más bien
sospechosa. ¿No es esto tan enfermizo como las ideas que mueven el
delirio independentista? ¿No justifica este vacío la idea de que
Cataluña no tiene nada que ver con una nación “decrépita”? ¿no
es el caso que la ultrasentimentalidad nacionalista tiene por
contrapunto necesario la ausencia de sentimiento y hasta el pasotismo
de quienes sufren verdaderamente el agravio?
En Cataluña hay pocos separatistas o
incluso nacionalistas sentimentales, o épicos, si se entiende por
tal el esencialismo que no atiende a realidad histórica o concreta
alguna y que le importa bien poco las consecuencias prácticas, como
no sea la independencia porque sí. Ya se sabe que sólo les mueve el
odio a España. Pero estos eran o son el veinte por ciento, las
hueste tradicionales de Esquerra y algunos convergentes. Les han
engordado los “burgueses pragmáticos” y muchos charnegos con su
orfandad a cuestas Naturalmente muchos de los que en una sociedad
próspera se dejan llevar por la aventura sentimental no piensan que,
al hacerlo, la prosperidad se pone en riesgo, sino que lo hacen
porque creen que la prosperidad está en riesgo. No ven que su
aventura es sentimental sino racional. Para que esta inversión de
la realidad se produzca ha sido preciso que las ideas colectivas ya
hubieran tomado esta dirección desde un origen hasta madurar en el
momento oportuno, cuando las circunstancias lo han favorecido y
permitido. Pero en este caso las ideas nacionalistas han contado con
el viento a favor del desprestigio de la idea de España como entidad
política. Los nacionalistas han contribuido a ello pero han sido los
principales beneficiarios, una vez que el sentido de pertenencia a
España se ha tornado poco menos que algo vergonzoso ¡en gran parte
de España¡ La maś influyente políticamente, por si fuera poco. No extraña que para el nacionalismo, ya pragmático, ya
separatista, fuese fácil convencer a la población de que las
dificultades, desencuentros o encontronazos, o medidas nocivas, que
pueden venir “de fuera” son prueba de que se sufre un maltrato
sistemático. A su vez las concesiones o acuerdos se interpretan como
prueba de que se tiene toda la razón y que queda mucho por devolver
de lo que se “nos” debe. Si algo enseña este malhadado Procés
es la fuerza que tienen los arquetipos políticos, las visiones
colectivas objetivadas, porque son el horizonte en el que cada
particular sitúa su propio interés y discierne cual es este. Pero
también y de forma especial en este caso la influencia de las élites
políticas en el desencadenamiento y orientación de los fenómenos
sociales, el peso de su actividad o inactividad, destreza o
incompetencia, clarividencia o ceguera, al manejar esas narraciones
arquetípicas. Demuestra en suma que la tarea primigenia de gestión
de la cosa pública no puede tener alcance alguno sin el
convencimiento de la opinión pública y sin contar con los
sentimientos de la gente. Se confunde a este respecto lo que es
forzar ciertos sentimiento (de pertenencia) en favor de soluciones
políticas irracionales y dañinas, con la legítima defensa del
sentimiento (de pertenencia) cuando de no existir éste
colectivamente no sería posible una sociedad libre y democrática.
¿Pues a qué se puede pertenecer con orgullo en nuestro tiempo sino
a una sociedad en la que se garantiza la libertad y el derecho? ¿no
hay razones para defender el valor de pertenecer a una nación donde
eso es posible? ¿es eso sentimentalidad? ¿es una cuestión privada?
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