SIN PERJUICIO de que la entrevista a Felipe González en La
Vanguardia no recogiera literalmente lo que él respondió, sí sirve para
reflexionar sobre los esfuerzos de los constitucionales para dar una
solución al conflicto planteado por los independentistas catalanes.
Afirmaba el ex presidente en la ya famosa entrevista que la cultura
catalana, podemos incluir el catalán, es intocable y requiere una
defensa constitucional. ¿Pero qué es la cultura catalana?, o mejor aún,
¿qué es la cultura? ¿Y qué pasa con la vasca o la aragonesa, tendrían el
mismo derecho? Y por cierto esa defensa particular, ¿dónde dejaría a la
cultura española, o es la única que en realidad no ha existido nunca?
Cae el líder socialista en la contradicción suprema de querer encerrar
en los límites de la ley la más grandiosa expresión del ser humano y por
lo tanto ilimitable legalmente. Acepta una visión mística de la cultura
para poder defenderla. La cultura no es: «Un patrón simbólico,
conservado como una mariposa en ámbar, su lugar no está en los museos,
sino en las actividades prácticas de la vida cotidiana, donde evoluciona
bajo la presión de objetivos opuestos y otras culturas en competencia.
Las culturas no existen simplemente como diferencias estáticas que haya
que celebrar [o defender], sino que compiten entre sí como formas
mejores o peores de hacer las cosas…», en palabras de Thomas Sowell. Las
culturas que sobreviven e influyen son, y siempre han sido, porosas,
influenciables, capaces de hacer suyo lo ajeno; por el contrario las que
languidecen son las que necesitan defensa legal, ideológica o
religiosa, terminan anquilosadas, guardadas por zelotes y en vez de
servir para liberar al ser humano de las servidumbres que impone el
pasado, el poder político o el dinero, se convierten en instrumento de
dominación de unos sobre otros.
¡Qué dilema nos plantea el histórico líder socialista! Según como le
contestemos nos convertiremos en personas que, apelando a la razón,
queremos un espacio público más integrado, menos sentimental y, por lo
tanto, nos tacharán de anti-catalanes; si aceptamos su visión
compraremos la gratitud de un grupo de catalanes, yo creo que pequeño, a
cambio de perder universalidad y cosmopolitismo. El ex presidente
prefiere una visión de la cultura romántica y contraria a la
Ilustración, yo en cambio me quedo con aquéllos que entienden la cultura
como el ámbito en el que se desarrolla la actividad espiritual y
creadora del hombre, y rechazan el posesivo «mi cultura», en el que la
colectividad impregna totalmente tanto los pensamientos más elevados
como los gestos más rutinarios.
Yo por ejemplo soy español y mi cultura española es el resultado de
una mezcla de diferentes culturas, con predominio de unas sobre otras en
campos diferentes; sería para mí terrible que me defendieran del
contagio que quiero, deseo y necesito. Las culturas deben impulsarse con
la mezcla, aborreciendo las purezas nacionalistas que imponen el
conflicto con las demás como único medio de reconocimiento, muy bien
descrito en La traición de los intelectuales de Julien Benda: «…Ahora
cada pueblo se abraza a sí mismo y se asienta dentro de su lengua, de su
arte, de su literatura, de su filosofía, de su civilización, de su
cultura contra los demás. El patriotismo es de una forma del alma contra
otras formas del alma».
Felipe nos plantea el problema catalán en un marco que hace imposible
la solución. Quiere legislar sobre sentimientos y pasiones, y esto
históricamente ha resultado imposible o un desastre. Ahora bien, si
planteamos el problema en términos racionales, claro que pueden existir
soluciones variadas: unas acertadas y otras erróneas según las
perspectivas desde las que se analicen. Yo no cejaría, siempre después
de las elecciones del 27 de septiembre, en el intento de buscar ámbitos
públicos de respeto, con la condición de que esos ámbitos también se
trasladaran a Cataluña; no sea que por querer agradar a unos humillemos a
otros, sean mayoría o minoría, ¿yo estaría inscrito pensando así en la
Tercera Vía? No existe una cultura catalana homogénea, pura y mística o,
por lo menos, yo no la deseo así. La cultura catalana que quiere
representar por ejemplo Guardiola con todo su derecho cuando dice:
«Vengo de un pequeño país del norte…», la complementa un catalán como
Carlos Herrera Crusset, que vive en Sevilla y le ha dado por dirigir una
cofradía en la ciudad natal del ex presidente. La gran diferencia entre
los dos representantes de esa cultura catalana, que no se puede
constitucionalizar, es que el entrenador de fútbol ha sido jugador de la
selección española y si quisiera sería su entrenador, sin embargo el
periodista nunca llegará al palco del Barça, por mucha ilusión que le
haga.
Aun así, creo que podemos pactar un espacio público definido que
dependerá de nuestra voluntad, de nuestras conveniencias, de lo que
estemos dispuestos a dar y recibir, por lo tanto de nuestra razón. Ya lo
intentamos con la Constitución del 78, con el primer estatuto, con el
segundo y lo podemos intentar con un tercero o un cuarto. El problema es
que los que provocan nuestra necesidad de renovar continuamente esos
pactos de convivencia siempre han querido más y nunca han trasladado ese
espíritu convivencial a la sociedad catalana. Llevamos actuando de este
modo desde 1978, siempre buscando cómo satisfacer a los nacionalistas
catalanes. Tal ha sido nuestro esfuerzo por contentar a los
independentistas que hemos sonreído para templar gaitas cuando
insultaban a los andaluces o extremeños, hemos callado, y Felipe bien lo
sabe, cuando la confusión entre lo público y lo privado en Cataluña se
confundía hasta provocar vergüenza ajena y hemos mirado hacia otro lado
para que pudieran imponer una homogeneización social imposible en una
sociedad moderna. No nos ha importado sufrir continuos desaires, basados
en una posición prevalente que no tienen, les hemos dejado que hicieran
oficial y única la historia sentimental de una parte de su sociedad, y
casi siempre han sido recibidos con gesto genuflexo para no provocar su
ira.
Sólo por los resultados de la estrategia de apaciguamiento que tanto
desde la izquierda como desde la derecha hemos desarrollado estos
últimos 30 años, sería conveniente establecer otra distinta, que no
tiene que ser ni la de la fuerza, ni la de la intransigencia, ni la del
miedo. Una nueva estrategia que podríamos denominar estrategia de la
responsabilidad frente a la propuesta nada novedosa de Felipe de blindar
las causas de la ¿identidad nacional catalana?. Porque si finalmente
las únicas opciones que me ofrecen son la propuesta de blindar
constitucionalmente proyecciones sentimentales de una parte de la
sociedad catalana o la de volver a empezar desde cero, yo, à mon grand
regret, me declaro firme partidario de volver a empezar, desdiciendo en
parte las posiciones políticas que he venido defendiendo en los últimos
años. Pero hay momentos en los que toda la buena voluntad no vale nada
ante el radicalismo sentimental de los nacionalistas.
COMO TAMPOCO sacralizo la historia, la cultura o la nación, sino que
busco un espacio en el que podamos vivir pacíficamente y de forma
armoniosa con nuestro pasado (pasado del que no soy prisionero, pero sí
soy deudor y que a mi leal entender se llama España, Cataluña incluida),
prefiero entonces que dejemos a los catalanes decidir su futuro porque
sobre todo lo que no quiero es ser corresponsable en la aventura de un
Estado fracasado como lo fue la Primera República, aunque sigo
convencido que existen soluciones intermedias a la política totorreista
tot o res, por cierto característica muy española. De lo que nadie me
puede convencer es que dando más a Mas podamos convivir con la armonía
mínima que necesita todo espacio público con voluntad de ser un sujeto
histórico, y no varios sujetos confusamente mezclados en la neblina del
miedo o de pasados inmortales. Pero antes de llegar a cualquier
solución, demos la batalla que nos han impuesto, hagamos lo posible por
impedir que lleven adelante un proceso que les perjudicaría sobre todo a
ellos. No nos entreguemos antes de que los catalanes digan lo que
piensan.
De todas formas, esta discrepancia con Felipe González muestra una
controversia sobre cuestiones fundamentales para nuestra convivencia que
sólo pueden mantenerse desde posiciones democráticas que imponen
aceptar el derecho del otro a discrepar hasta de que lo que a uno puede
parecerle lo más «sagrado». Ésta es la ventaja que tenemos nosotros y
que no tienen los nacionalistas catalanes, siempre embarcados en la
homogeneización de una sociedad que tiene contradicciones como todas las
sociedades modernas.
Sirvan por lo tanto estas reflexiones para disentir educadamente con
mi compañero de partido, sin caer en las descalificaciones y atentados
al buen gusto de los que hizo gala el independentismo catalán cuando
leyeron su carta A los catalanes en El País, porque sólo desde la
discrepancia pacífica y respetuosa puede salir la verdad, en este caso,
lo más conveniente para España.
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Sobre este excelente artículo de N.
Redondo Terreros "La entrevista que no existió" , tengo dos peros, o maś bien matizaciones:
*Creo que se toma demasiado en serio el
subterfugio “culturalista” con el que el Sr. Felipe Gonzalez
justifica “la tercera vía”, que si algo significa es el
reconocimiento del “derecho de autodeterminación”. Es un
problema político a abordar en términos políticos. Para empezar el
Sr. Felipe Gonzalez y la cúpula socialista harían bien en responder
a tres cuestiones básicas:
¿Es un derecho o una claudicación
necesaria?
¿Salvaría eso la democracia española
o hay que admitir la posibilidad de que nada la salve?
¿Podría impedirse esa medida, o sea
la claudicación, y la culminación de la deriva independentista,
con la unidad de las fuerzas democráticas?
*Si se toma en serio la argumentación
de Felipe Gonzalez, diría que el reconocimiento de la identidad
cultural catalana está garantizado de sobras por la democracia
española. Y es harto significativo que, en este momento crucial, don
Felipe Gonzalez no tenga valor para defenderlo, por mucho que
seguramente lo piense. Pero la idea que el nacionalismo escampa e
impone es que la cultura catalana y que la identidad cultural
catalana es ajena a la española, siendo esta una amenaza tanto a la
cultura catalana como a su vocación cosmopolita.. Contra esta
pretensión cosmopolita se dirige la argumentación del Señor
Redondo, pero descuida abordar la pretensión de desvincular la
cultura catalana de la cultura española que está en la base.
Es obvio que declaraciones como la de
Guardiola manifiestan el paletismo rampante en el que está
inmerso el nacionalismo y por desgracia la opinión pública
catalana desde ya mucho. Pero no es entre localismo o cosmopolitismo
donde está la disyuntiva en el terreno cultural. La fractura con
España no sólo alcanza a la economía sino también a los afectos
colectivos y a la cultura común. ¿Se puede comprender la cultura
española sin la catalana, como parte de la misma y viceversa? ¿En
qué ámbito cultural situar a Granados, Albeniz, Carmen Amaya, Dalí,
Eugenio D,Ors, Josep Pla, Vazquez Montalbań, Joan Maragall, Jacint
Verdaguer, Santiago Rusiñol, Antony Campany...etc, etc? Alientan una
cultura cosmopolita que es a la vez europea catalana y española..
Toda cultura comprende tendencias localistas y cosmopolitas, a veces
en un mismo autor y obra, sin que se puedan deslindar sin más, y a
veces complementándose esas tendencias. Pero en este caso la
separación de la cultura catalana del resto de la cultura española,
e hispana en general, que esa dimensión del mundo de habla y cultura
hispana hay que tenerla en cuenta especialmente en este caso, no
haría más que acentuar tanta catetería y empobrecer una cultura
tan respetable. Porque nadie puede comprender que la frontera a las
aportaciones e influencias culturales que pueden llegar desde el
resto de España haga más cosmopolita a la cultura catalana, en lo
que tiene toda la razón el Sr. Terreros. Es lo mismo que ocurre con
la economía pero a mas amplia escala ¿alguien cree que separándose
de España e incluso siguiendo en Europa, cosa fantástica, la
economía catalana tendría más oportunidades de expansión en el
mundo?.
Si se toma en serio la argumentación
de Felipe Gonzalez diría que el reconocimiento de la identidad
cultural catalana está garantizado de sobras por la democracia
española. Y es harto significativo que en este momento crucial don
Felipe Gonzalez no tenga valor para defenderlo, por mucho que lo debe
sentir. Pero la idea que el nacionalismo escampa e impone es que la
cultura catalana y que la identidad cultural catalana es ajena a la
española, siendo esta una amenaza tanto a la cultura catalana como a
su vocación cosmopolita..
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